Viajar, viajar y viajar

Viajar, viajar y viajar. Si compartes esta pasión, aquí hay una muestra de algunos de esos rincones que aparecen en las guías de viajes, pero también de otros que se muestran ocultos a nuestros ojos. Bienvenido...

viernes, 23 de septiembre de 2005

Varanasi a vida a muerte


A las 10 en punto Subash estaba esperándonos en la recepción con el encargo de llevarnos hasta su agencia de viajes, Holiday Travel Tips, una de las tantas abiertas en Varanasi, en Banaras o Benarés, como prefieras denominar a esta ciudad mística. Fue Nandu Mishra el encargado de ofrecernos excursiones por la ciudad. Aunque nuestro deseo era acercarnos cuanto antes a los famosos ghats, las escalinatas de piedra que se pierden en el Ganga, lo cierto es que sucumbimos a sus sugerencias y aceptamos ir a Sarnath en primer lugar. A 10 kilómetros al Norte de Varanasi, es el lugar de peregrinación por excelencia de los budistas. Fue allí, en un bosquecito y en el siglo VI a. C., donde Buda pronunció su primer sermón y puso en movimiento la ‘rueda que gira’.

Recorrimos la zona repleta de templos budistas, con sus estupas semiesféricas, jainistas, japoneses, chinos, tibetanos… A cada cual más bonito e interesante. Lástima que el encargado de mostrarnos todas esas maravillas fuera un budista al que apodamos el ‘estresado’. No era para menos. Ese hombre de pequeñas dimensiones nos llevó corriendo literalmente de un templo a otro sin detenerse ni un minuto a responder las múltiples dudas que sus explicaciones nos iban suscitando. Su inglés era más limitado que el nuestro y la comunicación, como es de suponer, se tornó imposible. A esto hay que sumar los cientos de niños que se abalanzaron hacia nosotros buscando nuestra complicidad y, por supuesto, unas cuantas rupias. Algunos vendían pequeños budas, otros una muestra de dioses hindúes o pinturas para estampar en la piel, pero los que más pretendían tan sólo unas monedas, un poco de champú o cualquier otro objeto para revender. El agobio que en ocasiones produce su insistencia se suple con la amabilidad con la que se dirigen a cada uno de nosotros. Es la tierra de la sonrisa.

Después de más de tres horas de ‘peregrinación’ por templos de distintas religiones, llegó la hora de comer. Lo hicimos en el restaurante Garden que, como su nombre indica, no era más que un conjunto de mesas en un jardín. Una ojeada a una tienda oficial para comprobar la maravilla de la seda y del cachemir, y por fin a los ghats. La auténtica razón de Varanasi. Se acercaba la hora del ocaso y había que estar preparada para presenciar ese momento mágico a los pies del Ganga. Por el renqueante camino, la imagen del primer guardia de tráfico, en lo alto de un pedestal, nos sorprendió. Sin embargo, sus insistentes intentos con el silbato por ordenar el tráfico eran inútiles.

Llovía con fuerza y eso hizo que el caos se acrecentara y las calles se convirtieran en auténticos ríos de agua putrefacta. Mientras, hombres esqueléticos, casi en los huesos, corrían a resguardarse, incluso, debajo de los camiones. No hay diferencia aparente entre religiones. Han logrado una perfecta convivencia entre todos ellos. Hay hindúes sentados junto a musulmanes, jainistas junto a hares krishnas, católicos con budistas, pero también sadhus, ascetas que se apartan de las ataduras de la tierra, apoyados en el mismo banco que un hombre de negocios. Quizá a ello haya contribuido el hecho de que en Varanasi la vida religiosa no se haya detenido desde hace más dos mil quinientos años. Es la ciudad de la fe. Todo unido bajo un mismo cielo. No ocurre, sin embargo, lo mismo con las castas. Las diferencias de extractos sociales son excesivamente palpables. La resignación tan asumida en la que viven les impide rebelarse.

La lluvia concluyó justo en el momento en que vislumbrábamos los ghats. Subash nos presentó a Sambhu, nuestro guía por la gran ciudad hindú, y con él nos adentramos en un mundo único.

Me sentía impaciente por comprobar con mis propios ojos por qué Varanasi es un gran faro que atrae a hombres ansiosos de eternidad y por qué morir allí, o hacerlo en un radio de 60 kilómetros, es para todo hinduista la bendición suprema: alcanzar la iluminación eterna e inmediata. Esta vez era yo la que estaba en el cruce más sagrado. Ya me había dado perfecta cuenta de que Varanasi resulta excitante, pero sobre los ghats la sorpresa se acrecentó.

A los pies de la escalinata de piedra principal comprobé in situ el por qué se la conoce con el nombre de ‘La Luminosa’ o Kashi. Siempre había leído que Varanasi resplandecía bajo el sol del amanecer, pero allí comprobé que también lo hace a la luz del crepúsculo. Fue una visión mágica. Nunca antes había visto una luz tan especial. Era como si unos focos artificiales, de una tonalidad amarillenta, fueran los encargados de reflejar esa luz increíble sobre las aguas turbias del Ganga. Y cuando la sensación de magia aún no había desaparecido, alzamos la vista hacia el amenazante cielo y las nubes se abrieron dibujando la silueta de un mapa perfecto de la India. Los cinco reaccionamos al instante. Pocos espectáculos son comparables a esa visión que tuvimos de Varanasi sobre el Ganga.

Todavía con esa luz iluminándonos, compramos a una niña una cestita con guirnaldas de flores y una vela, todo un ritual, que depositaríamos luego en medio del río para que se cumpliese nuestro deseo. Era la hora de subir a la barca. Y lo hicimos. Recorrimos a contracorriente parte de los cinco kilómetros de templos y santuarios, palacios y crematorios, que abarrotan con un dudoso orden la media luna que forma el Ganga a su paso por Varanasi. De un ghat a otro, cada uno de ellos, grandes o pequeños, ocupan un lugar propio en la vida religiosa de la ciudad. La caída del sol impedía fijarse con detalle en esos miles de peregrinos y lugareños que acuden a diario, de día o de noche, para realizar sus abluciones rituales, sus limpiezas ceremoniales, lavarse, remojar la ropa e incluso enjuagarse la boca en esas aguas llenas de desperdicios orgánicos e inorgánicos.
Llegamos hasta el crematorio eléctrico –el más económico- antes de dejarnos arrastrar por la corriente en dirección a la pira funeraria más popular, situada a muy pocos metros del Ganga. De lejos la imagen impresionaba. Cortinas de fuego y humo ascendiendo constantemente hacia el cielo, mientras los hindúes se despiden de los suyos. Sambhu nos ofreció descender precisamente en el ghat donde más kilos de madera ardía sin parar. Ante nuestra sorpresa, porque jamás hubiéramos imaginado tener la opción de ver las cremaciones tan de cerca, descendimos a la luz de las llamas. Y nos quedamos a los mismos pies de las columnas de humo. En ese momento contabilicé ocho ‘hogueras’ en su punto cumbre, pero al día ese lugar es testigo de unas 150 cremaciones.

Allí te das cuenta de que la muerte es tan sólo un paso más de la vida. Vida y muerte se dan la mano entre los ghats. No hay escenas desgarradoras. La serenidad y hasta el silencio con el que se realizan las cremaciones resulta chocante para nuestros ojos occidentales, pero es preciso entender que para ellos el final de esta vida no es más que el principio de la siguiente o, en el mejor de los casos, el fin de los ciclos eternos de la muerte y el resurgir. El humo que asciende desde las piras funerarias indica la liberación final de unas almas atormentadas por el ciclo terrenal de las reencarnaciones. Y ese aire impregna todo de espiritualidad, y hace que la estampa no resulte sorprendentemente desagradable. Muy al contrario.

Camillas de bambú llegan sin cesar, cada una con un cuerpo envuelto en sudarios de distintos colores, en función de la edad, del sexo… La gente va y viene de hoguera en hoguera, insensible aparentemente al espectáculo de luz y olor que desprende la carne quemada. Había que retirarse en ocasiones para sortear las brasas que caían en todas las direcciones y, sobre todo, para dejar que los familiares culminaran todos sus ritos alrededor del cuerpo chamuscado. Y así durante las seis o siete horas que tarda un cuerpo en descomponerse pasto de las llamas. En cuanto una pira funeraria se encuentra disponible, los porteadores bajan el cuerpo al Ganges, lo lavan envuelto en brillantes colores. Después lo dejan secar sobre el suelo y, cuando está listo, lo colocan dentro de una pira de leña, donde le prenden fuego. Una vez más, los porteadores recogen las cenizas, bajan hasta el río al candidato al viaje eterno y lo sumergen una última vez en el Ganges. Y comienza el círculo. Cuando lo que queda del cuerpo desaparece bajo las aguas, los barberos afeitan meticulosamente la cabeza de los parientes de los muertos, mientras las familias cantan mantras. Eso sí, las mujeres tienen prohibido el acceso a las cremaciones. Existe la creencia de que las lágrimas -parece ser que sólo ellas lloran- traen mala suerte al difunto. Es como si atrajeran su alma y la devolvieran al ciclo de las reencarnaciones. O sea un lastre que obstaculiza su liberación total.

Las explicaciones en inglés no me permitieron comprender todos los detalles de cómo se realizan las cremaciones. De lo que sí me enteré es que los ricos se distinguen de los pobres por el tipo de madera que utilizan para quemar a sus difuntos. Los más adinerados se aprovisionan de olorosa madera de sándalo; los más humildes tienen que conformarse con introducir una bolsita de sándalo entre el resto de troncos. Las mujeres embarazadas, los niños y las personas que han sido víctimas de la mordedura de una serpiente no tienen opción de ser quemados. ¿Entonces? Son arrojados en medio del río con una piedra de gran peso y volumen atada a su cuerpo.
Se ven familias alrededor de una de las piras para despedirse de su pariente. La gente canta durante la cremación mientras un sacerdote echa mantequilla purificada sobre el cuerpo. Hay todo un complejo código sobre las hogueras, en el que la altura del fuego y su color al quemar hacen referencia a la casta y condición del cuerpo en el interior de la pira. Ver quemar cuerpos delante de uno mismo tiene incomprensiblemente algo de magia.

Contenidas las emociones, abandonamos el ghat y nos adentramos por esa red de callejuelas apretadas, apenas lo bastante anchas como para que circule un rickshaw, y bajo esos edificios azotados por miles de monzones. Lo hicimos a oscuras. La iluminación artificial, de nuevo, había flaqueado. Nada extraño en una ciudad donde las depuradoras absorben más energía de la que se produce y donde unos enmarañados cables de la luz se apoyan con demasiada frecuencia sobre las aceras.

A tientas, sorteando los excrementos de vacas y los socavones que se abrían en las calles, llegamos a un centro de los muchos que hay repartidos por la ciudad al que ancianos y viudas llegan para buscar refugio o para vivir sus últimos días al amparo de los templos y de las limosnas donadas por los fieles. Dos mujeres inmóviles, supuestamente viudas esperando la muerte tras ser despojadas de todos sus derechos, franqueaban la puerta de acceso a la terraza del piso de arriba. Desde lo alto, la sensación de que el hechizo de Varanasi no cesa nunca volvió a aparecer.

No sé si los hindúes creen que pueden cambiar el destino, pero muchos de ellos llegan hasta allí para purificar las malas acciones del pasado y para subir un peldaño en el camino del Karma o para escapar de la rueda de la vida. Desgraciadamente sé demasiado poco para entender qué estaba ocurriendo, pero sentía que estaban celebrando la vida. Tuve la sensación de que la ciudad de culto a la muerte es también la ciudad de la vida. Durante varios minutos contemplamos esa impactante fotografía como quien observa un espectáculo difícil de explicar. Inolvidable. Estremecedor. Me quedo sin palabras para expresar lo que sentí.

Con la imagen aún viva en nuestras mentes, retornamos al laberinto de calles que conforman el barrio más famoso y nos dedicamos a tareas más mundanas, acompañados por un niño que nos siguió todo el camino sin decir ni una sola palabra. Alicia llevaba el encargo de comprar un sari de seda, y Varanasi era el mejor lugar para buscarlo. Sambhu nos llevó a una tienda en la que cobraría comisión. Unos refrescos, en lugar del característico té, nos hicieron más livianas las dos horas que nos pasamos en el interior del negocio mientras su dueño sacaba y sacaba género con la esperanza de que adquiriéramos gran cantidad de seda, pashminas, colchas, panhavis… y todo tipo de ropa.

En la calle, la luz seguía sin hacer acto de presencia y los lugareños, hacinados en el interior de sus minúsculas viviendas, permanecían sentados a la luz de las velas. Después de lidiar con cientos de inmundos excrementos de vaca, con el olisqueo de perros y sortear los mugrientos edificios, los quejidos de los tu-tus y de los taxis y el alboroto de una ciudad superpoblada, como el resto de la India, nos indicó que habíamos llegado a la calle principal. Ya era tarde y lo único que nos quedaba era ir a cenar. En el hotel, recomendado en las guías turísticas, nos encontramos casualmente con la pareja de Valladolid. Compartimos una agradable cena con ellos y nos despedimos, ya que ellos continuarían viaje a la mañana siguiente a Katmandú.

Por Mar Peláez

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