Viajar, viajar y viajar

Viajar, viajar y viajar. Si compartes esta pasión, aquí hay una muestra de algunos de esos rincones que aparecen en las guías de viajes, pero también de otros que se muestran ocultos a nuestros ojos. Bienvenido...

martes, 28 de noviembre de 2006

Ser pinguino por un día



La tentación de ver a las toninas overas nos llevó de regreso al mar. De la familia de los delfines, estos mamíferos tienen el aspecto de pequeñas orcas, pero "vuelan", saltan y nadan a una velocidad endiablada. Son muy fácil de distinguir: la cabeza, la cola y todas sus aletas son negras; el resto del cuerpo, blanco. Rara vez sobrepasan los 1,5 metros y los 50 kilos, viven en grupos y generalmente se observan de dos a diez toninas. De marzo a mediados de enero se dejan ver en la Patagonia. Una lancha esperaba en Playa Unión, ciudad balnearia a 20 kilómetros de Trelew. Saboreamos la navegación a mar abierto, compartiendo el viaje con algunas colonias de pingüinos, gaviotas y lobos marinos asustados por el ruido de los motores, hasta que emergió la primera tonina overa y su esbelta figura. Fue una sorpresa. Esos enérgicos saltos sobre la superficie, esas piruetas, esos juegos durante toda la travesía a esquivar el bote y a ‘salpicarnos’ la vista. Curiosear entre los movimientos ágiles de estos animales amistosos y juguetones, que viven en plena libertad, y hacerlo durante una hora y media, es una oportunidad única que sólo lo ofrece la Patagonia.

Como también lo es la Pingüinera de Punta Tombo, situada a 181 kilómetros de Puerto Madryn. ¿Te imaginas ser parte de una comunidad de pingüinos por un día? Allí es posible. Es, sin duda, uno de los lugares del litoral patagónico más visitado, pero no sólo por turistas, también por cerca de medio millón de pingüinos de Magallanes, que regresan cada año, de forma cíclica, a los mismos nidos que ambos sexos defendieron mientras incubaron los huevos (generalmente dos) y alimentaron a sus pichones con peces y calamares.

Punta Tombo es la colonia de pingüinos magallánicos más grande del mundo, y no sólo eso, no existe otro asentamiento de pingüinos de esta magnitud a la que se puede acceder tan fácilmente. En esta Reserva Faunística se puede caminar entre estas elegantes aves, observar su forma de vida, seguir de cerca sus pasitos, mirar cómo conservan sus nidos y crías entre los arbustos, y ver un poco más de lejos cómo de forma vigorosa nadan en el mar a un ritmo de unos ocho kilómetros por hora. Torpes en tierra, ligeros en el mar. No resulta tarea sencilla sortearles. Miden apenas 50 centímetros y se mueven con esa inusual gracia que deja fascinado a cualquiera. Es su hogar y, como tal, son los dueños. De ahí, que sean capaces de permanecer minutos enteros, agitando su ala, esperando para que el visitante les deje el paso libre.

Comienzan a llegar entre agosto y septiembre. Es el momento de la lucha territorial y del armado de los nidos. Un mes más tarde están preparados para incubar sus huevos. 30 o 45 días más tarde, surgen los primeros pichones, y ya en diciembre es cuando la playa vive la gran ‘invasión’. No será hasta abril cuando, después de mudar el plumaje, inicien su migración hacia el Norte. Y no se les volverá a ver hasta finales de agosto. Su hogar será entonces el mar, y pueden llegar incluso a nadar hasta las latitudes de Río de Janeiro, en un viaje de 3.000 kilómetros.

El recorrido arenoso que circunda su territorio está ‘minado’ de cuevas donde los pingüinos ponen sus huevos y crían a sus pichones. Mantienen una febril actividad: mientras unos excavan sus cuevas, otros se pelean defendiendo su territorio. Los continuos rebuznos (la voz de los pingüinos) dominan el ambiente. Pueden verse a grupitos de pingüinos que, desde las playas, se internan en la colonia, exhaustos después de pasar varios días en el mar, consiguiendo alimento para sus pichones. Al rato, se ve partir a otro grupo rumbo al mar, luego de relevar a su pareja, ya que tanto el macho como la hembra comparten el cuidado de sus crías. Resulta un ceremonial inaudito curiosear a escasos milímetros en un nido, y en el de lado, ver cómo un polluelo rompe el cascarón o cómo sus progenitores le alimentan. Pero, como siempre, el guía marcaba las pautas y había llegado el momento de la partida.

Nos esperaba, quisiéramos o no, una visita obligada a la localidad de Gaiman, la colonia galesa que, según las guías, destaca por su hermosa arquitectura y sus tradicionales. Pero ¿cómo puede interesar a los europeos un lugar como éste? Pues realmente nada. La recomendación es pasear sin rumbo, observar sus casas típicas y, sobre todo, sentarse tranquilamente a tomar el té en una de las tantas casas especializadas y, por qué no, concertadas. Hicimos caso omiso de las sugerencias.

Por Mar Peláez

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