Viajar, viajar y viajar

Viajar, viajar y viajar. Si compartes esta pasión, aquí hay una muestra de algunos de esos rincones que aparecen en las guías de viajes, pero también de otros que se muestran ocultos a nuestros ojos. Bienvenido...

jueves, 14 de diciembre de 2006

miércoles, 13 de diciembre de 2006

Balcón brasileño a las cataratas de Iguazú


Había llegado el momento de conocer la parte brasileña de las Cataratas de Iguazú. Ver con tus propios ojos esa postal tantas veces vista con anterioridad estimulaba la imaginación. Sólo disponíamos de unas horas antes de que nuestro vuelo saliera para Buenos Aires y había que aprovecharlas al máximo. Tomamos, por tercer día consecutivo, un autobús desde la estación central de Puerto Iguazú. Esta vez con destino a Foz do Iguaçu, la primera ciudad brasileña del ‘otro’ lado. Llegados a la aduana, hubo que sellar el pasaporte de salida de Argentina, pero no el de entrada a Brasil. Un sello menos para mi pasaporte. Cometimos un error. Seguimos en el autobús hasta la ciudad, cuando debíamos habernos bajado en un cruce, pero ¿en cuál? Eso hizo que perdiéramos 45 minutos preciosos que nos obligó luego a disfrutar de las cataratas a la carrera.

El Parque posee un servicio al turista excepcional. En el centro de recepción se toma un autobús, con guías en varios idiomas (incluido el español) que tiene tres paradas. La primera es el Macuco Safari, una excursión en vehículos ecológicos y a pie por la selva para observar la flora y fauna autóctona, llegando al salto de agua Macuco y, finalmente, al embarcadero, para tomar una lancha... Ofertan también hacer ‘rafting’ por las paredes del río y un parque de aves. No teníamos opción, así que nos dirigimos sin perder un segundo a las pasarelas. Comprobamos in situ lo que anteriores viajeros nos habían comentado: La parte brasileña pierde el encanto de sentirte en contacto directo con las cataratas, pero gana en belleza. Da la oportunidad de abarcar todos esos saltos con un simple giro de cabeza. Es la auténtica postal; la forma de tener una visión completa de cómo discurre el río, en principio manso y más tarde un perfecto salvaje.

El recorrido por esos viaductos permite tener otra panorámica espectacular de todos esos saltos (Dos Hermanas, Tres Mosqueteros, Mbigua, San Martín…) que ya los dos días anteriores pudimos vivir de cerca. Esa espectacularidad iba incrementándose a medida que avanzamos. El culmen fue, como no podía ser de otra manera, la Garganta del Diablo. Y allí surgió la misma sensación, o más, de majestuosidad que caracteriza este gran salto. La pasarela en este lugar se adentra sobre el río aún más y te coloca justo enfrente de ese chorro inabarcable para deleite de los sentidos. 700 metros a lo largo y 90 metros de alto.

Las prisas hicieron que tuviéramos que echar un furtivo vistazo a esa maravilla, desde el mirador superior, al que se accede en ascensor. De nuevo al autocar de regreso al centro de visitantes. Allí comenzaron las carreras para captar un taxi que nos llevara hasta Puerto Iguazú, y después al aeropuerto.

Desgraciadamente comprobamos que nuestro vuelo salía a la hora prevista (las 15.00 horas) y no a las 13.00 horas como nos había dicho el de la agencia de viajes de Iguazú. O sea que perdimos dos horas en ese aeropuerto pero, sobre todo, dos horas para habernos deleitado con esmero de ese prodigio de la naturaleza. Ahí no acabaron las sorpresas, pero esas llegaron nada más aterrizar en Buenos Aires.

Néstor, nuestro amigo de la agencia de Viajes ‘Colores de Argentina’, nos fue a buscar al aeroparque de Buenos Aires. Nada más aterrizar nos anunció lo que se nos avecinaba. Resulta que dejamos las maletas en su agencia de viajes porque no nos fiábamos del todo de nuestro hostel y, por paradojas de la vida, su agencia fue objeto de un robo el domingo. Después de narrarnos todo el desastre que los cacos habían causado en su negocio, nos comunica que nuestras maletas habían desaparecido. Ufffffff. Y aquí va la sorpresa: Sí, nuestras maletas no estaban, pero sí todas, absolutamente todas, nuestras pertenencias, allí repartidas por el suelo de la agencia. No nos quedaba más remedio, por tanto, que reírnos a carcajadas de la ocurrencia de los ladrones por utilizar nuestras maletas para trasportar sus ordenadores, impresoras, teléfonos… Los peor parados fueron desgraciadamente los jóvenes propietarios de esta agencia que volvería a requerir en el caso de regresar a Argentina y, por supuesto, que recomiendo. Su seriedad está fuera de todas dudas. De hecho, pese a no tener ninguna responsabilidad, nos compraron otras maletas.

Sólo nos quedaba disfrutar de nuestra última noche en Buenos Aires.

martes, 12 de diciembre de 2006

Perpetuo arco iris


A las 8.00 de la mañana ya estábamos en la estación de autobuses de Puerto Iguazú para repetir la experiencia. Los mismos guaraníes del día anterior esperaban pacientes a que cualquier turista reparara en sus artesanías. E impacientes estábamos nosotras para comenzar a deslizarnos por esa parte del Parque Nacional de Iguazú que cobija un santuario natural denominado selva. Muchos elementos se conjugan para crear este ecosistema protegido. Al recorrer los senderos se puede descubrir un mundo desconocido para el ciudadano común. Aviso, no es la selva amazónica, pero guarda su cierto parecido y encierra un ambiente bien conservado.

A pocos metros del centro de investigaciones se encuentra el Sendero Macuco, un camino peatonal a través de la selva espesa y misteriosa, de tres kilómetros y medio de largo con diversos grados de dificultad. La caminata se puede hacer en forma particular y demandará unas tres horas. Ármese de una cámara fotográfica, una botella de agua mineral, repelente para insectos y ¡adelante!

Un mapa con los grados de dificultad del circuito señalan la marcha. A partir de ahí, el canto de las aves, el zumbido de los insectos y el rumor de la brisa atravesando las ramas crea una conspiración, que suele romper esta calma silenciosa. Como la selva suele atemperar el clima, reduciendo los extremos de calor, actuando como abrigo contra el frío y manteniendo la elevada humedad ambiental, se crea el ambiente propicio para el desarrollo de una gran variedad de especies vegetales -unas 2.000-, que crecen en múltiples formas. A ambos lados, palmitos, tacuaras, enredaderas, cañas, orquídeas, helechos y lianas Y si hay alimentos y refugios, la fauna es, por supuesto, abundante.

El paso es lento. Tan rico entorno merece un poco de atención para no perderse esos detalles y esas explicaciones que ofrecen los seis hitos que señalan que algo interesante está a punto de observarse o de escucharse. En el primero de ellos, un fuerte sonido similar al chasquido de los dedos alerta de la presencia del Bailarín Blanco. Unos pasos más allá, un arroyito sirve de cobijo a unas cuantas ranitas. El resto muestran plantas características de este lugar. Con un poco de suerte, durante la caminata se pueden encontrar a los monos caí. Es su territorio, sin embargo, son tan inquietos y curiosos que escapan fácilmente a la vista de un observador poco aventajado. En ella, también campan a sus anchas tucanes, jaguares, loros... Se han registrado hasta 448 especies de aves, 80 de mamíferos y un número mayor de peces y reptiles, a lo que sumar gran cantidad de mariposas, hormigas gigantes, polillas...

Al final del sendero se encuentra el Salto Arrechea, una caída de agua que forma un pozón cuyas aguas desembocan finalmente en el río Iguazú inferior. Se da la circunstancia de que ese ‘hilo’ de agua fue en su día el origen de la fractura que dieron lugar a las Cataratas de Iguazú. Pero éstas fueron retrocediendo hasta su ubicación actual. Hoy la Garganta del Diablo está ya a 23 kilómetros. ¿Será la erosión de ese torrente de agua? Se calcula que hace 10.000 años, las mismas se encontraban en ‘Las Tres Fronteras’ (punto donde se juntan los límites de Argentina, Brasil y Paraguay), donde el Río Iguazú desagua en el Paraná, pero a causa de la fricción del agua sobre los paredones éstas han retrocedido unos 23 kilómetros.

Desde el mirador, se observa cómo el arroyo Arrechea nos sorprende con esa bellísima cascada de casi 20 metros de altura antes de desaparecer en el río Iguazú. Igual de sorprendente resulta estar por encima de las copas de los árboles. Obnubiladas por su lindeza, tomamos el camino de relativo fácil acceso que conduce hasta el pozón. La playa, aunque se supone que no está permitido el baño, es un inmejorable lugar para tomar un soñado remojón en esas aguas frías y cristalinas, producto de la cobertura que le concedido la selva en todo su territorio. Y si esa ‘ducha’, notando la fuerza de la caída sobre nuestros cuerpos, se realiza durante una hora y en solitario, la experiencia no puede ser más que una fantasía. Pero se trata de un recorrido muy apreciado por los aventureros que buscan experiencias diferentes, por lo que el goteo de personas fue, al final, incesante.

El camino de regreso, no por repetido, deja de ser menos interesante. Los rayos de sol filtrándose entre la maleza hacía que la selva cobrara un aspecto diferente al paseo de ida. Y así concluyó esta aventura, aunque comenzaba la próxima: redescubrir ese ‘Patrimonio Natural de la Humanidad’ desde 1984. Esta vez optamos por deslizarnos por el Circuito Superior. De pasarela en pasarela, asombrándonos una vez más por esas caídas de vértigo, por esos sonidos atronadores, por esas mariposas de vivos colores y por esos coatís que se empeñan en hacer de tu estancia una aventura inquietante. No creo que resulte nada estimulante notar sus garras en tu cuerpo. El aviso de una mujer encantadora, que pintaba al instante con sus propios dedos un hermoso paisaje sobre un pequeño azulejo, nos alertó del peligro. Un coatí estaba a punto de arrebatarnos nuestro bocadillo. Sí, ese mismo al que habíamos estado observando largo rato con gran curiosidad. El bocadillo era lo de menos. Este pequeño incidente nos permitió, sin embargo, compartir una amena charla con ella, su marido y sus dos gemelos que, ajenos a los turistas, habían convertido las pasarelas en su lugar de juegos. Para el recuerdo, uno de esos azulejos regalados y la vista del salto Mbigua, el que encierra más encanto.

De allí, otra vez, a la magia de las cataratas: la Garganta del Diablo. Trenecito, pasarelas sobre el río Iguazú y ahí estaba. El rugido de las hélices de esos helicópteros, que parten de Brasil y sobrevuelan sin parar ese gran salto, compite con el estruendo que provoca el agua al precipitarse a 80 metros de altura. El sonido queda grabado en los tímpanos. Las fumarolas se sienten en la piel. La imagen, retratada en las cámaras fotográficas. La parte brasileña está a sólo un paso. Es el mejor lugar para comprobar que ambos países comparten esa misma maravilla. Y, en medio, ese arco iris perpetuo que forman las cataratas, sólo roto por el aleteo de unos vencejos juguetones que desaparecen bajo el agua en grupos infinitos.

La hora de cierre del Parque estaba a punto de llegar. Sólo Esa circunstancia, y no otra, nos obligó a apartar la vista, quizá para siempre, de ese rincón del mundo que parece irreal.

Por Mar Peláez

lunes, 11 de diciembre de 2006

Iguazú de ilusión


La ansiedad por llegar a las cataratas de Iguazú, a esas ‘Aguas grandes’ como las bautizaron los guaraníes, era ya irresistible. Un autobús urbano nos depositaría desde la estación central de Puerto Iguazú a las puertas de ese gran parque temático, de ese mágico Parque Nacional de Iguazú. Y allí estábamos, preparadas para llenarnos de la energía que emana de esos manantiales de agua y para contemplar un paisaje único en el mundo. Desbordantes, húmedas e inexplicables. Un espectáculo imponente formado hace más de 200.000 años en el que la naturaleza muestra su fuerza de la forma más impactante. Una enorme sucesión de saltos de agua de hasta ochenta metros de altura que se extienden a lo largo de una curva del río de más de cuatro kilómetros de anchura. Su altura, sus dimensiones y el volumen de masa de agua acarreada durante la estación lluviosa, las sitúan entre las cataratas más importantes y espectaculares del mundo. Sólo su anchura supera cuatro veces a la de las cataratas del Niágara.

El centro de recepción de visitantes nos invitaba a realizar, a esa primera hora del día, una expedición de turismo de aventura que provoca fascinación. Con un sol radiante y muchas ganas de conectarnos con la lujuriosa selva misionera, nos introdujimos en las entrañas mismas del parque. En una especie de camión descubierto, transitamos ocho kilómetros por el Sendero Yacaratiá, en medio de la selva subtropical, admirando la flora y la fauna del lugar. Y digo bien, admirando, porque nuestro guía en lugar de mostrarnos las palmeras de palmitos, palo santo, ficus y cientos de bromelias y orquídeas que nos íbamos cruzando, se limitó a narrarnos anécdotas sin sentido. Y así, entre el entramado follaje, concluimos los kilómetros que nos separaban de Puerto Macuco.

Allí nos embarcamos en un gomón semirrígido y nos fuimos a toda velocidad a conocer de cerca el río Iguazú inferior. La navegación es de seis kilómetros en total pero lo mejor llega hacia el final, cuando la embarcación se bambolea sobre los rápidos del río durante los últimos dos kilómetros. A un lado, Argentina; al otro, Brasil; y al fondo: ese terremoto para los sentidos. La emoción prevalece en la cara de quienes viven esta experiencia, pero ¿qué adjetivo calificativo hace justicia a esas cataratas? Decir que son únicas, inexplicables, poderosas, imponentes, majestuosas, magníficas, frescas, sobrecogedoras o gigantescas son significantes válidos, pero aún así, estos conceptos no son suficientemente amplios como para transmitir lo que realmente se presenta ante nuestra vista. Son, ante todo, un imán.

Íbamos a vivir nuestro ‘bautismo’ de lujo. La adrenalina, la velocidad y el agua de los saltos sobre tu piel se conjugaban arrojando ráfagas de emoción. El arrullo melodioso de la caída de las aguas en medio de la espesura de la selva, es una conjunción mágica, armoniosa, sublime, que nos hace sentir en el mismísimo paraíso. Y no dejó de hacerlo hasta que abandonamos el parque diez horas después. A medida que nos acercábamos, el ronco trueno del agua que caía desde casi 40 metros iba cautivando a los viajeros por la inmensidad de su torrente y por la pequeñez aterradora que se siente ante la grandiosidad de esa maravilla de la naturaleza.

La sensación al encontrarse con semejante manifestación natural es la de asombro. Uno se siente más pequeño que nunca al observar, en medio de la magnitud de la selva, un inmenso caudal de agua cayendo vertiginosamente por los saltos y golpeando con fiereza la superficie del río que espera, entre pasivo y temeroso, el impacto final. Era tiempo de fotografías, de intentar congelar ese instante desde el agua, antes de dirigirnos a toda velocidad frente al Cañón de la Garganta del Diablo. Guardamos las cámaras fotográficas en las bolsas de nylon que nos proporcionó la empresa, y nos dispusimos frente a la magnificencia de la impresionante cascada, que desde esa perspectiva parecía aún más grande que lo habitual. No fue una, sino dos duchas de lujo las que tuvimos. La primera, bajo el Salto Dos Mosqueteros.

‘Bautizarse’ en las frescas y espumosas aguas del Iguazú es como un sueño. Sentir el rugido de las inexplicables cascadas cayendo a escasos metros de donde estábamos, empaparnos íntegramente y atravesar esos arco iris diseminados en las desembocaduras de las cascadas, es una sensación única que hay que vivirla para entenderla.

De los Dos Mosqueteros realizamos la cuenta atrás para acercarnos a otro todavía más imponente: el Salto San Martín. Y de nuevo, toda esa agua sobre nuestro cuerpo. Fueron segundos, pero la embarcación se convirtió en un torrente. Las emociones había que verbalizarlas y no fueron pocos los gritos que se escuchaban entre nuestros compañeros viajeros. El viaje, de unos 90 minutos de duración, había llegado a su fin. Tras cruzar el río en un pequeño bote hasta la isla San Martín, buscamos tierra firme para apaciguar nuestra adrenalina. Ese ‘bautizo’ inicial lo convertimos en un verdadero chapuzón en ese río Iguazú acotado por la peligrosidad de sus corrientes. Desde la playa era imposible apartar la vista de esos chorros de agua que se pierden en el río. Estar parado frente a ellas hace que, en un intento desesperado por definirlas, uno cree un lenguaje nuevo para poder descifrar su belleza. Hasta que te das cuenta de que las Cataratas del Iguazú sólo pueden describirse en el alma. A través de imágenes y sonidos retratamos parte de ese encanto que deseamos conservar siempre a la vista. Un regalo así, no se tiene todos los días.

Emprendimos el fatigoso y sudoroso ascenso por las empinadas escaleras que llevan a lo alto de la Isla San Martín. Cada balcón abierto a esos saltos de agua evoca una impresión nueva, como si fuera la primera vez que contemplásemos el Salto San Martín, o el Mbigua, o el Bernabé Méndez. Arriba o abajo, la perspectiva cambia. Si a esto le sumamos que las cataratas están rodeadas por arco iris perpetuos en un día soleado, por el verde intenso que domina el paisaje, por la cantidad de especies animales y por el tono rojizo de la tierra, no es difícil imaginarse por qué es una de las mecas del turismo mundial.

Nos llevó más de dos horas recorrer de forma parsimoniosa y minuciosa esta isla, ubicada en el corazón de las Cataratas, que ofrece espectaculares vistas de los 250 saltos que son parte del Parque Nacional. Se está en pleno contacto con la exuberante vegetación selvática colmada de helechos arborescentes, palmeras, orquídeas, claveles del aire y palo rosa. Una vez más teníamos que cruzar en ese mismo bote que cada cinco minutos transita de una orilla a otro para tomar el sendero del circuito inferior, de unos 1.600 metros y de carácter circular.

Se trata de un conjunto de pasarelas estratégicamente diseñadas que permiten en hora y media observar las cataratas con diversas perspectivas, las que ofrece sus ochos miradores. Esta es una pasarela que se interna, por debajo de los saltos, en el corazón mismo de las cataratas. Es el que ofrece una experiencia más íntima, un contacto más cercano con el paisaje y la naturaleza que lo rodea. En él, el visitante podrá sentir la humedad de la selva, sus sonidos, aromas, el valor penetrante que se adueña de todo el área… además de llegar a los pies de otros saltos de agua verdaderamente espectaculares: Bosetti, Dos Hermanas o Álvar Núñez… Parece mentira, pero la existencia de pasarelas artificiales y el ir y venir constante de turistas no impide que mantenga hasta cierto punto intacto la sensación de lugar salvaje. Obviamente no están igual que cuando las ‘descubrió’ en 1542 Álvar Núñez Cabeza de Vaca, pero es de agradecer que sigan así para el deleite de la humanidad. Es la síntesis perfecta entre el respeto y la admiración por la naturaleza.

El sol abrasador y un ambiente cargado de humedad, con una temperatura que bien podía estar rozando los 30 grados, iban haciendo estragos, así que una buena opción fue tomar una refrescante botella de agua en uno de los buffets diseminados, pero ocultos, en la selva. Ahí, en medio, un enorme faro da la bienvenida al circuito superior, el que va a media altura para pasar muy cerca de muchos de los saltos. Un excelente paseo para detenerse a apreciar las dimensiones que se esconden detrás de ese abanico de nombres como San Martín, Escondido o Adán y Eva. Cada parada, una sorpresa; el descubrimiento de una nueva vista de esa fractura del río, de esos islotes, de esas embarcaciones que aguardan pacientes para llevar a los viajeros a ese ‘bautismo’ mágico y de esas rocas que sufren de forma incesante la erosión de la corriente que cae a cuarenta metros.

Por un puente entablillado, de 1.200 metros, transitamos por los legendarios saltos Dos Hermanas, Bossetti, Bernabé Méndez… Dejarse llevar por la fuerza de esas cascadas hasta que golpean el río provoca vértigo. Hay momentos en que no quieres continuar. Cualquiera de sus seis amplios miradores son tan atractivos y tan espectaculares que te podrías quedar horas admirándolos, absorta. Pero había uno, el Mbigua, el último, que ya permanece siempre vivo en nuestras retinas. Es imposible no deleitarse hasta donde se pierde la vista entre esa eterna llovizna que forma un arco iris de exquisito contraste con el escenario. El entorno en el que se ven las cataratas contribuye, y mucho, a engrandecer el espectáculo. Fuente de energía y relax, la selva más exuberante y lujuriosa envuelve las orillas del río.

Retomamos nuestros pasos por el mismo puente entablillado como si fuera la primera vez. La panorámica es siempre diferente. Los detalles van y vienen, los escenarios son dispares. Y, por primera vez, una familia de coatís se cruza en nuestro camino. Son las mascotas de las cataratas. Son aparentemente sociables y cariñosos, pero ¡cuidado! No pueden resistirse a saltar sobre uno para arrebatarle la comida que pueda portar en sus manos, en sus mochilas… Sus uñas, afiladas, enormes y duras, son un peligro. Los lagartos y lagartijas también compartían paseo con los viajeros.

La última parada: la Garganta del Diablo. Desde la estación Cataratas se llega en un tren ecológico hasta la estación Garganta que permite acceder a la pasarela. 1.130 metros de puentes ‘flotan’ sobre el mismo cauce de ese ancho río y te permite conectar con la intimidad de esa naturaleza viva. El recorrido sortea varias islas de selva misionera y, a través de tres amplios miradores, se puede observar el espectáculo que brinda el Iguazú y la frondosa vegetación que lo rodea. El agua corre de forma mansa por debajo de esas pasarelas. Parece que se han salvado, aunque de forma momentánea, de desplomarse ochenta metros. Un kilómetro y medio después, esas gotas de agua caerán irremediablemente por uno de esos cientos de saltos.

Pero, lo más impresionante estaba por llegar. Ahí estaba, la monumental, impetuosa e irrepetible: Garganta del Diablo, el salto más espectacular. Al acercarse, da la impresión de que el mundo concluye ahí. Como un agujero enorme, todo el agua es absorbida. No hay nada, sólo vacío. Es la culminación del recorrido. Un salto de 150 metros de longitud y 80 de altura que, en forma de herradura, conforma una potente caída de agua que al romper en el cauce del río forma densas nubes de vapor que inundan todo el contexto y le dan el toque característico al paisaje. La violencia de la caída es tal que produce una niebla permanente. Son las famosas fumarolas de rocío y vapor de agua, a veces visibles a cinco kilómetros de distancia, que impiden discernir dónde termina exactamente la cascada y comienza el cauce. Y, para impregnarla de esa insuperable belleza, qué mejor que esos rayos solares que conforman múltiples arco iris. Si tienes la suerte de que el viento dirija hacia ti esa espesa bruma, sentirás un soplo de aire reconstituyente para aplacar un día de primavera excesivamente caluroso y húmedo.

A alguien le sorprende ya el por qué del nombre de ‘Garganta del Diablo’. El estruendoso ruido del descenso del agua, sumado a la profundidad en donde se pierde de vista el salto, fue su inspiración. Además, marca el límite entre Argentina y Brasil. Aunque pueda parecer irreal, cuando se ve por primera vez pronto superas el inicial asombro para dejar que la arrebatadora belleza de esta catarata te conquiste. Quizá lo único que haya de falso sea el cinematográfico camino por el que Robert de Niro, cargado con todas sus armas, ascendía la Garganta del Diablo en la película La Misión, al observarla con detalle te das cuenta de que esa hazaña es imposible. Imposible soportar los tres millones de litros cúbicos por minuto que caen sin orden aparente.

Si puedes resistir esa deslumbrante vista, lo único que queda es dejarse llevar por el ruido, el caudal, la increíble magnitud de las cataratas, y por que no, por ese espectáculo que brindan los vencejos, pájaros característicos de las Cataratas del Iguazú que se lanzan en picada, en paralelo a los saltos, como si quisieran confundirse con el agua. Estas aves pequeñas y de plumaje oscuro son una especie exclusiva de ese lugar y por ello fueron elegidos por la Administración Nacional de Parques Nacionales como el símbolo representativo del Parque. Si tienes la suerte de que el viento dirija esas fumarolas

Con esas impresiones aún vivas en nuestras retinas, recobramos el aliento y nos fuimos por los mismos senderos hasta la salida de ese ‘paraíso’. Los mismos guaraníes, vendedores de artesanía, que nos dieron la bienvenida a las 8 de la mañana seguían ahí a las 19.00 horas. Toda una jornada. Esos mismos indios que tienen que soportar cada día la ‘avalancha’ de turistas cuando conviven en la provincia argentina que concentra en su geografía el mayor número de campesinos empobrecidos o indigentes, estén ocupados o desocupados. Es también el sitio donde la extranjerización de la tierra ha asumido caracteres más agudos. Los ‘pobres’ del monte ven sobrevolar a esos monstruos de acero, a esos helicópteros que cada cinco minutos trasladan a gente portadora de dólares o euros. Les pasan por encima, y no desparraman nada.

Por Mar Peláez

viernes, 8 de diciembre de 2006

Ultimo vistazo al hielo


No podíamos irnos de Calafate sin echar una última ojeada a esa impactante mole de hielo que hace desatar la imaginación de cualquiera y dispara los flashes de todos los viajeros. Esta vez en semi transporte ‘público’, deshicimos el camino hacia el Perito Moreno. De nuevo a pasar por caja. Puedes haberlo visto cien veces, pero no deja de sorprender esa mancha blanca que se extiende más allá de donde llega la vista. Tres horas de pasarela en pasarela, tres horas disfrutando de esa imponente vista, ajenas al frío polar y al viento gélido que nos ‘regaló’ el día. Los crujidos del hielo eran más tenues que en la anterior ocasión. Los desprendimientos casi imperceptibles. Pero los cambios constantes de luminosidad, acompasados por los inapreciables rayos de sol, impedían apartar los ojos. No todos los días se tiene la posibilidad de estar allí, frente a ese misterio.

Con la pena de que probablemente nunca más recorreré esas pasarelas, tomamos el camino de regreso. Teníamos el tiempo justo para tomar el avión hacia Buenos Aires. Y yo sin probar esos calafates que dan la seguridad de que algún día se regresará.

Por Mar Peláez

jueves, 7 de diciembre de 2006

Grandioso Fitz Roy

Teníamos que darnos prisa para tomar el autocar que nos llevaría al Chaltén, a cuatro horas de distancia (220 kilómetros) por la más pura y virgen estepa patagónica. Por la ruta 40. Dos horas de viaje hasta que en medio de la auténtica nada surge el color rojizo. Era el característica hotel La Leona, mezcla de pulpería y albergue, donde cuenta la leyenda que Perito Moreno fue atacado por una puma hembra en 1877. Hoy parece detenida en el tiempo. El parador conserva el estilo de su época, con el techo colorado visible desde kilómetros de distancia, puede alojar gente y tiene un bar de paso donde hoy se escuchan todos los idiomas imaginables. Deslumbra en la infinita soledad de la inmensidad del paisaje patagónico, sacudida por el viento. Millas y millas de aislamiento. Y allí trabaja su dueña, día a día, aguardando pacientemente que algún viajero se detenga sediento. Siempre una sonrisa, unas buenas palabras, para mitigar su callada rutina.

De vuelta al ripio, el recorrido se hace lento, duro y desolado. Sólo la posibilidad de ver de forma permanente, pero a lo lejos, la cadena montañosa de los Andes rompe la quietud de un paisaje monótono. El aumento paulatino de la vegetación y de los colores es, probablemente, la impresión dominante cuando uno recorre los últimos kilómetros hasta llegar al Chaltén. Y de repente, un enorme lago verde turquesa, cuyas aguas se pierden hacia el Este en la meseta patagónica. Al fondo, el gran glaciar Viedma, el segundo en tamaño por detrás del Upsala. La llanura del terreno permite sortear con la vista los kilómetros de distancia hacia esta gran lengua de hielo, hasta que se pierde a lo lejos. Ahora, sólo a esperar a que el sagrado Fitz Roy nos sorprendiera. No hubo suerte. La tempestad lo impidió.

Llegados al Chaltén, parecía un pueblo fantasma. El viento, el temido viento, en este caso huracanado, no aconsejaba pasear por esas calles anchas de ripio, inventadas. Imposible caminar erguido, dificultoso se hacía incluso abrir la puerta del Hostel Rancho Grande, una mezcla de hostal de paso, de estación de autobuses…, donde se escuchan todos los idiomas y todas las historias de montañeros.

El viento no había amainado al amanecer, al contrario. Nuestras expectativas se desvanecían por segundos, pero había que intentar comprobar por qué El Chaltén es la meca del trekking. Tomamos un taxi que nos llevaría hasta la flamante hostería el Pilar, exactamente al pie del Fitz Roy y a 15 kilómetros de El Chaltén. Nos esperarían así siete horas de caminata en descenso. Otros, en cambio, optan por subir andando desde el hostel. Infinitos senderos rodean los picos, las grandes paredes o los pasos que llevan a los hielos continentales. Opciones hay para todos los gustos y preparaciones físicas. Por el camino, nuevos albergues, numerosos campings, y caminantes que deambulan desde temprano por las sendas que conducen a las bases de los cerros Fitz Roy y Torre. Pero, la niebla se hacía cada vez más persistente, hasta el punto de que los árboles de alrededor sólo se intuían. Nuestra taxista nos dio la mala noticia nada más divisar la hostería el Pilar, con su característico techo de chapa acanalada, pintado de rojo fuerte, y estructura íntegramente construida en madera de lenga. “La niebla no desaparecerá en toda la mañana”. ¿Sería, por tanto, un esfuerzo baldío? La respuesta: sí. Al abrir la puerta del taxi, nuestras dudas se disiparon. El viento allí es otro mundo.

Resignadas, regresamos a El Chaltén, a ese pueblo privilegiado, con la decepción de haber viajado cuatro horas para no poder disfrutar de ese macizo del Fitz Roy, de ese telón de fondo que se recorta contra el cielo con una fuerza y belleza sin rivales. Es una antigua denominación indígena, que significa erróneamente el volcán, porque los tehuelches creían que las nubes que siempre lo rodean eran humo de un volcán. Sus cumbres, muy agudas, son paredes casi inaccesibles.

El entorno de ese rincón emblemático de la cordillera se consolida velozmente como un imán irresistible para montañistas y caminantes de todo el mundo, pero el crecimiento desordenado de ese enclave humano amenaza con arruinar la idea original de una villa alpina. Construcciones aisladas y demasiado desordenadas, sin ningún estilo, predominan en este pueblo que, por otra parte, respira una vida especial.

Los residuos se separan orgánicamente, los cables de luz deben colocarse enterrados, aunque no siempre se logra, no se pueden plantar especies arbóreas que no sean nativas, y el cuidado ambiental es una preocupación permanente. Un verdadero oasis en los confines del territorio nacional, que se complementa con cerveza artesanal, chocolates, tortas, ahumados, y todo un universo en el cual términos como “casero”, “regional” o “elaborado por sus propios dueños” son apelaciones concretas al esfuerzo que implica desarrollar cualquier actividad tan lejos del “mundo civilizado”. Obviamente, más allá del pintoresco pueblo, su perfil turístico se recorta sobre las innumerables opciones que ofrece tomándolo como base de operaciones para acercarse a la Naturaleza.

Por esas calles de ripio, eligiendo entre las pocas opciones que ofrece un pueblo enfocado al senderismo, pasaron las horas. El autocar no saldría hasta las 18 horas. Y cuando habíamos dado por perdido el orgullo de deleitarnos con esa vista impresionante del Fitz Roy, el panorama se tiñó soberbio. Las exclamaciones de los viajeros con los que compartíamos asiento nos alertaron de que ver, aunque fuera a lo lejos, esa montaña sagrada de los tewelches, no es cualquier cosa. Sobre la izquierda se yerguen los grandes picos andinos, entre los cuales sobresale el rey de la región: el imponente Ritz Roy, de 3.375 metros. Un auténtico rincón andino. A medida que se agrandan las siluetas puntiagudas, también se hacen más nítidos sus colores cambiantes. Hay que verlo.

Y, de nuevo, rumbo al sur, rumbo a la estepa patagónica que nos depositaría en Calafate cinco horas más tarde.

Por Mar Peláez

miércoles, 6 de diciembre de 2006

Atrapados en los icebergs


Y lo vimos. La excursión ‘Todo Glaciares’ es irrepetible, un sin parar de navegar por en medio de amenazantes icebergs que flotan sin rumbo aparente. Punta Bandera es el puerto de partida. Con un tímido sol escondiéndose entre unas nubes cada vez más numerosas en el cielo, iniciamos la travesía sobre el cómodo y bien dotado Upsala Conection. Tras cruzar la Boca del Diablo, el sector más angosto, sorprenden los primeros témpanos de la marcha. Las cámaras fotográficas, preparadas para captar esas formas caprichosas que se desplazan silenciosamente sobre el agua, resultando frecuente ver fragmentos de hielo desprendiéndose, así como coincidir con el giro de forma inverosímil de una de esos enormes bloques de hielo azulado a la deriva. Resulta un espectáculo increíble. Incluso cuando no se ven, se oye el ruido seco del hielo al quebrarse, sonido al que uno se acostumbra con cierta rapidez, aún a pesar del asombro que nos ocasiona a los que éramos primerizos en estos climas.

No en vano, estábamos surcando el Canal de los Témpanos, un campo minado de hielos en movimiento. Parece perdurable, permanente, pero en realidad todo el paisaje puede cambiar constantemente. Lo que parece muy sólido, pude estar desmembrándose y puede que en diez años donde estuvimos sea parte del hielo. El hielo empuja. El capitán disminuyó la marcha y permitió que los viajeros saliesen para proseguir con la sesión fotográfica. El barco efectúa tantas paradas como sean necesarias para ‘congelar’ las mejores instantáneas. El fotógrafo oficial del barco, por un precio de 20 pesos, te fotografía aquí y allá, y te ofrece un DVD con las mejores ‘postales’ de la zona.

Los témpanos van adquiriendo mayor tamaño a medida que se acerca el Glaciar Upsala, máximo responsable de este espectáculo de hielos rotos. Son tantos los hielos ‘expulsados’ que nos impide acercarnos a esa lengua de hielo de 50 kilómetros de largo, diez de año y varios cientos de metros de espesor. Una pena. El barco haría un segundo intento más tarde.

Proseguimos en dirección hacia el Glaciar Spegazzini, pero antes llegó la mayor de las sorpresas. Los viajeros enmudecieron: un témpano enorme cerraba el camino. Era azul, de un azul imposible, cristalino, eléctrico, entre amatista y turquesa, más cercano a una piedra preciosa, a un cristal, que a un trozo de hielo convencional. Maravillados, giramos y giramos sobre esa masa, sin poder apartar la vista de este prodigio que acabada de girar sobre su propio eje, ayudado por el viento y las corrientes. Parece mentira. Es tan rato de ver. Quizá pese toneladas. ¿Cómo puede voltearse? Cosas de la ciencia. Sus colores nos indican su procedencia. Los de azul intenso denotan una gran antigüedad, al haber expulsado la inmensa presión el aire interior, lo que hace que el hielo refleje todos los colores excepto el azul. Tanto tiempo sumergido sobre las aguas gélidas del Argentino…

El motor echó a andar y, con sobresaltos constantes, se pasó por el Glaciar Seco. Una lengua de hielo que nunca llegará ya al lago. Su retroceso se lo impedirá. Un poco más allá, el glaciar Spegazzini, el más grandioso. 66 kilómetros de superficie, 25 de longitud y un frente que cubre una altura de 80 a 135 metros. El barco, y los otros dos que acompañan la travesía, jugaban a cruzarse para deleite de cualquier imagen. Era la forma de comprobar con tus propios ojos qué se trata del más elevado de todo el Parque Nacional de los Glaciares. Es sin duda el más encantador de todos. El frío invernal, aunque realmente estuviéramos en primavera, no impedía salir al exterior de la embarcación para deleitarse con esos picos de hielo. Soplaba con fuerza el viento helado que baja del huelo continental. Había que agacharse o guarecerse para no sufrir demasiado.

Un nuevo intento de acercarnos al Upsala, un glaciar que ha retrocedido en cincuenta años 9.5 kilómetros. ¿Por qué? A diferencia del Perito Moreno, que se apoya sobre un fondo de piedra, el Upsala es un glaciar con el frente flotante. Es decir, que toda la masa de sus dos paredes que dan al lago Argentino se apoya directamente sobre agua, lo que le confiere esa vida tan frágil. Segundo intento fallido. Eran tantos los trozos de hielo desprendidos que el acercamiento fue materialmente imposible. Una barrera natural de icebergs nos impedía el tránsito hacia sus pies. No hay que olvidar que estos témpanos pueden acabar de un plumazo con las aspiraciones de cualquier barco. Decepción fue la palabra más repetida en el interior del gran barco. Tan sólo pudimos contemplarlo a dos kilómetros de distancia.

A partir de ahí comenzó una verdadera odisea. Divertida, pero… no podíamos desembarcar en la bahía Onelli, en medio de un bosque encantado, otro de los millones que esconde la Patagonia. El viento era tan intenso que nos obligó a dar vueltas y más vueltas, durante cuatro largas horas, en círculo en medio del lago Argentino, esperando a que las rachas de aire jugaran a nuestro favor y desplazaran los iceberg para que el capitán encontrara un pasillo seguro para poner dirección al puerto. Estábamos ‘atrapados’ en el hielo. Un icerberg, y otro, y uno más allá. Cualquiera merecía una fotografía. La belleza aquí es más que superficial. No había nada más que hacer que dejarse cautivar por esas sensacionales percepciones. Y así lo hicimos, ajenas al frío que el viento y la marcha del barco inyectaba bajo la ropa. El clima no es fácil en toda la región. Cuando sopla el viento, lo hace en serio.

El capital sopesaba la ruta a seguir y la incertidumbre se hacía cada vez más visible entre los viajeros. Marcelo, uno de los guías del barco, no paraba de ofrecerme nuevas noticias, hasta que llegó la definitiva: salíamos. El capitán había encontrado al fin el corredor entre eso muro blanco. Pasamos muy, muy cerca, de esas moles de colores vivos, sorprendentes, imposibles, sin la distancia de seguridad aconsejada en estos casos. Se escuchan crujidos en la parte superior, no es recomendable acercarse. Son millones de toneladas de huelo que caen sobre el lago. Un sordo ruido de rupturas y derrumbes acompaña el movimiento de las masas de huelo que se descongelan y se desploman. A muy pocos metros de cada uno de esos colosos blancos, zarpaba el barco ya sin retorno. Tenés que venir para acá, como dirían los argentinos, y descubrirlo con tus propios ojos.

De regreso a Calafate comenzaría otra nueva aventura. Teníamos que darnos prisa para tomar el autocar que nos llevaría al Fitz Roy, a cuatro horas de distancia por la más pura estepa patagónica.

Por Mar Peláez

martes, 5 de diciembre de 2006

Los caprichos del hielo milenario



La aventura llegaría a la mañana siguiente. Las 7.00 era la hora marcada para iniciar esa experiencia única: ver y sentir de cerca el Perito Moreno, el más famoso de los glaciares de la Patagonia argentina, la verdadera esencia del Parque Nacional de los Glaciares, y vaya esencia. 70 kilómetros nos separaban de esa maravilla natural. Comenzamos el viaje por la orilla del Lago Argentino. Huella digital del huelo que hace miles de años cubría gran parte del planeta y moldeaba con su arrastre lentísimo la superficie terrestre. Después de atravesar una franja de estepas áridas, aparecen algunos bosquecitos de lengas torturadas por el viento. Y en medio de la nada, frente al Lago Argentino, nos encontramos con otro de los miles de tours que cada día se acercan a ese lugar. La única diferencia es que en él iba un José Bono (ex ministro de Defensa), extremadamente cordial y amistoso, que no reparó en fotografiarse con grupos enteros de españoles que requerían su presencia una y otra vez. Qué paciencia tuvo.

Al margen de anécdotas, la ilusión de Mariví y la mía, y la de los otros diez viajeros (catalanes ellos), se vio recompensada con la primera ojeada a esa maravilla de hielo. Curva, un recodo de camino más y ahí está. La llamada “curva de los suspiros”, la primera vista del glaciar. En esta oportunidad sólo hubo un expectante silencio como si nos hubiese quitado el aire. La primera visión de esta maravilla deslizante compensó cualquier esfuerzo. Expresar con palabras los miles de azules que encierra el hielo es tarea imposible. Por miles de fotografías que tomes, por cientos de documentales que hayas visionado previamente, por decenas de experiencias que te transmitan otros viajeros, nada es comparable con la realidad. Ese mar de hielo que se abre allá donde mires es difícil de definir. La impresión es la de estar en otro mundo, uno en donde no existen países y fronteras, sólo el mundo natural en toda su potencia. Se siente el aliento del aire helado de la región, y eso que no estaba presente el temible viento de la Patagonia, que llega a provocar dolor de oídos.

Bajaba los escalones en silencio, expectante por llegar al primer mirador del Perito Moreno por un paseo entablillado donde una placa te adentra en el Patrimonio de la Humanidad desde 1984. El frente del glaciar me esperaba. Allí dos atriles informativos explican los procesos glaciarios y la formación de este pedazo de hielo en movimiento. Esa misma mole viva que bramaba, que se resquebrajaba, lo que nos hacía girar la mirada de un lado a otro en busca del pedazo de hielo golpeando con fuerza el agua. No hubo suerte. Era sólo una rotura interna. Y de repente, algo tiembla en el muro azul, y una porción del frente del glaciar se desprende. Torres azules del tamaño de un edificio de veinte pisos se desploman con un sonido atronador que hace vibrar el suelo. Esa masa gigantesca de hielo flota en el agua, gira, se hunde y vuelve a emerger hasta encontrar una posición estable. Es ya un iceberg y va a iniciar su viaje a la deriva por el Lago Argentino. Ese sueño blanco estaba a sólo unos metros de mí.

Casi al alcance de la mano, un juego extraño de dimensiones y percepción para los sentidos. De colores imposibles. De azules eléctricos que se desvanecen con el movimiento de los rayos del sol. De blancos impolutos. De morrenas laterales y horizontales que enturbian ese albo perfecto y le confieren relieve. Por momentos, apacible, inmóvil, que congela la atmósfera y el tiempo. De repente, de nuevo, algún murmullo, un rugido que crece desde lo profundo, y… la sólida pared de setenta metros de hielo sucumbe a la presión, se desprende y derrumba, desgajándose con estrépito. Seguir con la vista el oleaje que forman o observar los casquetes transformados en misteriosos témpanos flotantes. Uno se queda ahí, apoyado en la barandilla, atónito, sin aliento, a la espera de un nuevo desprendimiento. Pasa el tiempo y no se puede dejar de mirar, tratando de intuir dónde será la próxima caída. Es inútil, su majestuosidad sobrecoge y atrapa sin predecirlo. Y pensar que sólo nuestra vista puede acceder al 25% de su grosor. El resto está sumergido en el agua helada.

Cada mirador ofrece una nueva perspectiva. Acepté el consejo del guía de dirigirme siempre a la derecha, escaleras abajo, para descansar. Dos miradores más aguardaban sorpresas de esta maravilla del mundo. El balcón intermedio es el mejor lugar para apreciar el sector norte del glaciar con una muy buena vista del canal de los Témpanos. Hacia la izquierda de este mirador se encuentra el segundo balcón, bien enfrente del glaciar. Lástima que el tercer balcón, el inferior, el más cercano al frente del glaciar, al que se accede tras descender 400 metros, estuviera en reparación.

No deja de sorprender. Sobre las pasarelas que se abren frente al Perito, en la Península de Magallanes, las horas pasan como si fueran minutos. Ni el frío, ni la lluvia intermitente, podían frenar las ganas de estar allí, siendo espectador de ese ruido ensordecedor que se prolonga en el tiempo. Las formas inverosímiles que adopta el hielo, esos picos que lo coronan, esa masa milenaria y su lengua que se desliza y que se pierde en el horizonte, con su frente de cinco kilómetros.

Había tiempo, así que retorne al punto inicial. Y por muchas veces que vuelvas a mirarlo, es como si fuera la primera vez. Marzo había sido el mes en que el Perito Moreno protagonizó su última estrepitosa ruptura hasta la fecha. A diferencia de los demás glaciares, ha exhibido importantes movimientos. Los gigantescos hielos que se desprenden del glaciar caen sobre el canal de los Témpanos. Es tal la cantidad de hielo que se acumula y se desliza hacia el lago que llega a ‘chocar’ con la Península de Magallanes y cerrar el paso al agua del lago. Cuando esto ocurre, se embalsan las aguas de los brazos Sur y Rico del lago Argentino, aumentando su nivel notablemente. La presión del agua hace que el hielo finalmente se rompa y se restablezca el desagüe a través del canal de los Témpanos. Eso pasa cada dos o tres años, así que habrá que volver. Otra de sus innumerables peculiaridades es que es el único que permanece en equilibrio, es decir, toda la masa de huelo que recibe de su cuenca de alimentación en invierno, la va perdiendo de forma gradual en su frente durante el verano. Por eso no retrocede, como lo hacen el resto de glaciares del mundo. ¿El cambio climático? Este glaciar bien se ha ganado el octavo lugar en las maravillas del mundo. Visión, en definitiva, impactante. Estuvimos dos horas allá de pasarela en pasarela por un camino entablado de un kilómetro. No nos hubiéramos ido nunca de allá si no fuera porque el minitreking nos esperaba.

Tomamos un barquito en el puerto Bajo las Sombras, que nos acercó lo máximo posible a la cara sur del glaciar. Navegamos 20 minutos aproximadamente absortos en las caprichosas formas, repliegues y tonalidades de las paredes de hielo de 60 metros de altura sobre el nivel del lago. De nuevo esa paleta de azules y blancos. Sin perder de vista ese privilegio, descendimos por una improvisada escalera de rocas y nos adentramos en un bosquecito de lengas y ñires, para luego llegar por la orilla del lago hasta el borde del hielo. En la playa atendimos una breve explicación sobre por qué se forma un glaciar a menos de 300 metros sobre el nivel del mar y con una temperatura no extrema. Para privilegio nuestro, es una de las pocas formación glaciarias del mundo que se originan a apenas a 1.500 metros sobre el nivel del mar y desciende hasta esos 300 metros, lo que posibilita un acceso y observación irrepetible, no como otros a los que se tiene que llegar tras un largo trekking.

Estaba a punto de cumplir uno de los sueños que me llevó a la Patagonia. Caminar por su gélida superficie que abarca 250 kilómetros cuadrados. Una manera única e irrepetible de sentir el hielo. Apto para todos. Los experimentados guías dividieron el grupo en minigrupos de doce personas y nos calzaron los pertinentes crampones para sujetarnos en ese terreno resbaladizo. Unas breves instrucciones y allí estaba, el glaciar bajo mis pies. La imaginación se despertó.

Emprendimos en fila de a uno el camino, descubriendo y explorando esa increíble extensión blanca. Innumerables grietas, sumideros, pequeñas lagunas y bloques de hielo fragmentados, forman un espacio indómito. Blancos destellantes, azules profundos, cristales de luz, grises de todas las tonalidades. Pequeñas cascadas por debajo nuestro, hilos de agua pura que invitan a beber a cada paso. Maravillados, continuamos, sin dar descanso a nuestras piernas y a nuestro asombro. Había pasado cerca de hora y media, y sin esfuerzo. Queríamos más, no nos resistíamos a que la experiencia acabara.

Sentir el hielo milenario sobre nuestros pies, ver las caprichosas formas que adopta el huelo, subir y bajar por colinas heladas, contemplar esas grietas que se abren hasta el infinito, esas cuevas, esas lagunas interiores, esos azules imposibles, que van desde el añil al celeste... Todo era hielo firme a nuestro alrededor. Atrás y adelante, el glaciar. Esos fragmentos cristalitos punzantes que crujían a cada paso. Ver y, sobre todo, escuchar cómo se resquebraja el hielo y golpea con dureza el agua es todo un espectáculo que hay que verlo, como girar la vista, en el punto más alto, sobre nuestros pasos para ver el camino.

Aunque parezca impertérrito, el Perito Moreno se desliza cada día un metro y medio en su centro y 40 centímetros en sus costados, cambiando su fisonomía día a día y obligando a los guías a modificar su recorrido periódicamente. De ahí que sean ellos los guardianes de nuestros pasos. Imposible caminar por libre. No pierden detalles de nuestros movimientos. El riesgo de caer por grietas imposibles hace aconsejable seguir sus instrucciones.

Queríamos continuar, pero los guías nos indicaron el camino de vuelta. Nos quedamos con ganas de más. Al final del recorrido, una dulce sorpresa: bombones, whisky y hielo picado al instante para brindar por nuestra pequeña travesía glaciar... ¡y por el Perito Moreno! Inolvidable. La experiencia no sólo es única, sino muy divertida. Pero ahora, cómo explicar esa maravilla. Las imágenes grabadas en la cámara son sólo un pálido reflejo de las que mi mente guardará para siempre.

Al regreso, se utiliza una senda alternativa a través del bosque, lo que permite obtener una panorámica diferente del glaciar. Al llegar al refugio, sólo queda descansar la vista en esa mole de hielo y aguardar a que llegue el barco. Algunas recomendaciones: usar botas de trekking, llevar guantes y gafas de sol.

Con ese regalo para la vista y casi sin palabras para describir la emoción de estar donde quería en el momento exacto, llegamos al hostel para tomar fuerzas y empezar el día siguiente con las mismas ganas de descubrir qué paraíso mayor puede esconder esta Patagonia.

Por Mar Peláez

lunes, 4 de diciembre de 2006

En las nubes andinas

Hora y media de viaje por las nubes, ‘sorteando’ los Andes, desde Bariloche a Calafate. Segunda vez en mi vida que cruzo los andes argentino-chilenos en mi vida. Y no por repetido, deja de sorprender ver desde la ventanilla del avión esas formas imposibles de montañas cubiertas de nieve perpetua. Apreciar esa grandiosidad es un lujo del que no te quieres despedir nunca. Pero Calafate estaba cerca. El personal que trabaja en el Hostel América del Sur nos 'abrazó' y no dejó de hacerlo durante toda nuestra estancia. No hacía falta más que pedir por esa boquita y los chicos nos facilitaban todas las opciones. Reservamos con ellos (el precio es idéntico lo organices donde lo organices) la excursión del minitreking por encima del Glaciar Perito Moreno y el tour Todo Glaciares. Ambas excursiones de día completo. El retraso del avión nos impidió aprovechar la tarde, así que no tuvimos más remedio que dedicarla a pasear por este pueblo 'inventado' para el turismo, de calles amplias y tiendas a un lado y otro de su única avenida. Sólo una parada meritoria: el mercado de los artesanos. El hecho de estar muy al Sur, hace que amanezca sobre las 4 de la mañana y anochezca a partir de las once de la noche. Toda una jornada.

Por Mar Peláez

domingo, 3 de diciembre de 2006

Tras los pasos del Ché


Tras los pasos del Ché. De nuevo sobre el Lago Nahuel Huapi íbamos a emprender una de las etapas que el propio Fuser, como le llamaban en esa época a Furibundo Guevara Serna, recorrió en su periplo por la Patagonia de camino a la frontera de Chile. Y cómo a él, fue el Modesta Victoria la embarcación que nos llevó por el brazo Blest, pasando por el islote Centinela, donde descansan los restos del Perito Moreno, y bajo la influencia del imponente Tronador. Las sirenas del barco sonaron en señal profundo respeto al más importante viajero argentino a las regiones patagónicas. Encajado entre costas rocosas y macizos montañosos, tupidos de frondosos bosques, y coronados con el manto blanco de la nieve, el viaje discurría con sorpresas aquí y allá. Cascadas que se precipitaban sin orden sobre el lago o rayos de sol que se estrellaban sobre el agua, aguas transparentes de glaciares milenarios que permitían admirar en su reflejo una secuencia permanente de sorpresas paisajísticas. El contraste de colores hacía el resto.

60 kilómetros en línea recta desde Bariloche hasta Puerto Blest. Atrás habíamos dejado, en apenas dos horas de navegación, una de las zonas más desérticas de la región (400 mm anuales) para llegar a uno de los parajes más lluviosos de la Patagonia (4.000 mm anuales). O eso dicen, porque el cielo en esa ocasión estaba totalmente limpio y nada hacía prever su gran pluviosidad. Llegamos así a Puerto Blest, la entrada a la Selva Valdiviana, ya muy cerca de la frontera con Chile. Y otra sorpresa. Un río que corría a descansar al lago Nahuel Huapi llevando un color lechoso que le tiñe de un verde esmeralda perfecto. Procedía de la Laguna Frías que sólo a tres kilómetros se abría para deleite de los viajeros. Un autocar, tan antiguo como colorido, esperaba a los turistas para recorrer esa distancia. Allí estaba; todo verdor, todo misterio. ¿Cómo puede el agua cobrar ese color indescriptible?

Una vez más, un catamarán navegaba hasta Puerto Alegre, desde el que tener un vista muy clara del Tronador, ese volcán extinto famoso por el ‘atronador’ ruido que producen las avalanchas de hielo en inverno. Sólo quedaba deshacer el camino y volver a sentir la presencia de esas paredes rocosas que abrazan la Laguna Frías. Ya en Puerto Blest se ofrecen dos opciones: bien atravesar en barco el lago o sumergirse en la Selva Valdiviana. Preferimos adentrarnos en la espesura, siempre verde, del único bosque templado lluvioso de América del Sur. ¿Vive gente? Ahora no; a comienzos del pasado siglo era la sede de Correos Argentinos.

A pie, por un sendero de imposible pérdida, caminamos bajo las copas de unos árboles de gran tamaño. Coihues, que superan los 40 metros de altura y cuyo diámetro de tronco alcanza los dos metros. O los alerces, con ejemplares que pueden llegar a medir 60 m de altura, tres metros de diámetro, y que sobrepasan los 3.000 años. Nos detuvimos a sentir muy de cerca la energía que desprenden esas majestuosos especies.

Coihues y Alerces se alternan con arbustos más bajos donde se enlazan lianas y enredaderas. Todo cubierto perfectamente por una atmósfera húmeda, que permite el desarrollo de hierbas, líquenes, helechos, musgos y hongos. Pero ¿sabes dónde queda el Norte? Un cartel nos da la clave. ‘Los líquenes y el musgo necesitan mucha humedad para vivir, por lo que se ubican en el lado que reciben menos el sol, que es el orientado al Sur. La parte más seca y pelada del tronco, por tanto, nos indica el Norte’. ¿Sorprendente, no? Estamos en el hemisferio Sur. El musgo en los árboles y piedras aislados no se encuentra en el Norte, sino en el Sur. A lo largo del camino, nos acompañaba el melodioso e inconfundible canto de una pequeña ave local, el chucao, además del aleteo de las alas de las mariposas y del de insectos varios.

El destino final sería la Laguna de los Cántaros, pero antes había que detenerse en los rincones más bellos de esta selva que, pese a no poder competir ni mucho menos con la Amazonía, sí permite gozar de un primer contacto con esta exhuberancia de vegetación. Puentes balanceantes sobre ríos cargados de fuerza, árboles curiosamente cortados para hacer de la caminata un paseo de niños, saltos de agua y cascadas… Un camino escalonado asciende unos 600 metros para descubrir la Laguna, de un azul destellante, que atrae la mirada durante largos minutos. Pero, como el viaje es organizado, como casi todo en la Patagonia, la vista tiene que apartarse para recorrer el camino de vuelta hacia el barco que nos depositaría en Puerto Pañuelo para llegar a Bariloche.

Nos quedaban horas para disfrutar del ‘pueblo, como cariñosamente le llaman sus vecinos. Cada época del año tiene su vida propia: el invierno vertiginoso del esquí, los egresados que arriban en mayo o junio. Las cañas y anzuelos que llegan por noviembre, los largos y cálidos días del verano, o las chocolatinerías atestadas de Semana Santa, van marcando épocas y ritmos en la vida de los pobladores. Qué lástima que en invierno el termómetro se desplome más allá de los 25 grados bajo cero. De no ser así, sería un lugar perfecto para descansar largas temporadas.

Sorprende la plaza principal de Bariloche. Sus edificaciones construidas a base de piedra toba extraída de los cerros colindantes y madera de ciprés y alerce, con techado de pizarra a dos aguas, le dan una fisonomía muy especial. De hecho, es Monumento Nacional. La parte noble la ocupa el centro cívico, en el que funcionan los principales organismos oficiales, coronado en su torre con un reloj, que marca la hora con campanadas. Posee un sistema de imágenes históricas que resume la evolución del doblamiento y que aparecen diariamente a las 18.00 horas y a las 24.00 horas.

En el centro de la plaza se encuentra el monumento a Julio A. Roca, con pintadas que denotan el poco agrado que a sus convecinos le evoca este político y militar argentino, presidente de Argentina en dos oportunidades, al que se acusa de la muerte de miles de mapuches, de familias despedazadas, de venganzas y represalias, de haciendas desperdigadas, de vejaciones a tribus amigas. En fin, todo un personaje. Alrededor se ubican edificios, perfectamente conservados, que albergan a la Policía, ex Correo un museo, una biblioteca. Es el lugar de reunión de pobladores y de turistas, pero también de dueños de san bernardos, deseosos de que cualquiera, por unas monedas, acepte fotografiarse con ese perro de rescate tan bonachón como imponente.

En la arteria principal, la calle Mitre, la más pintoresca, todo son locales, galerías comerciales, confiterías, restaurantes, agencias de viajes o de alquileres de coches…, cibers, quioscos… Un deleite para los turistas con afanes consumistas. Es en definitiva un buen lugar donde se cita el turismo nacional y el internacional, Los chocolates regionales son el souvenir más preciado para todos los turistas, existen innumerables variedades y en algunos comercios la fabricación es a la vista. Pero no había que dejarse sucumbir por ese olor a chocolate que envolvía la atmósfera; mejor dedicarse a curiosear.

Por Mar Peláez

sábado, 2 de diciembre de 2006

Por los siete lagos


El día nos iba a ofrecer en Bariloche uno de los paseos más bellos del país: El camino de los Siete Lagos, de majestuosos lagos de dimensiones considerables pero escasa profundidad. Y deslumbra. Y lo hace por los sucesivos paisajes que se abren a izquierda y derecha de la carretera. Es primavera y la naturaleza revive y florece como un milagro que ha estado oculto bajo la nieve. El bosque despierta lleno de colores, toda la belleza del paisaje de bosques y lagos está allí, esperando, enmarcada en el camino que enlaza Villa La Angostura con San Martín de los Andes. 400 kilómetros, la gran mayoría de ripio, de ida y vuelta, a caballo entre el Parque Nacional Nahuel Huapi y el de Lanín.

Guiados por la locución inagotable de Juan Carlos, emprendimos viaje atravesando el espectacular Nahuel Huapi. Sin perder de vista la estampa que deja este gran lago, aparece Villa La Angostura, una aldea típica de montaña tan agradable como turística. Pero lo que realmente ofrece el recorrido es naturaleza. Siguiendo la ruta, rasgan el horizonte los dos primeros lagos. Son el Correntoso, ideal para la pesca de truchas -y qué truchas-, y el Espejo, que hace honor a su nombre por la transparencia de sus aguas. Desde el perfectamente ubicado mirador panorámico se tiene la posibilidad de deleitarse con el azul de unas aguas que contrasta con la tupida vegetación que le abriga, montañas imponentes, el naranja de algunas flores y toda una paleta de colores que brinda esta naturaleza salvaje. No hay duda. La contaminación en esta latitud es inexistente. Así lo indican los termómetros del bosque, ‘las barbas del diablo’, una especie de musgo verde claro que se adosa a los árboles. Y está todo lleno.

Pero existe otro componente que dota a la región de una riqueza sin igual: la presencia de sus pobladores primitivos, forjadores indiscutibles de gran parte de su historia, su cultura e identidad. Son los mapuches que llegaron del Sur de Chile huyendo del miedo a que los españoles les utilizaran como esclavos. Se asentaron en ese lugar antes también de que las tierras se convirtieran en Parque Nacional. La familia Quintupuray, desde su Hostería de los Siete Lagos, ofrece a todo aquel que se detiene unas tortas fritas. No hay constancia de su historia real, ya que la lengua mapuche no tiene lengua, se basa única y exclusivamente en la fonética, lo que dificulta reconstruir sus pasos. Hoy es un pueblo que para muchos argentinos resulta conflictivo. Lástima que en un viaje de estas características, netamente turístico, sea imposible conocer el trasfondo de esta realidad.

La ruta avanza en su tramo más solitario y más auténtico hasta Traful. Las laderas que rodean el camino están pobladas por un espeso y mágico bosque milenario de coihues (árbol de lugar de agua) que compiten en altura. Las obras emprendidas para arreglar el ‘carretero’ en ese tramo harán más cómodo el viaje, pero perderá en encanto y hará retroceder por el impacto sonoro, aún más, a todas esas 60 especies de aves que habitan este territorio. Como el Tero-tero, que rompe el silencio con su singular canto.

Siguiendo el itinerario, después de cruzar el puente sobre el río, el camino asciende por el bosque en una cuesta pronunciada. Unos cinco kilómetros más adelante se pasa a la derecha del pequeño Lago Escondido, que también hace honor a su calificativo. A esta altura el camino ingresa en los valles de los Lagos Villarino y Falkner, separados por un angosto istmo, convirtiéndolos en los más hermosos de este trayecto. El camino permite ver el Lago Villarino desde la altura, luego desciende por el istmo y cruza el río hasta depositar a unos expectantes viajeros a los pies del lago Falkner. Es el paraíso de los pescadores; también de cualquier persona que disfrute de la naturaleza. ¡Cómo no hacerlo en ese lugar, en ese lago, en ese bosquecito!

El camino transita ahora por un amplio valle repleto de chacras, o lo que es lo mismo, de huertas. Desde allí es fácil percatarse de que el cordón patagónico está recubierto de bosque hasta una línea imaginaria. Las lengas viven hasta los 1.800 metros; después, sólo montaña pelada. Al poco, se encuentra el ingreso al Parque Nacional Lanín, por un amplio portal de troncos que divide ambos Parques Nacionales. Y… se abre ante los ojos del viajero el amplio valle del Lago Hermoso, el coto de caza más grande de ciervos colorados. Para culminar el paseo por los lagos quedaba el Machónico (agua de brujas) y, por supuesto, el transparente Lago Lácar, que envuelve San Martín de los Andes y cobija el suave aleteo de los patos. La playa de San Martín es un buen lugar para dejar correr el tiempo, para saborear los recuerdos aún frescos en la retina, para disfrutar de un entorno agradable, de paz y con la música del bosque aún resonando.

A estas alturas, conozco el significado de leyenda de la palabra Patagonia: “Territorio de los pies grandes”. Los antiguos aborígenes, al ser nómadas, tenían que abrigarse los pies con cueros de animales, asemejando a las ‘botas’ de los potros. Al desembarcar los españoles en ese territorio, tan sólo encontraban huellas de gran tamaño. Creían que eran corpulentos, cuando la realidad era bien distinta: “retacones” y bajos, según comenta el incansable y el didáctico guía. Los españoles también introdujeron en la zona las ovejas y los caballos para que compartieran terreno con los autóctonos guanacos.

Llegaba el momento de despedirse de San Martín de los Andes y de retornar a Bariloche por una ruta más corta (unos 160 kilómetros). El regreso no tiene desperdicio. En medio del camino se alza el magnífico Paso Córdoba, entre quebradas y cañadones de extraordinaria belleza, modelados por la lluvia y los vientos. Por un zigzagueante ascenso se culmina en un punto panorámico de privilegio en el que contemplar las formas caprichosas que puedan adquirir unas montañas, como si de plastilina se tratara. Una ciudad encantada al estilo de Cuenca.

Y, concluyó el viaje. Observando que ningún ‘sombrero’ en forma de nubes cubría el Tronador lo que indicaba que al día siguiente tendríamos un día magnífico en nuestro recorrido hacia Puerto Blest. Y así fue.

Por Mar Peláez

viernes, 1 de diciembre de 2006

Vuelo rasante de los cóndores


En el kilómetro 17 de la ya consabida ruta de Bariloche hacia el Llao Llao se encuentra la entrada de acceso a la aerosilla que traslada al visitante hasta el Cerro Campanario, a 1.050 metros de altitud. Las imágenes son inmejorables. La vista se cruza a cada instante con una postal exclusiva. Es el mejor resumen de una de las más bellas escenas que esconde Bariloche. Ver desde lo alto los lagos Nahuel Huapi y el Perito Moreno, o los otros 15 lagos…, la laguna El Trébol, las penínsulas San Pedro y Llao Llao, la isla Victoria, los cerros Otto, López, Goye, Catedral, Capilla y el maravilloso entorno cordillerano de la ciudad de San Carlos de Bariloche… fascina a todo aquel que tiene la oportunidad de estar en este paraíso. No hay rincón que no sorprenda. Agua y más agua, montañas y más montañas. Y en medio, todo vegetación tupida. Cómo explicar la sensación de ver esa ingente cantidad de montañas nevadas recostadas sobre infinidad de lagos azules, verdes esmeraldas... El viento huracanado que, en ocasiones, hacía imposible mantener la verticalidad, no lograba deslucir la panorámica indescriptible de este rincón patagónico. Paradisíaco lugar. De esos para quedarse una larga temporada para deleite de la vista y de los pulmones. Tan verde, tan limpio, tan natural... Y para entrar en calor nada mejor que degustar una de las tartas que tanto caracterizan a esta pequeña localidad desde la repostería que preside el cerro. De regreso a la carretera, una vez más, a esperar al ómnibus 20 para llegar al centro de Bariloche y a aguardar pacientemente el comienzo de la excursión más especial: una típica estancia patagónica.

La elegida fue la estancia El Desafío del Cerro la Buitrera y no nos equivocamos. En el ómnibus de Gustavo, nuestro admirable guía, partimos de Bariloche y en pocos kilómetros el paisaje había cambiado. La zona de bosques ha desaparecido y la estepa más dura vuelve a instalarse en nuestras retinas. Pero a la hora y media de camino, y tras recorrer unos escasos 25 kilómetros, la vista se topa con un imponente paredón de piedra toba a semejanza de un auténtico castillo a 1.477 metros de altitud. Es el perfecto hábitat natural de más de 200 cóndores andinos censados. Esta especie majestuosa ha establecido sus dormitorios en las cuevas formadas por la erosión, y el mirador se convierte en lugar privilegiado para observar de cerca esta magnífica ave en su ambiente natural y compartir un momento de sus vidas.

Al llegar al casco de la estancia de 5.000 hectáreas y repoblada recientemente con pinos, Andrés recibe al visitante con una amabilidad inusual y muestra con detalle sus rústicas e interesantes instalaciones. El grupo se divide. Los diez amigos israelitas prosiguen el camino a lomos de experimentados caballos por el camino pedregoso que conduce al mirador. Nosotras, junto a una pareja navarra y su hijo Julen de 11 años, seguimos sus pasos, pero en el minibús. Bordeando el cañadón surge un balcón desde el que contemplar los paredones donde se encuentran los escarpados apostaderos (las llamadas condoreras) a un lado y, hacia el otro, la inmensidad de la estepa que desciende escalonadamente hacia el Este. La vista: realmente inusual e impactante. Sobre todo porque es uno de los pocos lugares de Argentina que ofrece la posibilidad de apreciar a esos magníficos animales desde muy cerca.

La parada coincidía con el atardecer, el horario en el que regresan los cóndores, lo que permitió contemplar el extraordinario espectáculo de verlos llegar volando con sus alas extendidas. Regresaban, después de haber permanecido desde muy temprano fuera de sus hogares en busca de zonas de alimentación en las planicies de la estepa. Tras hora y media de contemplación, y de continuas explicaciones, proseguimos, esta vez a caballo, por un extenso bosque de lengas milenarias, en compañía de Raúl, un hombre autóctono de una belleza difícil de mirar. Las últimas luces del sol dibujaban una arboleda muy seductora. Un lugar donde dejarse perder.

Después de dos horas de cabalgata, a lomos de ‘Chupete’, un exquisito asado nos estaba esperando para la cena. Alrededor de la mesa tuvimos tiempo de compartir un grato momento con la pareja española y con nuestros amables anfitriones. La cristalera de la estancia se abría al mismísimo paredón y permitía admirar el vuelo rasante de los últimos cóndores del día. Se ponía fin así a una experiencia distinta y de aventura en un paisaje increíble y natural. Compaginar en un solo día cabalgata, asado y avistaje de cóndores, con una plática de lo más didáctica con Gustavo, Andrés, Raúl y la familia navarra, hizo de la excursión un inolvidable e imponente momento.

Aún tuvimos tiempo, al regreso a Bariloche, de acercarnos a las maras que huían con miedo de los focos del minibús, y de detenernos sobre el puente de madera que cruza el río Limay y escuchar, en pleno silencio, el rugir del agua.

Por Mar Peláez