Viajar, viajar y viajar

Viajar, viajar y viajar. Si compartes esta pasión, aquí hay una muestra de algunos de esos rincones que aparecen en las guías de viajes, pero también de otros que se muestran ocultos a nuestros ojos. Bienvenido...

domingo, 3 de diciembre de 2006

Tras los pasos del Ché


Tras los pasos del Ché. De nuevo sobre el Lago Nahuel Huapi íbamos a emprender una de las etapas que el propio Fuser, como le llamaban en esa época a Furibundo Guevara Serna, recorrió en su periplo por la Patagonia de camino a la frontera de Chile. Y cómo a él, fue el Modesta Victoria la embarcación que nos llevó por el brazo Blest, pasando por el islote Centinela, donde descansan los restos del Perito Moreno, y bajo la influencia del imponente Tronador. Las sirenas del barco sonaron en señal profundo respeto al más importante viajero argentino a las regiones patagónicas. Encajado entre costas rocosas y macizos montañosos, tupidos de frondosos bosques, y coronados con el manto blanco de la nieve, el viaje discurría con sorpresas aquí y allá. Cascadas que se precipitaban sin orden sobre el lago o rayos de sol que se estrellaban sobre el agua, aguas transparentes de glaciares milenarios que permitían admirar en su reflejo una secuencia permanente de sorpresas paisajísticas. El contraste de colores hacía el resto.

60 kilómetros en línea recta desde Bariloche hasta Puerto Blest. Atrás habíamos dejado, en apenas dos horas de navegación, una de las zonas más desérticas de la región (400 mm anuales) para llegar a uno de los parajes más lluviosos de la Patagonia (4.000 mm anuales). O eso dicen, porque el cielo en esa ocasión estaba totalmente limpio y nada hacía prever su gran pluviosidad. Llegamos así a Puerto Blest, la entrada a la Selva Valdiviana, ya muy cerca de la frontera con Chile. Y otra sorpresa. Un río que corría a descansar al lago Nahuel Huapi llevando un color lechoso que le tiñe de un verde esmeralda perfecto. Procedía de la Laguna Frías que sólo a tres kilómetros se abría para deleite de los viajeros. Un autocar, tan antiguo como colorido, esperaba a los turistas para recorrer esa distancia. Allí estaba; todo verdor, todo misterio. ¿Cómo puede el agua cobrar ese color indescriptible?

Una vez más, un catamarán navegaba hasta Puerto Alegre, desde el que tener un vista muy clara del Tronador, ese volcán extinto famoso por el ‘atronador’ ruido que producen las avalanchas de hielo en inverno. Sólo quedaba deshacer el camino y volver a sentir la presencia de esas paredes rocosas que abrazan la Laguna Frías. Ya en Puerto Blest se ofrecen dos opciones: bien atravesar en barco el lago o sumergirse en la Selva Valdiviana. Preferimos adentrarnos en la espesura, siempre verde, del único bosque templado lluvioso de América del Sur. ¿Vive gente? Ahora no; a comienzos del pasado siglo era la sede de Correos Argentinos.

A pie, por un sendero de imposible pérdida, caminamos bajo las copas de unos árboles de gran tamaño. Coihues, que superan los 40 metros de altura y cuyo diámetro de tronco alcanza los dos metros. O los alerces, con ejemplares que pueden llegar a medir 60 m de altura, tres metros de diámetro, y que sobrepasan los 3.000 años. Nos detuvimos a sentir muy de cerca la energía que desprenden esas majestuosos especies.

Coihues y Alerces se alternan con arbustos más bajos donde se enlazan lianas y enredaderas. Todo cubierto perfectamente por una atmósfera húmeda, que permite el desarrollo de hierbas, líquenes, helechos, musgos y hongos. Pero ¿sabes dónde queda el Norte? Un cartel nos da la clave. ‘Los líquenes y el musgo necesitan mucha humedad para vivir, por lo que se ubican en el lado que reciben menos el sol, que es el orientado al Sur. La parte más seca y pelada del tronco, por tanto, nos indica el Norte’. ¿Sorprendente, no? Estamos en el hemisferio Sur. El musgo en los árboles y piedras aislados no se encuentra en el Norte, sino en el Sur. A lo largo del camino, nos acompañaba el melodioso e inconfundible canto de una pequeña ave local, el chucao, además del aleteo de las alas de las mariposas y del de insectos varios.

El destino final sería la Laguna de los Cántaros, pero antes había que detenerse en los rincones más bellos de esta selva que, pese a no poder competir ni mucho menos con la Amazonía, sí permite gozar de un primer contacto con esta exhuberancia de vegetación. Puentes balanceantes sobre ríos cargados de fuerza, árboles curiosamente cortados para hacer de la caminata un paseo de niños, saltos de agua y cascadas… Un camino escalonado asciende unos 600 metros para descubrir la Laguna, de un azul destellante, que atrae la mirada durante largos minutos. Pero, como el viaje es organizado, como casi todo en la Patagonia, la vista tiene que apartarse para recorrer el camino de vuelta hacia el barco que nos depositaría en Puerto Pañuelo para llegar a Bariloche.

Nos quedaban horas para disfrutar del ‘pueblo, como cariñosamente le llaman sus vecinos. Cada época del año tiene su vida propia: el invierno vertiginoso del esquí, los egresados que arriban en mayo o junio. Las cañas y anzuelos que llegan por noviembre, los largos y cálidos días del verano, o las chocolatinerías atestadas de Semana Santa, van marcando épocas y ritmos en la vida de los pobladores. Qué lástima que en invierno el termómetro se desplome más allá de los 25 grados bajo cero. De no ser así, sería un lugar perfecto para descansar largas temporadas.

Sorprende la plaza principal de Bariloche. Sus edificaciones construidas a base de piedra toba extraída de los cerros colindantes y madera de ciprés y alerce, con techado de pizarra a dos aguas, le dan una fisonomía muy especial. De hecho, es Monumento Nacional. La parte noble la ocupa el centro cívico, en el que funcionan los principales organismos oficiales, coronado en su torre con un reloj, que marca la hora con campanadas. Posee un sistema de imágenes históricas que resume la evolución del doblamiento y que aparecen diariamente a las 18.00 horas y a las 24.00 horas.

En el centro de la plaza se encuentra el monumento a Julio A. Roca, con pintadas que denotan el poco agrado que a sus convecinos le evoca este político y militar argentino, presidente de Argentina en dos oportunidades, al que se acusa de la muerte de miles de mapuches, de familias despedazadas, de venganzas y represalias, de haciendas desperdigadas, de vejaciones a tribus amigas. En fin, todo un personaje. Alrededor se ubican edificios, perfectamente conservados, que albergan a la Policía, ex Correo un museo, una biblioteca. Es el lugar de reunión de pobladores y de turistas, pero también de dueños de san bernardos, deseosos de que cualquiera, por unas monedas, acepte fotografiarse con ese perro de rescate tan bonachón como imponente.

En la arteria principal, la calle Mitre, la más pintoresca, todo son locales, galerías comerciales, confiterías, restaurantes, agencias de viajes o de alquileres de coches…, cibers, quioscos… Un deleite para los turistas con afanes consumistas. Es en definitiva un buen lugar donde se cita el turismo nacional y el internacional, Los chocolates regionales son el souvenir más preciado para todos los turistas, existen innumerables variedades y en algunos comercios la fabricación es a la vista. Pero no había que dejarse sucumbir por ese olor a chocolate que envolvía la atmósfera; mejor dedicarse a curiosear.

Por Mar Peláez

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