Viajar, viajar y viajar

Viajar, viajar y viajar. Si compartes esta pasión, aquí hay una muestra de algunos de esos rincones que aparecen en las guías de viajes, pero también de otros que se muestran ocultos a nuestros ojos. Bienvenido...

viernes, 30 de septiembre de 2005

Pesadilla en Calcuta


Ya sólo estábamos cuatro y las cuatro nos dirigimos hacia la Mother House donde habíamos quedado con otros voluntarios para asistir a la inauguración de ‘Un ladrillo en Calcuta’, un proyecto impulsado por un grupo de españoles que consistía en la construcción de un hogar para niños de la calle. Estaba lejos y tuvimos que lidiar una vez más con la congestión de un tráfico irrespirable. Lo pasé mal. Ahora sé perfectamente lo que es la contaminación exagerada y la dificultad para respirar. No pude disfrutar del acto inaugural porque la fiebre iba subiendo y lo único que quería era dormir. Mariví yo decidimos en aquel mismo lugar que teníamos que huir de Calcuta. Nuestro destino sería Darjeeling, y Alicia se sumó a nosotras. El regreso al hotel fue una auténtica pesadilla. Me encontraba tan mal que me pasé todo el viaje durmiendo, ajena al humo, a los pitidos y a los constantes acelerones y frenazos.

No fui la única en caer enferma en Calcuta. De hecho, una de las conversaciones más frecuentes con los voluntarios se centraba en la salud. Hubo quienes cogieron la malaria, otros el dengue, y quienes menos una diarrea severa. Los peores tuvieron que estar hospitalizados en alguno de los centros privados, porque los públicos no superaban ningún tipo de medida higiénica. Mi día transcurrió durmiendo. Era lo único que me permitía los 39 grados de temperatura. Quizá era la alerta de mi cuerpo a tanta miseria humana.

Me desperté mejor, pero no con las suficientes fuerzas como para ir a trabajar a los centros. Algo parecido le ocurrió a Mariví. Alicia y Olga, en cambio, sí estaban en condiciones. Cuando regresaron nos fuimos a comer y a buscar el billete para Darjeeling. No resultó fácil porque la fiesta de la Durga Puja, la más famosa de Calcuta, motivaba un sinfín de desplazamientos de los indios. Al final, logramos plaza en segunda clase con aire acondicionado para las cuatro por algo más de 20 euros. La tarde la dediqué a enviar e-mail en uno de los incontables ciber que existen en Sudder y aledaños. Además, una llamada de teléfono de unos diez minutos a España tan sólo cuesta dos euros. Una auténtica ganga. Mariví estaba enferma, Alicia tenía las fuerzas justas y sólo Olga parecía haberse salvado de los problemas gastrointestinales y febriles.

Por Mar Peláez

jueves, 29 de septiembre de 2005

Calcuta respira


Otro día más en la agobiante, asfixiante, desquiciante Calcuta. Pero esta vez, con sorpresa: la ciudad era un pantano. El agua del monzón cubría las calles y era imposible andar por ellas sin mojarse hasta las rodillas. Entendí en ese preciso momento lo que se siente cuando en el telediario muestran una ciudad totalmente inundada.

Era agua putrefacta, marrón, maloliente, densa, caliente. Sólo es necesario hacer un ejercicio de imaginación y visualizar el estado de las calles en un día corriente para darse cuenta de lo podrido de la escena. Basura esparcida por cualquier rincón, desperdicios orgánicos o inorgánicos que sirven de comida a los perros, a los cuervos o a cualquier ser vivo carroñero. No hay papeleras en toda la ciudad y los indios están acostumbrados a tirar todo, absolutamente todo, al suelo. Y, claro, cuando llega la lluvia, algo habitual de mayo a octubre, esa mierda se confunde en el agua. La obligación de andar cubierto hasta las rodillas, por calles llenas de baches y bocas de alcantarillas abiertas, contribuye a aumentar los problemas de salud. El agua de la urbe está contaminada y las enfermedades gástricas son endémicas. Además, las autoridades son incapaces de mantener limpia la ciudad; las calles están llenas de basura y los vertederos repletos y esparcidos.

Las risas sonoras mitigaban la repugnancia que producía cada vez que algo, no se sabe qué, se enredaba en los pies. Y así a cada paso. Era preciso andar muy despacio, ya que las calles no eran demasiado uniformes y resultaba muy fácil ceder a un tropezón. Ir de un lado a otro era tarea ardua. Pero más arduo es vivir en la calle en esas condiciones. Ver cómo la gente se las ingenia para no perder sus ínfimas pertenencias en cada riada.

Era jueves, día en que cierran los centros de la Fundación, por lo que decidimos adentrarnos en la ciudad y hacer algo de turismo. Pero antes, otra sorpresa. La urbe entera había enmudecido. Las calles estaban vacías, ni un solo coche circulaba por ellas, ni siquiera los rickshaws. Estaban de huelga. Día sin coche, día sin ruido, día sin polución. Una maravilla. Después de lavarnos los pies en una de las fuentes callejeras nos encontramos con el hotel más caro de Calcuta, el Overoi, y a sus pies tomamos dos taxis. El hecho de que estuvieran de huelga nos obligó a pagar una suma de dinero más elevada de lo habitual, pero quien algo quiere… El hombre se arriesgaba a que le parasen los piquetes y le obligaran a detenerse.

Nos dirigimos hacia el Norte de la ciudad, dirección al templo jainista de Parasnath. La puerta estaba cerrada, pero fue el propio guardés del centro quien nos ofreció entrar por 30 rupias, y aprovechamos la oportunidad. Se trataba de un grupo de templos emplazados alrededor de un jardín ornamentado con estanques llenos de carpas y estatuas neoclásicas de mármol y de alabastro. El templo principal estaba coronado por una cúpula, y en su interior todo era ostentación. La imagen central estaba rodeada de rebuscadas obras de mármol, cristales, espejos, lámparas, objetos de plata.

De allí nos fuimos al templo de Kalighat, el más importante de Kolkata, situado a cinco kilómetros del centro. Las vacías calles eran utilizadas por grandes y mayores para jugar el críquet, para pasear o simplemente para estar en medio de ellas. El taxi nos dejó a varios metros del templo y tuvimos tiempo de nuevo de ver la cara de la pobreza. Hombres, mujeres y niños sentados en el suelo, en forma de hilera, esperando unas monedas en su recipiente bajo y redondo. Perros callejeros olisqueando, mujeres quitando los piojos a sus hijos y vendedores ambulantes por todos lados.

Por un laberinto de calles inundadas de puestos con artículos de dioses de toda clase, destinado a los peregrinos, llegamos al sencillo templo dedicado a Kali, la diosa negra. El centro está abierto a todas las horas y siempre bulle de actividad. El suelo estaba mojado, con restos de sangre, y la idea de descalzarnos no nos parecía oportuna, más si se tiene en cuenta que la sala donde se reúnen los fieles se utiliza para sacrificar ahora cabras y antes a seres humanos para apaciguar a la diosa de la fertilidad.

Pero a mí lo que me seguía causando mayor impresión eran las caras alegres de esos niños de la calle que se ven obligados a trabajar durante ocho, quizá diez horas, mendigando en compañía de sus madres. Lo mimo que los ojos alegres, la mirada penetrante y la sonrisa sincera de esa preciosa niña que jugaba con su hermana desnudita en plena calle. La madre y las dos niñas se ofrecieron a posar para nosotros y eso tuvo su recompensa en forma de un pequeño billete. A fin de cuentas nosotros queríamos su rostro y ellas unas monedas. Eran mis ‘modelos’.

De nuevo en el taxi nos dirigimos a otro templo, al de Shiva. Esta vez junto al río Ganges, donde un puñado de hombres, mujeres y niños rebuscaba en los desperdicios que se amontonaban en la orilla. Es su forma de vida, cada día la misma historia. En la calle causamos sensación. No en vano, éramos un grupo de turistas en pleno barrio marginal. Nos hicieron corro, querían salir en nuestras fotografías y posaban sonrientes. Daba igual las edades: niños arremolinados entorno a nuestras cámaras para verse, quizá por primera vez, retratados; hombres que adoptaban una postura seria para ser fotografiados, y mujeres de nuevo esquivas con los flashes. Permanecimos largo rato con toda esa gente, gesticulando para ser entendidos, ya que el dialecto bengalí se nos seguía resistiendo. Con unos coloridos collares de flores abandonamos la escena para encontrarnos otra más impactante. Ya en el taxi recorrimos las columnas de chabolas de cartón, madera o chapas onduladas, que se abrían a ambos lados de la carretera y atravesamos por debajo de un puente. No hubiera sido novedoso si no hubiésemos comprobado como aquel lugar inhóspito se había convertido en el hogar de cientos de personas, que buscaban su hueco al amparo de un sotechado. No daba crédito ¿cómo pueden vivir allí tantas personas? Llovía y muchos eran los que permanecían bajo los camiones para resguardarse del agua. Tras ese interminable barrio de chabolas, se abrió una calle amplia con edificios coloniales, una vez grandiosos y ahora podridos exponentes de la decadencia imperial.

Después de recorrer de Norte a Sur la ciudad ya entiendo porqué no figura en los itinerarios turísticos. Calcuta no es una ciudad para el visitante de un día, el que busca palacios con tules y tiendas de recuerdos en serie. Tampoco para el pusilánime ni para el que cierra los ojos a toda realidad. El viajero experimentado descubrirá que por encima de esos edificios se esconde una ciudad que late, vibra y lucha por el triunfo de la vida. Calcuta conmueve. Y lo hace porque la miseria se quintuplica. Son tales las imágenes impactantes que se ven a cada paso que el corazón se encoge y se extiende con sólo tener los ojos bien abiertos.
Con todas esas emociones llegamos a Sudder Street. Era el último día de estancia de Pedro e hicimos algo de balance de nuestro viaje en la terraza del hotel. Nos acompañaban en esa tarea las dos enfermeras alicantinas, Elia y Elena, además de la catalana Montse y la burgalesa Marisa.

Por Mar Peláez

miércoles, 28 de septiembre de 2005

Manos solidarias


Calcuta no duerme, y nosotras tampoco mucho. Los graznidos de los cuervos rasgan el cielo amarillento de los monzones, tanto que me hacen sorprendentemente valorar el ruido de las palomas. A las 6.30 el despertador se encargó de avisarnos de que nuestro primer día en los centros de la Fundación había comenzado. Las cuatro anduvimos, junto a Marisa y Montse, las veteranas voluntarias, por esa larga calle a la que es difícil acostumbrarse para llegar al Sishu Bhavan.

Cientos de rickshaws apostados en medio de la calzada esperando a un cliente que no llega. Muebles antiguos reposando en las aceras levantadas, mientras trabajadores lavan en plena calle los taxis colocados en hilera. Y comienza la rueda. Hombres y niños se adecentan en los lavaderos públicos, con jabón hasta los ojos, o se lavan los dientes con esos característicos palos. Otros enjabonan su ropa y la frotan sobre el asfalto, ajenos a la basura que se arremolina en cada rincón. Hombres, en su mayoría con sus dottis -especie de faldas tipo mantel de cuadros-, deambulando de un lado para otro, bajo la ropa tendida en plena calle. Ancianos, ultimando sus horas de sueño, afeitándose o leyendo las hojas de un periódico, como cada mañana, pegado en una de las paredes. Niños trabajando a pleno sol. Gente preparando el desayuno en amplias perolas al aire libre o gente que simplemente vive o sobrevive. Musulmanes en dirección a su mezquita a la llamada del mullaidín. Comerciantes con la esperanza de que alguien repare en su diminuto negocio o en su puesto callejero, tan numerosos en Calcuta que es imposible que hagan caja. Tan pronto venden ollas, como patatas fritas, refrescos, pasta de dientes, papel higiénico o el característico tabaco de mascar. Son unos auténticos ultramarinos. Y qué decir de los carniceros que exhiben a la intemperie su mejor género: carne amarillenta y maloliente con moscas a su alrededor, que apenas puede superar el rigor de las altas temperaturas. Apetecible, ¿verdad? Gallinas vivas en enanas jaulas. Y más carne. Y peor olor. Y a dos pasos, vertederos públicos de grandes dimensiones, perros callejeros compitiendo con los cuervos por un puñado de desperdicios putrefactos y, entre toda esta inmundicia, indios rebuscando entre esa mierda. Y otra vez ese olor, y otra vez ese caos. Sólo el colorido de la fruta que adornan las calles sirve para relajar la vista. Pero, ¿dónde están las mujeres?

Antes de cruzar la puerta del Sishu Bhavan tuvimos que sortear a las familias enteras, con bebés casi recién nacidos, que se desperezaban en medio de la acera después de haber pasado la noche a la intemperie. Otra más. Estas mismas familias que nos reclamaban constantemente esas botellas de agua mineral, para nosotras basura y para ellas una fuente de ingresos.
A partir de las 7 de la mañana siempre hay té caliente, plátanos y algo de pan para todos los voluntarios. La encantadora Sor Karina, una sister mexicana de Aguascalientes que lleva 12 años en Calcuta, fue la encargada de convidarnos a quedarnos en el área de niños handicap, porque era allí donde más manos se requerían. Casi la totalidad de los centros están abiertos plenamente a los voluntarios de todos los países, sin restricciones de credos, raza, sexo, edad, ni tiempo de permanencia. Tampoco se requiere ninguna preparación especial, por lo que las preferencias cuentan. Alicia y yo nos quedamos en ese centro. Mariví y Olga, en cambio, optaron por ir con otro grupo de voluntarios a Prem Dam (regalo de amor), un hospital para hombres y mujeres. Lo recomendable es dejarse llevar, al menos la primera vez, por algún otro voluntario que conozca el lugar, ya que en algún caso puede resultar un poco laberíntico el recorrido.

Al principio te sientes perdida, impactada, y son muchas las preguntas que te planteas. La primera: ¿Qué puedo aportar yo a esos niños con discapacidades físicas y psíquicas? Los había con ceguera, problemas derivados de la polio, síndrome de down, deformaciones imposibles, pero también con desnutrición severa, cuyos padres han preferido dejar a sus hijos en manos de las hermanas hasta que adquieran un estado nutricional adecuado. El centro estaba limpio, mucho más limpio que cualquier rincón de Calcuta. Es un lugar que ofrece una tregua a la suciedad de la ciudad.

¿Por dónde empezar? Lo primero hacer las camas de esos agradecidos niños y a continuación darles masajes en sus anquilosados cuerpos sobre unas colchonetas. En esta zona existe una buena organización en lo que se refiere al estudio evolutivo de sus residentes, y cada cual tiene su book, indicando cuáles son los ejercicios que más les conviene. El primer día había bastantes voluntarios, cada uno con un niño o niña, por lo que Alicia y yo nos tuvimos que conformar casi todo el tiempo con mirar y aprender de los demás. Pocas fueron las indicaciones que nos dieron las voluntarias y ninguna las ‘masis’, las indias contratadas para cuidar a esos niños y que no saben ni una palabra de inglés. La única opción era observar. Me sentía inútil, así que aproveché para jugar con los niños menos problemáticos. A las 10.00 horas un descanso para tomar un nuevo té y conversar con las voluntarias en la azotea del edificio. Sólo una hora y media más tarde concluía nuestro trabajo, después de dar de comer a los niños. Y llegó el momento de la reflexión.

Nuestro primer día en el centro me resultó descorazonador. No sólo por ver de cerca a unos niños tan necesitados, sino por sentirme en cierta forma superada por lo que estaba viendo. Siempre he pensado que la atención sociosanitaria no está hecha para mí, y allí lamentablemente corroboré mi impresión. Supongo que cada cual está más capacitado para ayudar a los demás en unos aspectos y no en otros. En cualquier caso, había que intentarlo. Confiaba en que esta primera impresión mejorase con los días y me sintiera algo más útil.

Caminamos Alicia y yo hacía Sudder Street cabizbajas. Las dos habíamos experimentado similares sensaciones. Nada que ver con las que extrajeron Mariví y Olga en Prem Dam. Ellas estaban eufóricas, habían encontrado su lugar, ese lugar que habían soñado. Y eso, a pesar, de que las historias que nos narraban no resultaban demasiado esperanzadoras. Habían sido testigo de la llegada de una mujer en estado de shock después de haber sido violada por cuatro hombres. Nadie sabía cómo se llamaba, no miraba a los ojos a nadie y parecía ausente. O el caso de otra mujer con gusanos en la cabeza. Son unos 300 enfermos repartidos en pabellones por sexos. En general no están tan mal como los de Kalighat; algunos se curan y son devueltos a la calle. Se trata de estar con los residentes, ayudar a bañarlos, vestirlos, darles la comida y administrarles medicamentos. Se pone un especial empeño en la limpieza a fondo de todo, suelos, ropa de cama etc.

Nos encontramos con Pedro y le hicimos partícipes de nuestras emociones. Después de comer nos dirigimos una vez más hacia el centro para inscribirnos ya de forma oficial. Sor Karina nos fue asignando una por una nuestra misión. Y se confirmó: por la mañana con los handicaps y por la tarde (opcional) al orfanato. Conocimos a Edell, una canaria que estudió Imagen y Sonido en la Complutense en mi misma promoción; a Beni, una cántabra, o a Jesús. Todos compartíamos las mismas ilusiones y las mismas sensaciones de una ciudad a la que ya habíamos definido como un enorme ‘agujero negro’.

Tan ‘agujero negro’ es que decidimos ir a buscar rápidamente una zona amplia donde notar que el oxígeno entraba en los pulmones, aunque para llegar hasta allí había que soportar la humareda que forman los tubos de escapes de los coches y los atascos continuos en unas avenidas incapaces de absorber el denso tráfico. Pasamos junto a St Paul´s Catedral, el planetario de Birla y la Academia de Bellas Artes. Encontramos ese lugar de paz en el Memorial Victoria (1921), un edificio abovedado, construido en mármol blanco con abundantes jardines a su alrededor, en honor al gobierno de la reina Victoria en la India. Los mosquitos comenzaban a ser un incordio, pero no lograron frenar nuestro deseo de respirar aire puro. Y allí estuvimos sentados en un banco durante un largo rato disfrutando de algo de naturaleza Al salir del recinto cruzamos la calle en dirección a otra gran zona verde que rodeaba una fuente de agua, luz y color. Un espectáculo luminoso que chocaba, y mucho, con la marginación de la ciudad. Parecía que habíamos abandonado Calcuta, porque por primera vez comprobamos que sí hay edificios altos, modernos y acristalados. A lo lejos se veía la ciudad empresarial. Sólo era un efecto óptico, un relax, otro mundo.

La noche fue haciéndose más densa sin casi darnos cuenta. Un taxi nos depositó a los pies de Sudder Street, a cenar y a dormir. Bueno, es un decir. No se me olvidará la sensación de agobio que me entró en aquella habitación durante la noche. El ventilador ruidoso no daba abasto para refrescar el ambiente, la mosquitera tampoco ayudaba, los mosquitos estaban hambrientos y un sueño repleto de insectos no ayudaba a conciliar el sueño. Fue en ese momento cuando me plantee seriamente el irme a un hotel con aire acondicionado. Al final, deseché la idea. Y eso, a pesar, de que no creo que la labor de voluntariado esté reñida con el deseo de descansar acorde con nuestras necesidades más ínfimas. Jamás había estado en un lugar que reuniese tan escasas condiciones de habitabilidad. Salí de la habitación y subí a la terraza en busca de un poco de oxígeno, pero la humedad del ambiente no logró secar mi sudor. Aburrida de la sensación, pero algo más tranquila, regresé a la habitación.

Sólo un par de horas más tarde, unos ruidos ensordecedores me sacaron de mi sueño. Eran truenos, y menudos truenos. Resultaba estremecedor. Nunca antes había oído con tal intensidad una tormenta. No acababa uno y comenzaba el siguiente. La lluvia se convirtió en un continuo aguacero, en un diluvio, y el agua entraba incluso hasta la habitación. Con gran curiosidad subimos a la terraza para comprobar que la intensidad de esa lluvia no era normal. Y así fue. En pocos minutos, todo estaba inundado.

Por Mar Peláez

martes, 27 de septiembre de 2005

Calcuta se 'hunde'


Las historias de Calcuta estaban ahí, sólo hacía falta salir a la calle, dispuesto a percibir esas pinceladas de horror de una ciudad sinónimo de caos urbano y desesperación. El primer objetivo del día: encontrar ese hotel. Volvimos al Salvation, al María, entramos en el Parangón, el Modern Logde, el Astoria, y en otros muchos que ahora no recuerdo. No había forma, cada habitación era peor que la anterior. Unos camastros con colchonetas literalmente mugrientas, grasientas y negras, que serían la delicia de cualquier chinche o ácaro, competían en suciedad con las paredes y los servicios. Pero había que decidirse. Al final, nuestro ‘hogar’ sería el Modern Logde, situado en la encrucijada de dos calles –la de las ratas y la del urinario público-. Acogedor, ¿verdad? La única ventaja: su precio (1,5 euros por noche y cama).

Rápidamente recogimos nuestras mochilas del Vip Internacional para asentarnos en el Modern. No queríamos perder ni un segundo. El objetivo de nuestra estancia en Calcuta eran los centros de la Madre Teresa, por lo que nos dirigimos hacia la calle Bose Road (la sede de las misioneras de la caridad) en taxi porque Pedro quería dejar la maleta, que había arrastrado desde Sanlúcar de Barrameda, repleta de papillas de bebé. Pero la casa central estaba en obras y debíamos depositarla por la tarde en el centro Sishu Bhavan. Así que sólo nos quedaba ir a comer. La calle que separaba la Mother House de Sudder Street era infame.

Asentada en pleno barrio musulmán, esa calle es un claro ejemplo de lo que se cuece en Calcuta. ¿Para qué ir a la Ciudad de la Alegría cuando la Ciudad de la Alegría es todo Calcuta?

Las aceras son tan estrechas o inexistentes que todo el mundo se ve obligado a andar por en medio de la calle. Cada uno va por donde quiere y, los peatones sólo se apartan cuando sienten la rueda de la motocicleta o del taxi golpear contra su pie. Utilizan el claxon como única forma de avisar, y doy fe de que así es. Exclusivamente despegan el pulgar de él los segundos que transcurren hasta que ven el siguiente obstáculo. Cruzar la calle sana y salva es un milagro. A cada paso hay que sortear los rickshaws, los tu-tus, los carros, los taxis y para colmo los tranvías, que se abalanzan sin orden aparente.

Tras superar todo ese mundo caótico, fuimos al Blue Sky, donde Emilio, en un casi perfecto castellano, nos iba traduciendo cada uno de los platos. Conocimos allí a un chaval mudo que se convierte siempre en el mejor ‘embajador’ para los voluntarios. Y de vuelta a la Mother House.
A través de un estrecho y corto callejón se accede a un edificio de aspecto muy modesto, pero impensable en el corazón de esta ciudad. Nos inscribimos y visitamos la tumba de mármol de Teresa de Calcuta (1910-1997), presidida por una estatua a tamaño natural. En la sala contigua se abría una especie de capilla donde las sisters, con sus saris impolutos blancos con ribetes azules, rezan sentadas en la posición típica india. Se pasan horas y horas inmóviles frente al altar. Y un poco más allá otra sala con objetos que narran la historia de esta albanesa, fundadora de la orden de las Misioneras de la Caridad y premio Nóbel de la Paz. El último sari que ella misma lavaba hasta sus últimos días, sus relicarios, las imágenes más históricas…

A pocos metros del centro principal se encuentra el Sishu Bhavan, donde se concentra toda la estrategia del voluntariado a la espera de que concluyan las obras en la Mother House. Allí depositamos la maleta con las papillas y una sister nos convidó a visitar el centro. Ascendimos por unas escaleras y, después de ojear una sala repleta de cunas con bebés, encontramos la zona de los niños disminuidos físicos y psíquicos de corta edad. Una voluntaria argentina fue la encargada de explicarnos en qué consistía el trabajo y nos aclaró varias de nuestras dudas.

Estaba limpio, muy limpio, al menos, si se compara con el resto de la ciudad. Parecía un oasis de paz entre la confusión exterior y no me equivoqué. Descendimos hacia el orfanato y vi que aquel sí era mi sitio. Niños de menos de tres años que corrían a su antojo en una pequeña sala, gustosos de que alguien los visitara. Se agarraban a tus piernas con la esperanza de que les cogieras. El primer impacto te llega muy adentro. Son tantos los niños abandonados con la única salida de la adopción… Lástima que las Misioneras de la Caridad, por aferrarse a los mandatos católicos, exijan demasiados requisitos a la hora de formular una adopción (estar casada, tener menos de 40 años y estar incapacitada para tener hijos). Y mientras tanto, ahí siguen los niños, creciendo en un ambiente de alguna manera privilegiado en Calcuta pero que podría mejorar en un entorno familiar. Hay tantas personas deseosas de tener un niño, y tantos niños en el mundo esperando una familia… Aunque en el fondo: esos pequeños tienen esperanza; esperanza al menos de encontrar su lugar. No se me olvidará jamás el rostro de una niña, la primera que se me tiró a las piernas, al despedirme de ella. No había forma de dejarla en el suelo.

Con la ilusión de haber encontrado el sitio en el que podría sentirme feliz y más útil, salimos a la realidad: a las calles de Calcuta. De nuevo, el mismo recorrido maloliente y desagradable hasta Sudder Street. La noche iba cayendo y era el momento de dirigimos al New Market, al gran mercado de la ciudad cosmopolita, para adquirir todo tipo de productos desinfectantes para adecentar, en la medida de lo posible, nuestra habitación número 12. Tarea difícil.

No sabíamos que íbamos a encontrarnos en el New Market, pero fue mucho más de lo que esperábamos, sin duda. El caos urbano se traslada al mercado con la misma intensidad. En las calles adyacentes se agolpan los caza clientes ‘acreditados’, llamados ‘culis’, para acompañarte, lo quieras o no, por el laberíntico mercado. Por cada una de tus compras ellos se llevan una comisión. Insistes varias veces, pero no aceptan una negativa. Lo único que aciertan a decir es que ‘estamos en la India y que las cosas se hacen tranquilamente’. No es posible perder los nervios, así que lo mejor es dejarse llevar. Y aseguro que en ocasiones eso se torna muy complicado.

Nada más divisar la gótica torre de ladrillo rojo, que caracteriza al New Martket, ya ves lo que se te avecina. De pasillo, en pasillo, buscando sábanas, toallas, almohadas, fregona, escoba, recogedor, lejía, estropajos, bayetas… Nos llevó bastante tiempo aprovisionarnos de todo, ya que cada vez que intentábamos tomar nosotros la iniciativa, venía ‘nuestro’ caza clientes para embarullarlo todo.

De vuelta a nuestra ‘suite’, zafarrancho de combate en toda regla. Los cinco en equipo limpiamos lo mejor que pudimos la habitación. Nos llevó horas y tanto intentamos desinfectar el suelo, los somieres, el servicio, que nos resultó complicado dormir con ese olor a lejía. El último paso fue tirar unas cuerdas, sujetar nuestras mosquiteras y extender los sacos sábanas. Una prueba más de lo espartano del hotel es que carecía de enchufes en todo el edificio, de cisternas con agua o de lavabos.

En la zona común estaban Marisa y Montse, dos aventajadas voluntarias que nos resolvieron algunas dudas y que nos comentaron una frase tan verdadera como publicitaria: ‘Vicente Ferrer pone la caña y enseña a pescar. La madre Teresa da el pescado a quien no puede sujetar la caña’.

Primera noche en ese agujero y primera noche que sentimos, de verdad, en nuestra piel ese calor agobiante que no disminuye ni con la llegada de la oscuridad. Húmedo, pegajoso y con ese olor raro permanente, que las aspas ruidosas del ventilador se encargaban de trasladar de un lado para otro. No sé a cuántos grados estábamos, pero nunca me había sentido tan agobiada por la temperatura.

Por Mar Peláez

lunes, 26 de septiembre de 2005

Calcuta ¿la ciudad de la alegría?



El primer recorrido por Calcuta me llevó a error. Para llegar al centro de la macrourbe, el tráfico se ve obligado a atravesar el puente Howrah sobre el río Hooghly (Ganga en hindi), la puerta al verdadero caos ciudadano. Pensé que era la ciudad más cosmopolita de la India hasta ahora recorrida, con edificios de tres plantas, avenidas amplias y aceras algo más definidas, y creí que la adaptación sería más fácil que en cualquier otro punto. Pero… ya digo, fue una impresión errónea.

En Calcuta todo se quintuplica: la miseria, la contaminación, el humo, el tráfico, el caos, el ruido, la superpoblación, las escenas impactantes. Las calles permanecen totalmente congestionadas de vehículos, en su mayor parte taxis de color amarillo, riadas de autobuses próximos al desguace, de tranvías obsoletos, de motocarros, de rickshaws tirados por esqueléticos hombres, de carretas, de animales y, sobre todo, de olas y olas de muchedumbre que se enfrentan a todo este desorden con resignación. Es una gran maquinaria de 17 millones de habitantes, al menos censados, en constante movimiento; un movimiento que se gobierna a base de costumbre. Nunca, ni de día ni de noche, se detiene. Calcuta es la expresión más cruda de las contradicciones de las grandes ciudades asiáticas. Es como un calidoscopio de contrastes, y había que estar preparada para afrontarlo.

Nos acomodamos en el Hotel Vip Internacional, nada recomendable por su precio y suciedad, y nos lanzamos en busca de Sudder Street, la calle donde se asientan los ‘hoteles’ para voluntarios. No me la imaginaba así. Un rebaño de ovejas, pintadas con manchas rosas y amarillas, salió a nuestro encuentro nada más pisar la calle. Era lúgubre, sucia, como el resto. A ambos lados o en calles aledañas estaban los hoteles: el María, el Paragón, el Astoria, el Salvation, el Modern Logde… Y a cada cual más espartano. Pero antes de enfrentarnos al encuentro de alojamiento para toda nuestra estancia, fuimos a comer al Blue Sky, uno de los restaurantes en los que se reúnen los voluntarios, especialmente los españoles. Pese a sus ínfimas dimensiones y la dudosa limpieza del local, resultaba acogedor, más aún porque Emilio, el camarero, se encargaba siempre de hacer la estancia muy cómoda. El precio era otro de los alicientes (una comida puede salir por menos de un euro).

La tarde fue pasando con más pena que gloria. No hacía falta nada más porque todo eran sorpresas, mirases allá donde mirases. Los ‘hombres caballo’ corrían de un lado para otro, sin perder la sonrisa. Y eso me impresionó, y no dejó de hacerlo hasta el último día.

En especial, Mohama, uno de esos 25.000 hombres que arrastran trotando por las calles de Calcuta esos carricoches de tracción humana, sorteando el resto de obstáculos móviles que dificultan su tránsito. La sonrisa de ese hombre mayor, de barba blanca, piernas muy delgadas pero ágiles, me cautivó. Su vida es, igual que la del resto de corredores de rickshaw, corta y muy dura. Lástima no poder entenderse con ellos, conocer cuáles son sus preocupaciones, cómo viven y cuáles son sus deseos. Uno se da cuenta de su gran mérito durante los monzones, cuando las calles se inundan hasta la altura de las caderas y sus conductores logran cobrar buenas sumas por sus esfuerzos. Sólo perviven en Calcuta; en el resto de ciudades indias han sido prohibidos, algo que también ocurrirá allí a finales de año. ¿De qué vivirán entonces?

A ambos lados de Suddet Street, hombres y niños se aprovisionaban de agua en las fuentes públicas, lavaban sus dientes o se enjabonaban todo el cuerpo. Al cobijo de los muros del polvoriento Indiam Museum, el más antiguo de la ciudad, otras familias simplemente adecentaban su ‘hogar’ en plena calle y recogían sus posesiones: unas mantas raídas, un montón de plásticos y alguna que otra perola sobre una fogata. Allí duermen, comen, se visten, se reproducen y mueren. Luchan, como los otros millones de habitantes de Calcuta, por sobrevivir hasta el día siguiente. No hay que olvidar que un tercio de todos ellos tiene como único hogar las insalubres calles de la ciudad. La escasez de viviendas es preocupante y eso obliga a los ‘intocables’ y a los inmigrantes a amontonarse en las calles o en los barrios bajos, en chabolas de barro que carecen de las mínimas condiciones higiénicas.

Las autoridades parecen haber abandonado todo esfuerzo por hacer frente a los problemas de la ciudad. No se reparan los baches, tampoco los socavones. En ocasiones resulta difícil lidiar con los charcos, producto del monzón. Los edificios están descascarillados y a punto de desmoronarse entre montones de escombros e inmundicias. Paseando por sus calles resulta imposible hacerse a la idea de que fue la segunda ciudad del Imperio Británico, después de Londres. Pero es insuperable la miseria en la que vive Calcuta y las arcas municipales tan escasas, que por dónde se empieza.

La afluencia incontrolada de inmigrantes de Bihar, Orissa y Bangladesh, expulsados de sus campos por las sequías, las inundaciones y las consiguientes hambrunas, ha dado como resultado una superpoblación casi inaguantable y la creación de incontables zonas en unas condiciones de espantosa pobreza. Y ese éxodo no para. Sigue acogiendo oleadas de campesinos sin tierra y sin pan; avalanchas que ponen a prueba las infraestructuras de una ciudad que no han sido remozadas desde que los ingleses abandonaron el país. La imagen, difundida en cientos de documentales, de la Calcuta de los desheredados, leprosos y ‘parias’, es real, está presente a cada instante. Es la otra cara de una ciudad rica, según dicen, porque yo no la he visto. Pronto, demasiado pronto, nos dimos cuenta de que Calcuta arde en contaminación. Hay algo en su ambiente que la hace insana, irrespirable. Es, tal y como coincidimos todos, un agujero negro, lo más próximo al infierno. Y lo es porque la pobreza no se esconde, se muestra a todo aquel que no cierra los ojos. Pero, ¿dónde está esa riqueza de la que presume el Gobierno indio?

Con todas esas impresiones y alguna más, nos dirigimos a la ardua tarea de buscar alojamiento. Primero en el Salvation y luego en el hotel María. Los dos del mismo estilo. Mis ánimos iban decayendo a medida que visitábamos uno y otro hotel. Jamás he estado inmersa en tanta mugre, y eso me asustaba. Y es que no se trataba de pasar una noche, ni dos, serían en principio tres semanas. Desistimos en el intento y nos fuimos a uno de los múltiples locutorios para hacer partícipe a nuestras familias y amigos de las primeras impresiones (unos diez minutos por sólo dos euros). De allí a cenar al restaurante Zurich, de las mismas características que el Blue Sky. Las cristaleras estaban abiertas y resultaba muy violento comer nuestro sándwich mientras observábamos a esas mujeres, con sus bebés en el regazo, deambular por Sudder Street, pidiendo comida, dinero o ropa a cualquiera que transitara por la calle. Sabíamos que eso iba a ocurrir, y también que la picaresca no tiene límites en la India. Allí aprendimos que si compras algo de comida a un niño hay que dársela abierta, de lo contrario revenden el producto al comerciante y comienza la rueda. Son unos auténticos profesionales de la limosna. A fin de cuentas viven de ello.

Llegó la hora de retirarse a dormir en ese hotel, de 45 euros pero igual de mugriento que los que habíamos visitado y mucho más caro. Sería nuestra última noche con aire acondicionado y eso es importante si se tiene en cuenta que el clima, extremadamente caluroso y húmedo, resulta para el turista extranjero insoportable, en ocasiones insuperable.

Por Mar Peláez

domingo, 25 de septiembre de 2005

Trenes de vida en la India


El tren debía salir a las 16.30 horas y llegamos con una hora de adelanto. La fiesta de la que nos habían hablado trajo como consecuencia la aglomeración de mujeres, cientos de ellas, sentadas en cualquier rincón de la estación. Tanto, que había que andar listo para no pisar a ninguna de ellas, aunque a veces eso se tornó imposible. Buscamos un ángulo para depositar nuestras mochilas y para esperar a que el tren llegara. Pero eso no ocurrió hasta seis horas después. El tren llevaba cinco horas de retraso y había que pasar el rato en aquel lúgubre espacio. Adquirimos la cena: patatas fritas, plátanos, galletas y agua, mucho agua, para mitigar el calor sofocante que dificultaba incluso mantener el bolígrafo entre las manos.

Pasaban las horas y a la estación comenzaba a llegar más gente. Gente a la espera de que la noche cayera para acomodarse sobre sus petates, esteras o alfombras, o sobre el duro suelo, para dormir. Yo diría que es otra estación-dormitorio. Pero incluso hay salas llenas de colchones con gente que se despereza o que se prepara para embarcar. Son las habitaciones para viajeros que, por un precio módico, te permiten descansar mientras esperas. Viendo su estado mugriento y renegrido, optamos por aguardar en el propio andén.

La vida en una estación es igual de intensa que en cualquier calle y tan sólo basta con observar para sorprenderse con secuencias a las que no estamos acostumbrados. Como ver una moto a toda velocidad por el andén, una vaca comiendo de un contenedor de basura o comprobar que los indios se sorprenden e incluso indignan cuando uno de nosotros pisa una de las múltiples cucarachas que corren a su antojo por el andén.

Y entre tanta mugre, paredes desconchadas, servicios malolientes y fogones encendidos, destaca el colorido de los saris, el bullicio de todos aquellos que se agolpan para coger sitio en un vagón, en un tren y en los siguientes, las peticiones de ‘donativos’ de niños y mujeres y el paso de camillas en dirección al crematorio. La noche era oscura y cada cual iba tomando posiciones en su rincón; el de todos los días. Tumbados o sentados.

Llevábamos seis horas allí, pero la espera no se me hizo excesivamente cansina. Sólo era cuestión de abrir los ojos y contemplar. Pasó un tren, otro y otro. No conté el número de ellos que se adelantaron al nuestro, pero fueron muchos. Nadie nos sabía aclarar nuestras dudas. Y es que un indio jamás te dirá que no sabe la respuesta, preferirá inventársela. Así que nadie nos daba ningún dato fiable, excepto tres turistas ingleses para quien el idioma obviamente no era obstáculo.

Al final anunciaron nuestro tren. Eran ya las 21.30 horas. Cuando estábamos buscando cuál era nuestro vagón de segunda clase y aire acondicionado, Mariví y Olga se vieron arrastradas, sin poder salir, por una auténtica ‘marabunta’ de mujeres que se afanaban en correr hacia un lado en busca de una plaza en un vagón de tercera o de cuarta. Ver para creer la sensación de asfixia que les produjo. Todos en el tren, el revisor de nuevo nos proporcionó un mismo vagón para los cinco. Y a disfrutar de nuestras 15 horas de viaje hacia Kolkata.

La máquina echó a andar y comenzó la ceremonia ya conocida. Hombres que suben en marcha en las inmediaciones de cada estación ofreciendo té, pastas, comida india, cadenas para amarrar las mochilas… y bajan al final de la estación sin caerse y sin derramar ni una sola gota. O niños que en las mismas condiciones acceden al tren queriendo limpiarte tus zapatos o barriendo el suelo del vagón y quitando todos esos desperdicios que los indios tiran al suelo sin ningún remilgo.

Hay momentos en los que te sientes insensible. Como en ese instante en que un niño con los dedos mutilados y los brazos totalmente deformados nos pedía insistentemente unas monedas con su cestito colgado al cuello. Las miradas se te clavan. Resulta muy complicado y doloroso sostener sin pestañear esos ojos tristes y profundamente negros.
Es necesario confeccionarse una coraza para no sufrir más de lo estrictamente necesario. Además, no hay que olvidar que en ocasiones madres ‘alquilan’ a bebés para utilizarlos en sus tareas de mendicidad. Es también el mundo de la picaresca, la de aquel que nada tiene que perder porque nada tiene.

Allí estaba, en el tren, pensando, estudiando los distintos rostros de los pasajeros, escribiendo en mi libreta, con la puerta abierta del vagón y respirando por fin aire puro. Bueno y algún que otro cigarrillo. No en vano, la multa por fumar en su interior ascendía a 100 rupias (dos euros), así que me arriesgué. Ver sentadas juntas a todas las castas y religiones, unidas por la misma actividad que la mía: viajar, me suscitaba más de una pregunta. Preguntas, de nuevo sin respuesta.

Mi facilidad para descansar en un tren era la envidia de muchos. No me importaba la suciedad de las sábanas, tampoco la de las mantas, ni las pequeñas cucarachas, ni el mal olor que desprendían los servicios, tantos los ‘indios’ como los ‘europeos’. Aunque jamás he estado entre tanta porquería, había que aceptarlo para vivir el momento.

Superadas las cinco de la mañana, los rayos del sol que penetraban de forma tenue por una de esas ventanas tintadas me espabilaron y me permitieron contemplar, nuevamente desde la puerta abierta del tren, el paisaje llano y verde que ofrece esa zona de la India. Hace siglos cuando los arios vinieron al Oeste decidieron asentarse en ese lugar, en el valle del Ganga. El suelo era tan fértil que cambiaron sus costumbres nómadas, comenzaron a cultivar la tierra y organizaron una estructura social. Sus habitantes viven hoy en una continuación de ese pasado. ‘Chozas’ o construcciones de mejor planta arremolinadas en torno a lagunas inundadas de forma natural por los constantes monzones. Y una parada en una estación, y en otra, y en la siguiente.

El traqueteo del tren iba haciendo mella en nuestro sentido del equilibrio, también la creciente humedad, pero la curiosidad e incertidumbre por llegar a Calcuta hizo que estuviéramos muy despiertos, abiertos a percibir la sensación de pisar esa macro ciudad. Ya eran las 12.30 cuando llegamos a Calcuta (Kolkata) –debíamos haberlo hecho a las 6 de la mañana-. Ante nuestra perplejidad, comprobamos que los documentales en los que se mostraban hileras de hombres, mujeres y niños viviendo entre los raíles eran desgraciadamente ciertos. Caminaban sin rumbo aparente entre las vías, se lavaban o simplemente permanecían inmóviles. Me impactó la imagen de un bebé recostado en el regazo de su madre a unos peligrosos centímetros del carril del tren en el que circulábamos.

La llegada a la estación Howrah donde mueren los trenes procedentes del Sur y del Oeste, sin embargo, no me impactó tanto como la de Varanasi. Quizá por la hora (a mediodía), quizá porque ya era la segunda o quizá porque ya estaba algo más prevenida. Maleteros por todas partes aguardaban para portar las maletas de los viajeros sobre sus cabezas mientras sorteaban a los grupillos de indios que estaban apostados en el suelo. Uno, dos, tres… un sin fin de ellos. La imagen ya nos era familiar. Pese a haber contratado el traslado al hotel, ningún guía aguardaba. Decididos, nos dirigimos hacia un taxi prepago en dirección al hotel Vip Internacional, con el tambaleo propio de haber permanecido durante 15 horas inmersos en el traqueteo del tren y con el peso de nuestras mochilas

sábado, 24 de septiembre de 2005

Varanasi no duerme


Mariví y yo no queríamos sucumbir al cansancio y sí impregnarnos de los sentimientos que suscita la vida alrededor de los ghats. A las 7 de la mañana ya estábamos en pie preparadas para sortear los cientos de baches que dibujan el asfalto. Y cuando pensábamos que íbamos a adentrarnos solas en el barrio, nos encontramos con Sambhu, dispuesto a invitarnos a desayunar en uno de esos ‘bares’ renegridos tan frecuentes en la India. Té y pastitas como tentempié antes de iniciar, junto al guía improvisado, nuestro descenso por las escalinatas de piedra entre la muchedumbre.

Una hilera de personas, de todas las edades, permanecía sentada, en su característica posición, a la espera de que cualquiera depositara en sus cuencos alguna moneda o un puñado de arroz. No pedían, no mendigaban, simplemente esperaban una mano generosa. La miseria no se puede ocultar en este país. Está allí, sólo hace falta mirar a izquierda y a derecha. Estar abierto a contemplar las miradas tristes de algunos niños, las esperas dolorosas de quienes están a punto de morir, los cuerpos esqueléticos de los hombres, los ojos de resignación de las mujeres… Y entre tanta podredumbre, gente que subía y bajaba al río, ajena a esas realidades. En el ambiente fluían las sensaciones encontradas de aquellos que acaban de perder a un ser querido. Su aspecto recién rapado, con una estrecha coletilla, indicaba que se trataba de parientes. Pese a todas esas impresiones, la espectacularidad de las imágenes me permitió sentirme sorprendentemente a gusto en aquel admirable lugar.

Escalones abajo y protegidos con sombrillas de gran tamaño de paja trenzada, grupos de brahamanes, miembros de la clase sacerdotal -la más alta de las 4 castas hindúes principales-, recitaban ante un círculo de fieles algunos versos de las escritura védicas, los textos sagrados del hinduismo. Familias enteras entorno a esos santones. Grupos y grupos.

Todo discurre en el suelo, como prácticamente la vida en la India. Mientras unas mujeres confeccionaban cestitas de flores y velas, otras se encargaban de poner el ‘tercer ojo’ en la frente de los asistentes. Secaban sus saris al sol, después de desmontar su atillo de ropa y restregarla sobre las escalinatas. Un rito que se repite a diario. Y la ropa sale limpia. Admirable.

Nos sentamos, junto a Sambhu, en los ghats para palpar el ambiente, para mirar en todas direcciones con la intención de que nuestras retinas fueran capaces de captar lo que sucedía a nuestro alrededor, todo eso que sorprende tanto, todo eso para lo que no encontramos explicación. Hallar un espacio libre en las escalinatas no fue tarea fácil, así que la integración en la atmósfera fue total. Allí me detuve a pensar el por qué el color naranja dibuja la imagen de la India. Esa intensa tonalidad, pero también la amarilla, la rosa fucsia, la roja, la turquesa…, invade la vista.

El ghat seguía plagado de gente, indios vendiendo comida, otros ofreciendo un paseo en bote, sadhus en profunda meditación y gente paseando, pero sobre todo, ‘purificándose’ en el agua. Dudo mucho que consigan limpiarse las impurezas con ese método, dado el aspecto del agua, y más bien se diría que es un buen sitio donde “impurificarse”. De todas formas parecían pasárselo en grande.

Con gran pena abandonamos el ghat principal y nos dirigimos hacia otro, menos concurrido, pero igualmente insólito. De nuevo, a desayunar en la terraza Pooja para impregnarnos de esa imagen de un río tan caudaloso, mientras la música otra vez irrumpía el ambiente. No hubiéramos bajado nunca de ese lugar. La conversación con Sambhu iba revelando ‘atractivos’ de la forma de vivir de los indios, de entender el matrimonio, la igualdad de sexos, pero también de sus expectativas de futuro y de sus problemas presentes.

Ya en las calles tuvimos ocasión de comprobar que sí las limpian. Lo hacen a partir de las 9 de la mañana con pequeñas carretillas que descargan sobre camiones abiertos y mugrientos. Demasiada suciedad en cada rincón para que este método sea eficaz, para que el olor a podrido desaparezca, pero menos es nada. La lástima es que todo el tiempo debes andar más pendiente del suelo que de la calle misma porque si no corres el riesgo de pisar una de las innumerables señales "blandas" de las vacas, de meter el pie en un charco putrefacto o de pisar a un hombre semidesnudo acostado en profunda meditación. Incluso puedes pisar a una vaca moribunda que espera su hora en una de las calles mas estrechas, obstaculizando el paso de los peatones. Dos horas más tarde nos despedimos de Sambhu y abandonamos el barrio más característico en dirección a otro menos abarrotado y con menor número de negocios, también junto al río.

En la calle principal, donde el tráfico rodado está prohibido, los peluqueros en plena calzada cortaban el pelo, limpiaban los oídos o afeitaban esas tupidas barbas. Santones custodiando a uno de sus dioses a la espera de unas rupias, hombres planchando en la calle o simplemente gustosos de charlar contigo. No son pocos los indios que balbucen palabras en castellano, aprendido tan sólo a base de hablar con españoles en la calle. Son capaces de repetir al instante nuestros sonidos casi a la perfección. Quieren aprender y se les nota.

Resultaba muy complicado pasar de ghat en ghat sin perderse, así que cambiamos de planes y nos adentramos en otra zona con muchas ‘tiendas’. Otro mercadillo viviente. Más color, más gente, más vida. Sin querer, nos encontramos sumergidas en una corriente de mujeres que iban apresuradamente hacia el Templo Dorado. Todas querían entrar en el recinto, saltándose las órdenes de un grupo bastante numeroso de uniformados que se lo impedía a gritos con bastantes malas formas. Eran mujeres, y en la India esa condición no goza de buen reconocimiento. Nosotras nos ‘salvamos’ de esos empellones simplemente por ser occidentales.

Salimos de esas saturadas callejuelas y llegamos a la tienda de la catalana donde habíamos quedamos con el resto de la ‘expedición’. Todos juntos fuimos a comer y de nuevo el problema del tabaco. La prohibición de fumar nos obligó a salir a la terraza mientras contemplábamos cómo los humos requemados de los obsoletos vehículos creaban una cortina de contaminación en la atmósfera. Ya la comida india comenzaba a saturarnos. Demasiado pollo, demasiado arroz, demasiado ‘spice’. Y eso porque el picante de sus sabores nos cercenaba posibilidades y porque la ‘limpieza’ de las cocinas nos hacía vacilar.

Lo más interesante de las calles indias son los indios mismos. Sólo hay que fijarse en todas esas cosas que los indios hacen diferente a los europeos. Un ejemplo: los hombres pasean de la mano e incluso se tocan sus cuerpos respectivamente de forma cariñosa. Uno puede llegar a pensar que ha dado con un país de homosexuales, pero la sola mención de esa palabra hacer estallar en cólera a un indio. Sólo es un signo de amistad y una forma de mostrarse respeto. En cambio, los hindúes no estrechan la mano ni tocan a las mujeres ni en reuniones formales ni informales. Sólo lo hacen a mujeres occidentales como señal de cortesía. Y a todos se les saluda con el tradicional Namasté (namaskaram en el Sur), que se ejecuta presionando las palmas, con los dedos extendidos, por debajo de la barbilla.

Otra cosa menos impactante, pero sí desagradable, es un hábito que en Occidente se considera de mal gusto: escupir. Todo el mundo escupe continuamente, haciendo mucho ruido y sin importarle el sitio. Camareros, señoras mayores, niños... Uno tiene que hacer un gran ejercicio de adaptación cuando al cruzarse con un indio de ojos misteriosos éste escupe con fuerza a escasos centímetros de nuestros pies.

Qué pena, el reloj restaba horas a Varanasi y ya sólo nos quedaba ir al hotel a por las mochilas. Este país es diferente y más esta ciudad. He visto imágenes y colores que nunca antes había imaginado. Durante el escaso trayecto que separaba el hotel de la estación, los niños se agolpaban en las ventanillas abiertas del taxi para pedir una limosna. En ocasiones, mis compañeros de viaje me hicieron sentir como ‘Bienvenido Mister Marshall’ y esa sensación me desagradaba. En la India es muy fácil sucumbir a ‘regalar’ limosnas, pero así no se arregla nada más que la conciencia personal de cada uno. Sí, realmente impacta la cantidad de niños que mendigan y que te miran con una cara que te parte el corazón. Sientes el deseo de ayudarles desde tu ‘opulencia económica’, pero antes Mariví y Pedro dieron dinero una vez y luego tuvimos a un montón de críos siguiéndonos todo el rato suplicando cada vez con más fuerza. Creo que no hay que fomentar la mendicidad, porque creas hábitos de vida que son perjudiciales a largo plazo. Así que la única solución es ser simpático con ellos y sonreírles, aunque eso, está claro, no les hace muy felices… y seguro que no les da de comer esa noche.

Por Mar Peláez

Varanasi, encrucijada de fe


Las cinco de la mañana era la hora pactada para comenzar el día. Subash con su taxi blanco aguardaba en recepción. El amanecer nos esperaba. Y vaya amanecer. Repetimos los mismos pasos que el día anterior y descendimos, esta vez con más detenimiento, hacia el ghat principal (Desaswamedh). No llovía y eso hizo que las escalinatas estuvieran repletas, muy repletas, de personas de todo tipo. Con la ya conocida bandejita de flores en la mano, nos acomodamos en la misma barca que el día anterior y comprobamos que el río estaba aún más sucio, más marrón, más turbio... de lo que nos pareció por la noche. Y además llevaba más corriente, lo que dificultaba el circular de las barcas henchidas de turistas. Los barqueros se ayudaban de las barcas inmóviles para avanzar más rápido.

Hicimos exactamente el mismo recorrido que el día anterior, pero la diferente luz hacía que la vista fuera completamente distinta. Los rayos dorados del sol aún no habían hecho acto de presencia, sin embargo cientos de fieles ocupaban ya las orillas del Ganga preparados para sumergirse en este agua sagrada y purificar su cuerpo y su alma. Es como si cada amanecer fuera un milagro. Y ese ‘milagro’ se produjo. El disco de fuego, el sol, apareció iluminando el río sagrado y dando unas tonalidades que dejaban vislumbrar otro Varanasi. Fue el momento en que depositamos nuestra cestita de flores y pedimos de nuevo un deseo. ¡Quién sabe! Una hilera de lamparitas y de velitas flotaba sobre el agua. Parecía como si miles de luciérnagas se hubieran puesto de acuerdo en la hora.

A los pies del Ganga permanecían cientos de peregrinos inmóviles, absortos en sus meditaciones, cubiertos de agua hasta la cintura. Algunos elevaban hacia el cielo una lamparita de aceite a modo de ofrenda, como símbolo de una luz que acabe con las tinieblas. Otros lavaban sus ropas sobre las piedras de las escalinatas, las tendían, se echaban agua por encima con la creencia de que así se purificaban, se frotaban el cuerpo con jabón, se enjuagaban la boca y escupían. Y por fin se introducían completamente en el río durante largo rato. Las mujeres envueltas en sus vistosos saris totalmente empapados ofrecían guirnaldas de flores. Las piras seguían ardiendo y, aunque no resultaba tan vistoso como por la noche, fue sorprendente verificar como llevan a cabo los más íntimos rituales de la vida y la muerte en público

En el otro lado de la imagen, grupos de turistas, como nosotros, se afanaban en captar con sus cámaras fotográficas los mejores instantes de una de las ciudades más distante a nuestro entendimiento. Deambulaban azorados de un lado para otro, subiendo y bajando los escalones de los ghats, mientras los fieles ajenos a ese trajín continuaban con sus ceremonias matutinas sin inmutarse. Están acostumbrados a que turistas se confundan con ellos y lo llevan, como siempre, con exquisita resignación. Los templos, los palacios se sucedían ante nosotros. Esos mismos edificios que desde hace años, casi siglos diría yo, no han tenido la suerte de notar gotas de pintura nuevas sobre sus fachadas. Están rotos, descascarillados, abandonados a su suerte…

Un letrero en pleno ghat nos causó sorpresa. ‘Ganga is the life’, pero ¿cómo un río putrefacto puede ser la vida? Sambhu nos dio la respuesta: “Para los hindúes, el Ganga es el elixir de vida, el que ofrece pureza a los vivos y salvación a los muertos”. El lo tiene claro: “Si te introduces en el Ganga con la mente abierta, nada puede suceder”. Lo que ocurre, como él mismo añadió, es que los occidentales no tenemos esa mente tan abierta como para ver que el agua de ese río es saludable; y creo que nunca llegaré a tenerla.

Descendimos en el ghat Meer, el siguiente al principal, y de allí nos dirigimos de nuevo por esas entroncadas, angostas y sucias calles a un recogido templo tibetano, donde jóvenes monjes cantaban mantras sin parar. Se abrió allí la primera vista general sobre el gran río Ganges, con sus dos hermosas islas, hasta donde llegan hinduistas deseosos de buscar más paz y, sobre todo, algo más de limpieza.

El madrugón iba haciendo mella en nuestros estómagos. Nos vimos obligados a sortear una vez más lentas, pesadas y famélicas vacas, cabras atadas y montones de perros callejeros, rebuscando en los montones de basura que se sucedían por esas calles serpenteantes y tortuosas. Ascendimos hasta el sexto piso de un edificio, el Pooja, para degustar unos ricos lasis (batidos) y disfrutar de Varanasi, de una vista más amplia. Desde lo alto sólo pudimos confirmar que los edificios sufren un peligroso abandono. Escombros en las terrazas, grietas que se dibujaban en cada una de las fachadas de colores deslucidos por el paso del tiempo, plásticos a modo de tejados, andamios sujetos con cuerdas, humedades visibles, personas durmiendo allí arriba sobre camastros, monos que saltan sin miedo a la gravedad de vivienda en vivienda... La elevada humedad unido al sol abrasador hacia presagiar, de nuevo, que el calor sería nuestro peor aliado. El reloj ni siquiera marcaba las 9 de la mañana.
Una música invadía toda la ciudad, aunque sólo era perceptible desde arriba, en la paz del silencio. No hay que olvidar que el ruido de la India, y el de Varanasi no es una excepción, es infernal. Se intensifica por el día, pero no cesa por la noche. Es la ciudad viviente, la que nunca duerme. No obstante, es tan poderosa que las pequeñas incomodidades personales se olvidan en seguida. En el mismo instante que contemplas la devoción de los hindúes hacia su Templo Dorado (Bisheshwar), el santuario de piedra y oro más venerado de Benarés.

El miedo a ataques de saqueadores o atentados de terroristas impide, o eso al menos nos dijeron, fotografiar ese monumento que representa una ostentación innecesaria. Nos tuvimos que conformar con contemplarlo desde una azotea, ya que nos está vetada la entrada por no ser hinduistas.

Abajo resurgía la vida. Un mosaico de pueblos y religiones en perfecta armonía. Volver a las calles es un lujo, es como retornar a plena edad media, con mercaderes en cada uno de los miles de puestos callejeros y en los locales de escasas dimensiones ansiosos por vender refrescos, cigarrillos, bolsas de patatas o cualquier artículo que bien podría conformar una antigua tienda de ultramarinos. Ibamos en busca de un astrólogo. Al margen de creencias personales, la experiencia fue muy divertida. No en vano, ver cómo te leen las líneas de la mano en inglés resulta, al menos, sorprendente y, por qué no, de difícil comprensión. La dulzura de los niños, sus sonrisas limpias y sus enormes ojos negros, nos cautivó a todos, pero Mariví vivió un momento que nos conmovió.

Ya en la calle principal recordamos el sonido del tráfico. Aunque resulte inverosímil, no pierden ni aún así los nervios. Sorteando el juego de naipes que formaban los coches, los tu-tus, las bicicletas y la multitud, Mariví, Olga y yo llegamos al templo Durga, donde cientos de fieles realizaban sus ofrendas florales una vez que hacían sonar la campana de acceso a lo que para nosotros sería el altar. A la entrada del templo, la mirada de un hombre, a punto de dar su último suspiro y ajeno al bullicio del resto de fieles, nos sobrecogió. Un estanque de agua pecinosa servía antes de baños públicos para mujeres. Ante nuestra sorpresa, dos de ellas cogieron agua con sus dos manos y se la bebieron. ¡Qué osadía!, pensamos.

De allí, Subash nos condujo a un cementerio y a una mezquita musulmana. Su esperanza era que adquiriéramos seda en una de las fábricas caseras que rodeaban la mezquita. Se equivocó, porque nosotras no teníamos ninguna intención de convertir nuestro viaje en una experiencia de consumismo a lo occidental. Con la mejor de nuestras educaciones se lo conseguimos explicar, aún así vimos todos los pasos que conlleva la confección de la seda, desde cómo se hila hasta cómo se impregna el color. Pese a sus negativas, corroboramos que el trabajo infantil está a la orden del día en la India. Todos ellos, hombres, mujeres y niños, trabajaban en condiciones verdaderamente penosas, sin un mínimo de higiene, sin la luz necesaria, incluso con minúsculas linternas como única iluminación, sin ventanas, con persianas descolgadas.

El último templo fue uno de Hare Krishna. Aunque es una secta en toda regla, en la India los aceptan y los reconocen como hindúes auténticos. Estaba a punto de cerrar y cientos de adeptos agotaban los últimos instantes en su interior. Cansadas, nos dirigimos al hotel, previo paso por nuestro primer cajero automático. Una rápida comida y de nuevo al seductor alboroto de las calles.

A ese contraste de personajes. Unos vestidos de naranja con el pelo extremadamente largo y trenzado, con un tridente en la mano como única posesión después de haber renunciado a la vida mundana. Jainistas extremistas que deambulan por las calles totalmente desnudos, con una mascarilla para no dañar a ningún insecto y una escoba india para no matar a ningún animal a cada uno de sus pasos. Hombres con saya o dhoti, mujeres con saris de un colorido que dan la luz a la India, varones sijs con el largo pelo recogido por encima de la cabeza bajo un turbante… Es un mosaico de religiones, de costumbres, de tradiciones que hacen de la India un país que intriga.

Varanasi es la ciudad de la seda. Y, aunque ir de compras puede convertirse en la India en una auténtica pesadilla, decidimos sumergirnos en el mundo del auténtico mercadillo. La insistencia, a veces agobiante, de los comerciantes impedía acercarse a una tienda con naturalidad. De cada negocio sale un vendedor que te intenta atraer hacia dentro. Saltábamos de uno a otro precisamente por ese motivo. Después de decir que no en muchas ocasiones a negociantes a la caza de dólares o euros de cualquier turista, conocimos a un hombre que nos convenció para ir a conocer a su cuñada: una catalana que lleva integrada en la ciudad y en las costumbres hinduistas desde hace cuatro años.

Comprar a alguien que habla castellano nos daba sosiego, al menos eso era lo que pensamos. Pero la verdad es que las mañas de verdaderos negociantes de un matrimonio formado por una catalana, llamada Eva, y un hindú dieron al traste con nuestra buena impresión inicial. Seda que no era seda, panhavis que se destiñeron al primer lavado, ropa confeccionada con unas medidas no excesivamente precisas, precios más caros de lo normal… Una relativa estafa que se prolongó más allá de tres horas. Alrededor de una taza de te, los dos iban mostrando prendas y más prendas, pañuelos, saris, colchas… O sea el mismo ritual. Agotados de ver tanta tela, y con los bolsillos algo más vacíos, tomamos un tu-tu en dirección al hotel. En el mismo vehículo surgió el primer roce. Eran las once de la noche y el restaurante del hotel estaba cerrado, así que sólo pudimos optar al servicio de habitaciones, sorprendentemente a un precio más reducido.

Por Mar Peláez

viernes, 23 de septiembre de 2005

Varanasi a vida a muerte


A las 10 en punto Subash estaba esperándonos en la recepción con el encargo de llevarnos hasta su agencia de viajes, Holiday Travel Tips, una de las tantas abiertas en Varanasi, en Banaras o Benarés, como prefieras denominar a esta ciudad mística. Fue Nandu Mishra el encargado de ofrecernos excursiones por la ciudad. Aunque nuestro deseo era acercarnos cuanto antes a los famosos ghats, las escalinatas de piedra que se pierden en el Ganga, lo cierto es que sucumbimos a sus sugerencias y aceptamos ir a Sarnath en primer lugar. A 10 kilómetros al Norte de Varanasi, es el lugar de peregrinación por excelencia de los budistas. Fue allí, en un bosquecito y en el siglo VI a. C., donde Buda pronunció su primer sermón y puso en movimiento la ‘rueda que gira’.

Recorrimos la zona repleta de templos budistas, con sus estupas semiesféricas, jainistas, japoneses, chinos, tibetanos… A cada cual más bonito e interesante. Lástima que el encargado de mostrarnos todas esas maravillas fuera un budista al que apodamos el ‘estresado’. No era para menos. Ese hombre de pequeñas dimensiones nos llevó corriendo literalmente de un templo a otro sin detenerse ni un minuto a responder las múltiples dudas que sus explicaciones nos iban suscitando. Su inglés era más limitado que el nuestro y la comunicación, como es de suponer, se tornó imposible. A esto hay que sumar los cientos de niños que se abalanzaron hacia nosotros buscando nuestra complicidad y, por supuesto, unas cuantas rupias. Algunos vendían pequeños budas, otros una muestra de dioses hindúes o pinturas para estampar en la piel, pero los que más pretendían tan sólo unas monedas, un poco de champú o cualquier otro objeto para revender. El agobio que en ocasiones produce su insistencia se suple con la amabilidad con la que se dirigen a cada uno de nosotros. Es la tierra de la sonrisa.

Después de más de tres horas de ‘peregrinación’ por templos de distintas religiones, llegó la hora de comer. Lo hicimos en el restaurante Garden que, como su nombre indica, no era más que un conjunto de mesas en un jardín. Una ojeada a una tienda oficial para comprobar la maravilla de la seda y del cachemir, y por fin a los ghats. La auténtica razón de Varanasi. Se acercaba la hora del ocaso y había que estar preparada para presenciar ese momento mágico a los pies del Ganga. Por el renqueante camino, la imagen del primer guardia de tráfico, en lo alto de un pedestal, nos sorprendió. Sin embargo, sus insistentes intentos con el silbato por ordenar el tráfico eran inútiles.

Llovía con fuerza y eso hizo que el caos se acrecentara y las calles se convirtieran en auténticos ríos de agua putrefacta. Mientras, hombres esqueléticos, casi en los huesos, corrían a resguardarse, incluso, debajo de los camiones. No hay diferencia aparente entre religiones. Han logrado una perfecta convivencia entre todos ellos. Hay hindúes sentados junto a musulmanes, jainistas junto a hares krishnas, católicos con budistas, pero también sadhus, ascetas que se apartan de las ataduras de la tierra, apoyados en el mismo banco que un hombre de negocios. Quizá a ello haya contribuido el hecho de que en Varanasi la vida religiosa no se haya detenido desde hace más dos mil quinientos años. Es la ciudad de la fe. Todo unido bajo un mismo cielo. No ocurre, sin embargo, lo mismo con las castas. Las diferencias de extractos sociales son excesivamente palpables. La resignación tan asumida en la que viven les impide rebelarse.

La lluvia concluyó justo en el momento en que vislumbrábamos los ghats. Subash nos presentó a Sambhu, nuestro guía por la gran ciudad hindú, y con él nos adentramos en un mundo único.

Me sentía impaciente por comprobar con mis propios ojos por qué Varanasi es un gran faro que atrae a hombres ansiosos de eternidad y por qué morir allí, o hacerlo en un radio de 60 kilómetros, es para todo hinduista la bendición suprema: alcanzar la iluminación eterna e inmediata. Esta vez era yo la que estaba en el cruce más sagrado. Ya me había dado perfecta cuenta de que Varanasi resulta excitante, pero sobre los ghats la sorpresa se acrecentó.

A los pies de la escalinata de piedra principal comprobé in situ el por qué se la conoce con el nombre de ‘La Luminosa’ o Kashi. Siempre había leído que Varanasi resplandecía bajo el sol del amanecer, pero allí comprobé que también lo hace a la luz del crepúsculo. Fue una visión mágica. Nunca antes había visto una luz tan especial. Era como si unos focos artificiales, de una tonalidad amarillenta, fueran los encargados de reflejar esa luz increíble sobre las aguas turbias del Ganga. Y cuando la sensación de magia aún no había desaparecido, alzamos la vista hacia el amenazante cielo y las nubes se abrieron dibujando la silueta de un mapa perfecto de la India. Los cinco reaccionamos al instante. Pocos espectáculos son comparables a esa visión que tuvimos de Varanasi sobre el Ganga.

Todavía con esa luz iluminándonos, compramos a una niña una cestita con guirnaldas de flores y una vela, todo un ritual, que depositaríamos luego en medio del río para que se cumpliese nuestro deseo. Era la hora de subir a la barca. Y lo hicimos. Recorrimos a contracorriente parte de los cinco kilómetros de templos y santuarios, palacios y crematorios, que abarrotan con un dudoso orden la media luna que forma el Ganga a su paso por Varanasi. De un ghat a otro, cada uno de ellos, grandes o pequeños, ocupan un lugar propio en la vida religiosa de la ciudad. La caída del sol impedía fijarse con detalle en esos miles de peregrinos y lugareños que acuden a diario, de día o de noche, para realizar sus abluciones rituales, sus limpiezas ceremoniales, lavarse, remojar la ropa e incluso enjuagarse la boca en esas aguas llenas de desperdicios orgánicos e inorgánicos.
Llegamos hasta el crematorio eléctrico –el más económico- antes de dejarnos arrastrar por la corriente en dirección a la pira funeraria más popular, situada a muy pocos metros del Ganga. De lejos la imagen impresionaba. Cortinas de fuego y humo ascendiendo constantemente hacia el cielo, mientras los hindúes se despiden de los suyos. Sambhu nos ofreció descender precisamente en el ghat donde más kilos de madera ardía sin parar. Ante nuestra sorpresa, porque jamás hubiéramos imaginado tener la opción de ver las cremaciones tan de cerca, descendimos a la luz de las llamas. Y nos quedamos a los mismos pies de las columnas de humo. En ese momento contabilicé ocho ‘hogueras’ en su punto cumbre, pero al día ese lugar es testigo de unas 150 cremaciones.

Allí te das cuenta de que la muerte es tan sólo un paso más de la vida. Vida y muerte se dan la mano entre los ghats. No hay escenas desgarradoras. La serenidad y hasta el silencio con el que se realizan las cremaciones resulta chocante para nuestros ojos occidentales, pero es preciso entender que para ellos el final de esta vida no es más que el principio de la siguiente o, en el mejor de los casos, el fin de los ciclos eternos de la muerte y el resurgir. El humo que asciende desde las piras funerarias indica la liberación final de unas almas atormentadas por el ciclo terrenal de las reencarnaciones. Y ese aire impregna todo de espiritualidad, y hace que la estampa no resulte sorprendentemente desagradable. Muy al contrario.

Camillas de bambú llegan sin cesar, cada una con un cuerpo envuelto en sudarios de distintos colores, en función de la edad, del sexo… La gente va y viene de hoguera en hoguera, insensible aparentemente al espectáculo de luz y olor que desprende la carne quemada. Había que retirarse en ocasiones para sortear las brasas que caían en todas las direcciones y, sobre todo, para dejar que los familiares culminaran todos sus ritos alrededor del cuerpo chamuscado. Y así durante las seis o siete horas que tarda un cuerpo en descomponerse pasto de las llamas. En cuanto una pira funeraria se encuentra disponible, los porteadores bajan el cuerpo al Ganges, lo lavan envuelto en brillantes colores. Después lo dejan secar sobre el suelo y, cuando está listo, lo colocan dentro de una pira de leña, donde le prenden fuego. Una vez más, los porteadores recogen las cenizas, bajan hasta el río al candidato al viaje eterno y lo sumergen una última vez en el Ganges. Y comienza el círculo. Cuando lo que queda del cuerpo desaparece bajo las aguas, los barberos afeitan meticulosamente la cabeza de los parientes de los muertos, mientras las familias cantan mantras. Eso sí, las mujeres tienen prohibido el acceso a las cremaciones. Existe la creencia de que las lágrimas -parece ser que sólo ellas lloran- traen mala suerte al difunto. Es como si atrajeran su alma y la devolvieran al ciclo de las reencarnaciones. O sea un lastre que obstaculiza su liberación total.

Las explicaciones en inglés no me permitieron comprender todos los detalles de cómo se realizan las cremaciones. De lo que sí me enteré es que los ricos se distinguen de los pobres por el tipo de madera que utilizan para quemar a sus difuntos. Los más adinerados se aprovisionan de olorosa madera de sándalo; los más humildes tienen que conformarse con introducir una bolsita de sándalo entre el resto de troncos. Las mujeres embarazadas, los niños y las personas que han sido víctimas de la mordedura de una serpiente no tienen opción de ser quemados. ¿Entonces? Son arrojados en medio del río con una piedra de gran peso y volumen atada a su cuerpo.
Se ven familias alrededor de una de las piras para despedirse de su pariente. La gente canta durante la cremación mientras un sacerdote echa mantequilla purificada sobre el cuerpo. Hay todo un complejo código sobre las hogueras, en el que la altura del fuego y su color al quemar hacen referencia a la casta y condición del cuerpo en el interior de la pira. Ver quemar cuerpos delante de uno mismo tiene incomprensiblemente algo de magia.

Contenidas las emociones, abandonamos el ghat y nos adentramos por esa red de callejuelas apretadas, apenas lo bastante anchas como para que circule un rickshaw, y bajo esos edificios azotados por miles de monzones. Lo hicimos a oscuras. La iluminación artificial, de nuevo, había flaqueado. Nada extraño en una ciudad donde las depuradoras absorben más energía de la que se produce y donde unos enmarañados cables de la luz se apoyan con demasiada frecuencia sobre las aceras.

A tientas, sorteando los excrementos de vacas y los socavones que se abrían en las calles, llegamos a un centro de los muchos que hay repartidos por la ciudad al que ancianos y viudas llegan para buscar refugio o para vivir sus últimos días al amparo de los templos y de las limosnas donadas por los fieles. Dos mujeres inmóviles, supuestamente viudas esperando la muerte tras ser despojadas de todos sus derechos, franqueaban la puerta de acceso a la terraza del piso de arriba. Desde lo alto, la sensación de que el hechizo de Varanasi no cesa nunca volvió a aparecer.

No sé si los hindúes creen que pueden cambiar el destino, pero muchos de ellos llegan hasta allí para purificar las malas acciones del pasado y para subir un peldaño en el camino del Karma o para escapar de la rueda de la vida. Desgraciadamente sé demasiado poco para entender qué estaba ocurriendo, pero sentía que estaban celebrando la vida. Tuve la sensación de que la ciudad de culto a la muerte es también la ciudad de la vida. Durante varios minutos contemplamos esa impactante fotografía como quien observa un espectáculo difícil de explicar. Inolvidable. Estremecedor. Me quedo sin palabras para expresar lo que sentí.

Con la imagen aún viva en nuestras mentes, retornamos al laberinto de calles que conforman el barrio más famoso y nos dedicamos a tareas más mundanas, acompañados por un niño que nos siguió todo el camino sin decir ni una sola palabra. Alicia llevaba el encargo de comprar un sari de seda, y Varanasi era el mejor lugar para buscarlo. Sambhu nos llevó a una tienda en la que cobraría comisión. Unos refrescos, en lugar del característico té, nos hicieron más livianas las dos horas que nos pasamos en el interior del negocio mientras su dueño sacaba y sacaba género con la esperanza de que adquiriéramos gran cantidad de seda, pashminas, colchas, panhavis… y todo tipo de ropa.

En la calle, la luz seguía sin hacer acto de presencia y los lugareños, hacinados en el interior de sus minúsculas viviendas, permanecían sentados a la luz de las velas. Después de lidiar con cientos de inmundos excrementos de vaca, con el olisqueo de perros y sortear los mugrientos edificios, los quejidos de los tu-tus y de los taxis y el alboroto de una ciudad superpoblada, como el resto de la India, nos indicó que habíamos llegado a la calle principal. Ya era tarde y lo único que nos quedaba era ir a cenar. En el hotel, recomendado en las guías turísticas, nos encontramos casualmente con la pareja de Valladolid. Compartimos una agradable cena con ellos y nos despedimos, ya que ellos continuarían viaje a la mañana siguiente a Katmandú.

Por Mar Peláez

jueves, 22 de septiembre de 2005

India sobre raíles


Recogimos las mochilas del hotel y nos dirigimos a la estación de trenes. Eran las cinco de la tarde y el tren hacia Varanasi (Benarés) no salía hasta las 20.15, sin embargo la estación distaba 40 kilómetros. Ibamos a vivir nuestra primera experiencia con los trenes y, sobre todo, con sus estaciones. El conductor que nos había trasladado todos estos días nos despidió en el mismo andén y nos dejó ‘en manos’ de dos chicos que no hablaban inglés para que nos informaran de por qué vía llegaría el tren. La estación era vieja, sucia, destartalada. Parecía que nunca, desde que los ingleses abandonaron el país, hubiera sufrido algún tipo de remodelación. En las dos horas de espera muchos fueron los trenes de pasajeros y mercancías que pasaron por delante de nuestros ojos. Y siempre la misma historia. Puestos callejeros de comida preparada en el acto que corrían de un andén a otro en busca de un hambriento viajero. Cuencos de barro, antes llenos de té y ahora, estrellados contra el suelo; mujeres con sus hijos en el regazo pidiendo un puñado de rupias; niños con sus gestos aprendidos solicitando una limosna, una bolsa de patatas o una botella de coca-cola; cualquier cosa para recordarte que pasan hambre. Hombres, mujeres y niños sentados en el suelo sobre esterillas que al caer la noche se convertirían en sus ‘colchones’. Desperdicios, y muchos, abandonados en cualquier lugar. Trenes abarrotados de indios de distintas castas, separados de forma distintiva por clases.

Ya en la estación tuvimos el primer ‘contacto’ con la muerte. Por el andén de enfrente pasaban cuatro hombres con una camilla, transportando el cuerpo de un difunto envuelto en un sudario. No sería el último que viéramos y, mucho menos, en Varanasi.

Las horas pasaron sin darnos cuenta junto a los urinarios y bajo el ruido incesante de los pájaros y el zumbido de los mosquitos que se arremolinaban sobre nuestras cabezas. Los constantes apagones que sufrimos nos llevaron a extremar la atención sobre nuestras mochilas, aunque no era necesario. Se respiraba allí, como en cualquier otro rincón de la India, un impropio espíritu de seguridad en un país donde la pobreza se llama miseria. De eso se encarga la religión. Los hinduistas creen en la reencarnación y, por ello, intentan ser buenas personas para ascender de casta en su próxima vida.

La megafonía anunciaba la llegada de nuestro tren Poorva y los chicos que se habían quedado a nuestro cargo nos indicaron que el andén había cambiado y que venía con un sorprendente adelanto. Ya en el interior, y acomodadas nuestras mochilas bajo los asientos de las literas, convencimos al revisor para que nos cambiara de asiento y nos permitiera reunirnos en un mismo compartimento. Lo logramos. El tren iba medio vacío y era fácil acceder a nuestras peticiones. Ibamos en segunda clase y, pese a no corresponderse a la calidad de un tren europeo, no podíamos quejarnos. Bueno, si exceptuamos la ‘limpieza’ de las sábanas y mantas, el olor de los servicios y las pequeñas cucarachas que mantuvieron en vilo a Pedro, el tren estaba bastante aceptable.


Mi capacidad para dormir en cualquier sitio me permitió disfrutar de un sueño reparador. Por delante tenía ocho horas. Este descanso sólo se vio interrumpido por la inquietud que me había ocasionado el cambio de planes que yo misma propuse. Quería llegar cuanto antes a Calcuta y estaba dispuesta a renunciar a Katmandú. Deseaba poner nombre a todos esos rostros de gente que me estaban impresionando y con los que no podía hablar. La visita a monumentos se me estaba quedando demasiado corta y creía que era momento de ponerse manos a la obra y emprender el verdadero objetivo del viaje: ayudar en la medida de mis posibilidades. Mariví encajó bastante bien la modificación de nuestro itinerario.

Llegamos a Varanasi a las 4.30 de la madrugada y allí estaban esperándonos, con un cartelito con el nombre de Pedro, un chico de amplia sonrisa y Subash Chandra.

El espectáculo de la estación era indescriptible. Cuerpos tumbados en plenos andenes, en las escaleras, en el vestíbulo; en cualquier rincón. ¿Sería su casa? Desgraciadamente para muchos de ellos sí. No sé calcular, pero cientos de personas tienen la estación como único hogar. La salida no fue menos sorprendente. Un estercolero a ambos lados de la carretera servía de aprovisionamiento a varios grupos de personas que rebuscaban, con el cuerpo casi totalmente cubierto por basura, a la ‘caza’ de quién sabe qué. Jóvenes que corrían en todas direcciones haciendo deporte, personas durmiendo en las cunetas, cientos de viajeros que acababan de llegar en unos destartalados autocares con la sensación de haber peregrinado a un lugar sagrado; calles sin asfaltar, cláxones intimidatorios, vehículos que se abalanzaban en cualquier dirección. Y eso que el reloj no había marcado aún las cinco de la mañana. Sobrecogedor. Lástima que todo vaya tan deprisa y no dé tiempo a contemplar aquello que te sorprende. Saborear la India mágica, la de la gente, la de la vida.

En un taxi blanco en dirección al hotel India atravesamos el largo puente que sortea el Ganges (Ganga), de unos dos kilómetros. Al poco llegamos a la recepción del hotel, el más modesto hasta la fecha, y nos facilitaron la habitación, que aprovechamos a esa hora para dormir.

Por Mar Peláez

La perla del Tal Majal


Las 9.30 era la hora pactada para salir hacia el Taj Mahal y los cinco estábamos impacientes por atravesar los muros que circundan esa perla blanca. Había que comprobar con nuestros propios ojos por qué es el edificio más famoso de la India y, sobre todo, por qué ese mausoleo inmortaliza para el mundo entero la imagen del amor eterno. Un cuidado y ajardinado camino precede a la puerta del recinto. Tras abonar la entrada (tan sólo 14 euros), las mujeres acceden por una puerta; los hombres por la otra. ¿La razón? Es requisito imprescindible pasar un estricto control de seguridad y dejar allí cualquier objeto, encendedores y bolígrafos incluidos, que pueda poner en peligro la seguridad del emblema de la India.

Como nosotros, muchos eran los turistas indios que se agolpaban para acceder por la puerta principal del recinto, mientras fotógrafos profesionales ofrecían sus servicios. Al acercarse a esa puerta, uno teme que le decepcione la vista, pero no ocurre así. Cuando se traspasa el umbral de los jardines, y se descubre el equilibrio perfecto entre su grandiosidad y su elegancia, las dudas se disipan. Todo se traduce en simetría y eso impresiona, a pesar de que sus dimensiones no son espectaculares.

El jardín que precede a la tumba mide unos 300 metros de anchura y está dominado por un gran estanque central, donde recrearse en el entretenido ejercicio de fotografiar lo que ya miles de turistas han hecho a lo largo de la historia de un edificio construido entre 1632 y 1642. Dudo de que Sha Jahan, cuando lo mandó construir para su esposa favorita Mumtaz Mahal, pensara que su obra iba a ser inmortalizada en tantas ocasiones en papel fotográfico. Y más aún cuando su traicionero hijo le confinó a una cárcel cercana, obligándole a que viera los trabajos de construcción desde una ventana.

Toda esta mezquita funeraria está construida en mármol blanco, por ser el material noble por excelencia, y sobre él resbala la luz. Por eso contemplar este edificio en distintas horas del día es como volver a descubrirlo. Ver sus distintos reflejos, sus distintos matices. Cada hora proporciona una luz. Después de descalzarnos accedimos al interior, donde se encuentran los cenotafios bajo una bóveda de 24 metros de altura. La tumba propiamente dicha está decorada profusamente con inscripciones coránicas, arabescos florales y motivos geométricos conseguidos a base de piedras semipreciosas que un hombre nos iluminó con una pequeña linterna. Lo mismo ocurre con las paredes que abrazan las dos tumbas. Amor, soledad. Cualquier sentimiento te puede inspirar este monumento.

El Tal Mahal se alza sobre un podio cuadrado con un minarete en cada esquina, de espaldas al río Yamura. En uno de sus laterales se alza una mezquita. En el otro lado, el jawab, un edificio sin otra función que la de equilibrar la composición. No las conté, pero creo que estuvimos más de tres horas contemplando esta joya arquitectónica y compartiendo un día con los turistas indios.

Pero la realidad de la India volvió a hacerse patente. A la salida, un grupo de niños nos persiguió con la esperanza de una limosna. En especial lo hizo un niño, de escasos diez años, con la cara totalmente desfigurada y cuya mirada provocaba un cierto rechazo a la vista. Más niños, más vendedores, más conductores de rickshaws, más guías turísticos… más India.

De allí al Fuerte de Agra, el ejemplo mejor preservado entre todas las murallas construidas por los emperadores mongoles. Una dinastía tan odiada por su carácter guerrillero como admirada por sus talentos arquitectónicos. En la misma puerta nos encontramos con la pareja de Valladolid que habíamos conocido en Jaipur y con ellos visitamos el Fuerte, o lo que queda de él. Vimos de cerca esos característicos andamios de palos y cuerdas que ayudan a reformar un edificio en ese país, mientras dejaban ver al fondo la majestuosa imagen del Tal Mahal. Me perdí del grupo y aproveché para contemplar de cerca las ‘monerías’ de los monos subiendo y bajando con gran agilidad por las almenas del fuerte, pero también las miradas penetrantes y las sonrisas amplias y limpias de los indios. Y por qué no a los vendedores de postales que extienden todo el cartulario sin que les preguntes, o te ofrecen cualquier tipo de objeto de decoración.

Reunidos los cinco, nos dirigimos hacia el centro de la ciudad y descubrimos ya de día su estado. Calles sin asfaltar, callejones inmundos, vacas esqueléticas, búfalos, perros pulgosos, charcos… Pese a ser el lugar más visitado de la India, lo cierto es que Agra sólo tiene eso, el Tal Mahal. Para nuestro recuerdo nos llevamos la imagen de aquella niña de la calle a la que Pedro compró un helado y no sabía qué hacer con él. Sólo su madre fue capaz de enseñarle cómo comerlo. Antes de arrancar el todoterreno vimos como recogía del suelo el helado derramado y volvía a colocarlo en el cucurucho.

Por Mar Peláez

miércoles, 21 de septiembre de 2005

Por esos caminos indios


Y, como no hay nada mejor para despertarse que un baño, me levante a las siete de la mañana para disfrutar del que creía sería mi último chapuzón en una piscina, y del desayuno. Nos esperaba un nuevo viaje por carretera de unas seis horas. Esta vez en dirección a Agra. Los ‘maleteros’ depositaron, sin que nos dejaran ayudarles, nuestras mochilas en el techo del todoterreno, y emprendimos el viaje sobre las nueve de la mañana después de despedirnos de los recepcionistas.

Por delante, una carretera repleta de vehículos de cualquier tracción. Sería la última vez que adelantásemos a camellos y eso merecía una fotografía. Camiones decorados con coloridos motivos; vacas, búfalos y cabras por todos lados; coches lujosos junto a coches destartalados… Nuevamente el mismo panorama de caos, con vehículos que sin ningún reparo adelantan ajenos al peligro. Una moto sortea a una vaca, un camión hace lo propio con los anteriores, y nosotros, en nuestro todoterreno, hacemos lo mismo con la vaca, la moto y el camión. Verlo para creerlo. Pero esta vez lo hacían sobre una carretera que perdía el asfalto con demasiada frecuencia. Y eso que se trata de una vía muy transitada. Los constantes baches impedían caer en un reparador sueño, pero nos posibilitaban contemplar todas esas imágenes que han quedado grabadas en mi retina y, por qué no, en mi cámara de fotos. Como la de un camión cargado en su parte posterior de niños en dirección a la escuela, o la de una familia descansando al pie de la carretera en pleno campo.

Queríamos comer comida india y el conductor se detuvo en un restaurante de carretera. Era cutre, pero el menú era muy sabroso. A las pocas horas llegamos a Agra, el tercer vértice del triángulo turístico formado también por Delhi y Jaipur. Nos dejó en el Hotel Amar. El estado de la recepción no nos permitía hacernos una idea de lo confortable que resultaban las habitaciones. Estaban de obras, pero el quinto piso, el nuestro, estaba perfectamente remozado. Alicia, Mariví y yo bajamos a ver la piscina y convencimos al resto para darnos un baño en aquel agua climatizada, con tobogán incluido.

Ya de noche nos dirigimos en dos tu-tus al bazar de Agra a siete kilómetros, ante la insistencia de que la ciudad resultaba un tanto peligrosa. La primera imagen era la de mayor modernidad y limpieza, con tiendas más cuidadas. Sin embargo, era un espejismo. La pobreza sólo estaba a la vuelta de la esquina. Era cuestión exclusivamente de abandonar la calle principal. Un niño, sin extremidades inferiores, se valía de un monopatín para desplazarse en su intento por vender globos. Y que triste estaba. Igual actividad que tenían otros muchos niños que paseaban por las calles con escasa iluminación.

No nos atrevíamos aún a comer en ningún puesto callejero ante las dudas que nos provocaban la suciedad del lugar y, sobre todo, por el picante de su comida. Así que decidimos entrar en una cafetería al estilo occidental, donde al final cenamos. Y de vuelta al hotel, a hacer somero recuento de nuestras sensaciones y emociones. Alicia y yo compartimos charla nocturna.

Por Mar Peláez

martes, 20 de septiembre de 2005

Jaipur, como un marajá


Un reparador baño en la piscina del hotel me aguardaba. Eran las siete de la mañana y, pese al sueño, disfruté y mucho. Lo mismo que del desayuno en uno de los comedores decorados al estilo moghul. A las 9.30 horas ya nos esperaba nuestro conductor para llevarnos al Fuerte de Amber. El especial colorido que brindan a la ciudad los edificios de piedra rosa, no empañan el de los saris rosas, pero también naranjas, amarillos, rojos, azules turquesas, de sus lindas mujeres.

Atravesamos por muchas de las calles que ya habíamos cruzado por la noche y allí estaba, a 11 kilómetros al Norte y sobre una cresta, Amber y su fortaleza encaramada sobre las montañas circundantes. El conductor nos subió por un camino muy empinado y nos depositó a los pies del fuerte, a pesar de nuestra insistencia para que nos dejara abajo y poder ascender en elefante. Nos dio igual. Tras caminar unos pasos, entramos en el complejo del palacio. Los elefantes, con sus trompas pintadas con vivos colores, esperaban a los turistas para hacer el camino de descenso. Sin embargo, la peligrosidad de estos animales hacía imposible desobedecer las órdenes de alejarnos que nos daban sus dueños (días antes uno de ellos había matado a su domador).

Las explicaciones de uno de los guías, que se comunicaba en un español de difícil comprensión, no me convencieron, así que decidí caminar por mi cuenta y dejar que los edificios me sorprendieran. Una foto a un nutrido grupo de mujeres indias me hizo revivir una situación que conocí en las comunidades indígenas mexicanas: su sorpresa por verse retratadas por una cámara y sus risas entrecortadas al reconocerse. También tuve tiempo de hablar con dos chavales que conocían el castellano a base de charlar con los turistas.

Tras escuchar tocar a un ciego y de ver cómo barren las mujeres, descendimos con el todoterreno hasta el lugar donde esperaban los elefantes para recorrer el camino de ascenso. Olga y Pedro, Mariví, Alicia y yo, en dos elefantes decorados.

Un vendedor de ghanesas (la diosa de la buena suerte con cabeza de elefante, hija de Siva y Parvati) nos acompañó todo el camino, intentando que adquiriéramos uno de sus objetos de sándalo. Y como quien la sigue la consigue, al final Alicia sucumbió y compró una de ellas.

La siguiente parada sería la City Palace. Un alto en el camino para contemplar desde la orilla el Palacio del Agua, un edificio que como su nombre indica se encuentra en medio de un lago artificial. Y ya llegamos a la ‘Versalles de la India’, una ciudad dentro de la ciudad, de estilo rajputa y mogol, donde aún reside la familia de un maharajá. De un cuidado color rosáceo, alberga un museo textil, instrumentos musicales y demás objetos utilizados en la vida de la corte. Una visita tan bonita como relajante.

En las inmediaciones de la City Palace se encuentra el Jantar Mantar, un observatorio astronómico de principios del siglo XVIII, mandado construir por Jai Singh II, arquitecto, esteta, matemático, mecenas y el primer astrónomo indio en confiar más en la ciencia y la observación directa de los astros que en las leyendas fantásticas de los Vedas. Destaca el Samrat Yantra, un enorme meridiano de unos 30 metros de altura, que proyecta su sombra sobre un cuadrante de piedra graduado en horas y minutos. Tuve que conformarme con verlo desde fuera. El calor húmedo y pegajoso impedía pensar y desanimó al resto de la expedición.

Por fin llegamos al emblema de Jaipur: la fachada del Templo de los Vientos, un gigantesco velo para las mujeres de la corte, desde el que ver sin ser vistas. Tras la fachada, rosa y con 953 ventanas y miradores cubiertos de finas celosías, sólo se encuentra el vacío. Era el único escaparate para que las secuestradas mujeres del maharajá pudieran contemplar el mundo exterior, los desfiles, sin que el mundo exterior las viera a ellas. Hoy el desfile, en cambio, es un incesante paso de bicicletas, taxis, carretas tiradas por pausados camellos, y de hombres y mujeres a la ‘caza’ de un turista.

Nos despedimos del conductor para poder disfrutar de la ciudad a nuestro ritmo y atender exclusivamente nuestros deseos. Caminamos hacia su entrada, después de recrearnos durante segundos en la fachada rosa de cinco plantas que se estrechan hacia lo alto en varios órdenes. Queríamos contemplar de cerca qué sensación podían tener esas mujeres obligadas a permanecer ocultas. Las explicaciones de Yogui, en un casi perfecto castellano, nos permitió hacernos una idea de cómo se sentían, mientras subíamos y bajábamos por los escalones y rampas del pequeño palacio.

Ya en la calle nos sumergimos en el bullicio de sus bazares, poblados de mercaderes y charlatanes embaucadores deseosos de que un turista fuera a parar a su minúsculo negocio. A cada paso, un nuevo comerciante ofreciendo phasminas, sedas, joyas, panhavis o cualquier otro objeto decorativo. Recorrer los continuos bazares de Jaipur constituye una experiencia inolvidable, aunque no se compre nada. Son divertidos, coloridos y alegremente caóticos. Comprobamos una vez más que los indios se dirigen exclusivamente a los hombres y son a ellos a quienes les hacen caso. Pedro volvió a ser nuestro maharajá y el que nos ‘espantaba’ a vendedores demasiado insistentes.

Decidimos comer, por indicación de un chaval indio, en un restaurante. Le invitamos a que nos acompañara durante la comida porque, como él aseguró, quería aprender castellano. Tras una distendida comida acompañamos al niño hasta su casa, donde su padre pulía piedras preciosas. Una minúscula habitación en la que viven y duermen tres personas y una más minúscula cocina componía la vivienda. Jade, malaquita, zafiro… un sin fin de piedras reconvertidas en pendientes, pulseras y collares de diseños lamentablemente anticuados. Con un trocito de malaquita en la mano, descendimos por las escaleras mugrientas y húmedas del portal de una casa que reclamaba a gritos una remodelación urgente.

Mariví y yo decidimos disfrutar de la calle y dejarnos seducir por el olor de las flores y del sándalo, por las sonrisas de los indios, por sus miradas, por su imposible idioma, pero también por el tumulto, el ruido, la contaminación, la confusión del tráfico, de los incontables negocios de todo tipo, de los incansables conductores de rickshaws (taxis bicis) o de tu-tus (taxis motos), dispuestos a esperar durante horas a un turista por un puñado de rupias. El resto optó por irse al hotel a descansar.

Atraídas por una camisa preciosa, entramos en una tienda, nos sentamos en el suelo y esperamos a que nos enseñara, a su ritmo, lo que le habíamos pedido. No había forma de que dejara de sacar más género, a pesar de que le habíamos dejado claro que tan sólo queríamos una camisa. Al final, hice la primera compra en la India. El precio es para nuestros bolsillos tan barato que resulta toda una tentación. Unos pasos más adelante, sin casi darnos cuenta, nos volvimos a ver en una nueva tienda. Pero en esta ocasión sólo conversamos con un grupo de chicos que parecían estar encantados con nuestra presencia.

Y de nuevo la pena de que el tiempo pase tan deprisa y que la noche nos sorprenda tan pronto. Ya eran las ocho de la tarde y había que ir pensando en cenar. Queríamos ir en rickshaw (taxi bicicleta) al hotel, pero nadie parecía conocer el lugar exacto donde se encontraba el Shahpura House. Un hombre de apariencia muy mayor y de cuerpo demasiado enjuto para soportar el peso de un viajero se ofreció a llevarnos. Y a pesar de no estar seguro de dónde se hallaba el hotel se comprometió, ante nosotras y ante un hombre que le recriminaba algo en hindi que no entendimos, a que si no lo descubría no nos cobraba la carrera. Mariví subió al ‘carricoche’ del hombre mayor. Yo lo hice en el de un hombre más joven. Entre vacas que se cruzaban en medio de la calzada, taxis que pitaban para sortear ‘obstáculos’ y motos con hasta cinco personas –el conductor y su mujer y entre ambos cuatro niños pequeños- que adelantaban por cualquier lugar, el rickshaw avanzaba lentamente con el esfuerzo de cada una de sus pedaladas. Incomprensible, ¿cómo son capaces los taxistas de pitar a un hombre que arrastra un rickshaw o, peor aún, una carretilla cargada de maderas que a duras penas se mueve? Nadie parece inmutarse. Nadie pierde los nervios ante tanto pitido. De nuevo, incomprensible.

Los dos conductores, entre risas y comparaciones con Induráin, iban buscando el lugar exacto del hotel, con bastante poco éxito. Durante media hora recorrieron calles y más calles en su búsqueda hasta que, al final, lo lograron. Menos mal, porque mi viaje había pasado de convertirse en una aventura novedosa a una pequeña pesadilla. Me sentía muy incómoda por el esfuerzo que le causaba al conductor pasar por esas calles sin asfaltar y con socavones constantes, intentando no chocar contra ninguno de los obstáculos móviles que se abalanzaban hacia nosotros. Lástima que su inglés no sea muy bueno y que el nuestro tampoco lo sea. La difícil comunicación me impidió en demasiadas ocasiones conocer sus sentimientos, sus esperanzas de vida, de futuro. Este fue uno de los primeros momentos en los que lamenté, y mucho, que el idioma nos separara aún más.

Ya en el hotel, y tras enviar unos rápidos e-mail y un más rápido baño en la piscina, disfrutamos de la cena en el jardín y de una mínima conversación con el recepcionista. La luz de la luna me sirvió de compañera durante las dos horas que estuve escribiendo para plasmar todas las emociones que hasta el momento había sentido. Pero eran las dos de la mañana y había que dormir.

Por Mar Peláez