Viajar, viajar y viajar

Viajar, viajar y viajar. Si compartes esta pasión, aquí hay una muestra de algunos de esos rincones que aparecen en las guías de viajes, pero también de otros que se muestran ocultos a nuestros ojos. Bienvenido...

lunes, 4 de septiembre de 2006

Viaje 'movidito' a Intag

Norma, con su hijo David Darwin, sería mi anfitriona. Con ella, Irene y yo iríamos a la zona de Intag, en la provincia de Imbabura, a participar en el proyecto que la Xarxa Consum, desde España, y Talleres del Valle, desde Ecuador, comparten para desarrollar una zona verdaderamente atrasada. Los tres nos dirigimos hacia el aeropuerto para recoger a Irene. Llegó puntual, así que aún tuvimos tiempo de sobra para enseñarla, aunque fuera de forma rápida, una ciudad que no tiene muchos misterios. Al menos si ya has tenido la oportunidad de visitar con anterioridad otras ciudades coloniales. Era el primer día de clase para los ecuatorianos y el jolgorio del día anterior se tornó en niños uniformados dirigiéndose hacia la escuela, camiones descargando. En fin, el día a día.

Nada más comer nos dirigimos hacia una estación de camionetas ‘tuneadas’. Serían ellas las que nos llevarían, tras cinco horas, al corazón de Intag. Comenzaba así la aventura. Al principio, el autobús obsoleto, sucio pero decorado con puntillas y flecos, iba vacío. A medida que transitábamos por las calles de Quito, el ‘copiloto’ iba avisando a los viandantes de cuál era su destino. Casi en marcha, los viajeros iban ascendiendo por esas escalinatas empinadas y buscaban hueco. Aventuraba una experiencia similar a la que ya viví hacía unos años entre Arequipa y Puno, en pleno lago Titicaca. Y así fue. Sin haber salido aún de Quito, ya no quedaban asientos libres, pero eso no impedía que ecuatorianos y más ecuatorianos se esforzaran por ocupar los menos centímetros cuadrados posibles en el autobús. Había que hacer sitio también a unos bultos de considerables dimensiones y, hasta una gallina que permaneció durante todo el viaje sobre las rodillas de un señor. Llama la atención con la resignación con la que emprenden viaje. No les queda más remedio, quizá ni siquiera conozcan otros lujos. En especial, esas ‘cholitas’ que, además, de llevar la mercancía en bolsas enormes, portan a bebés a su espalda e incluso a dos o tres hijos más entres sus manos.

A 25 kilómetros al norte de la ciudad, vislumbramos la que es una de las visitas casi obligadas cuando se ha llegado a este país, aunque sea más testimonial que hermosa: la Mitad del Mundo. La gracia es pisar una línea imaginaria que divide el planeta y fotografiarse con un pie en cada hemisferio. Sería en otra ocasión, ahora no había que perder de vista por qué habíamos viajado a este país. Imposible dormirse. Ocurren tantas cosas curiosas en un viaje de estas características…

El paisaje árido cambió radicalmente al verde. La temperatura que se filtraba entre las ventanillas abiertas del autobús daba muestra de que los bosques subtropicales se acercaban. La vegetación se hacía cada vez más densa y el aire puro se adueñaba del ambiente cargado del bus.

No fueron pocos los niños que tomé entre mis brazos –Ángel Damián, Elisabeth fueron algunos– para que no se ‘ahogaran’ entre mayores, bolsas y maderas que ocupaban el pasillo del bus. Los kilómetros de asfalto desaparecieron de repente. Un ripio en mal estado no nos abandonaría ya hasta el Chontal. Viajar en autocar como lo hacen los ecuatorianos resulta una experiencia que nadie se tiene que perder, pese a que la comodidad no es la nota dominante.

La noche fue cayendo durante el recorrido. Sin darnos cuenta el autobús se detuvo en medio de una comunidad con casas modestas y bajas que se abrían a ambos lados del camino.

Mar Peláez

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