Viajar, viajar y viajar

Viajar, viajar y viajar. Si compartes esta pasión, aquí hay una muestra de algunos de esos rincones que aparecen en las guías de viajes, pero también de otros que se muestran ocultos a nuestros ojos. Bienvenido...

jueves, 29 de septiembre de 2005

Calcuta respira


Otro día más en la agobiante, asfixiante, desquiciante Calcuta. Pero esta vez, con sorpresa: la ciudad era un pantano. El agua del monzón cubría las calles y era imposible andar por ellas sin mojarse hasta las rodillas. Entendí en ese preciso momento lo que se siente cuando en el telediario muestran una ciudad totalmente inundada.

Era agua putrefacta, marrón, maloliente, densa, caliente. Sólo es necesario hacer un ejercicio de imaginación y visualizar el estado de las calles en un día corriente para darse cuenta de lo podrido de la escena. Basura esparcida por cualquier rincón, desperdicios orgánicos o inorgánicos que sirven de comida a los perros, a los cuervos o a cualquier ser vivo carroñero. No hay papeleras en toda la ciudad y los indios están acostumbrados a tirar todo, absolutamente todo, al suelo. Y, claro, cuando llega la lluvia, algo habitual de mayo a octubre, esa mierda se confunde en el agua. La obligación de andar cubierto hasta las rodillas, por calles llenas de baches y bocas de alcantarillas abiertas, contribuye a aumentar los problemas de salud. El agua de la urbe está contaminada y las enfermedades gástricas son endémicas. Además, las autoridades son incapaces de mantener limpia la ciudad; las calles están llenas de basura y los vertederos repletos y esparcidos.

Las risas sonoras mitigaban la repugnancia que producía cada vez que algo, no se sabe qué, se enredaba en los pies. Y así a cada paso. Era preciso andar muy despacio, ya que las calles no eran demasiado uniformes y resultaba muy fácil ceder a un tropezón. Ir de un lado a otro era tarea ardua. Pero más arduo es vivir en la calle en esas condiciones. Ver cómo la gente se las ingenia para no perder sus ínfimas pertenencias en cada riada.

Era jueves, día en que cierran los centros de la Fundación, por lo que decidimos adentrarnos en la ciudad y hacer algo de turismo. Pero antes, otra sorpresa. La urbe entera había enmudecido. Las calles estaban vacías, ni un solo coche circulaba por ellas, ni siquiera los rickshaws. Estaban de huelga. Día sin coche, día sin ruido, día sin polución. Una maravilla. Después de lavarnos los pies en una de las fuentes callejeras nos encontramos con el hotel más caro de Calcuta, el Overoi, y a sus pies tomamos dos taxis. El hecho de que estuvieran de huelga nos obligó a pagar una suma de dinero más elevada de lo habitual, pero quien algo quiere… El hombre se arriesgaba a que le parasen los piquetes y le obligaran a detenerse.

Nos dirigimos hacia el Norte de la ciudad, dirección al templo jainista de Parasnath. La puerta estaba cerrada, pero fue el propio guardés del centro quien nos ofreció entrar por 30 rupias, y aprovechamos la oportunidad. Se trataba de un grupo de templos emplazados alrededor de un jardín ornamentado con estanques llenos de carpas y estatuas neoclásicas de mármol y de alabastro. El templo principal estaba coronado por una cúpula, y en su interior todo era ostentación. La imagen central estaba rodeada de rebuscadas obras de mármol, cristales, espejos, lámparas, objetos de plata.

De allí nos fuimos al templo de Kalighat, el más importante de Kolkata, situado a cinco kilómetros del centro. Las vacías calles eran utilizadas por grandes y mayores para jugar el críquet, para pasear o simplemente para estar en medio de ellas. El taxi nos dejó a varios metros del templo y tuvimos tiempo de nuevo de ver la cara de la pobreza. Hombres, mujeres y niños sentados en el suelo, en forma de hilera, esperando unas monedas en su recipiente bajo y redondo. Perros callejeros olisqueando, mujeres quitando los piojos a sus hijos y vendedores ambulantes por todos lados.

Por un laberinto de calles inundadas de puestos con artículos de dioses de toda clase, destinado a los peregrinos, llegamos al sencillo templo dedicado a Kali, la diosa negra. El centro está abierto a todas las horas y siempre bulle de actividad. El suelo estaba mojado, con restos de sangre, y la idea de descalzarnos no nos parecía oportuna, más si se tiene en cuenta que la sala donde se reúnen los fieles se utiliza para sacrificar ahora cabras y antes a seres humanos para apaciguar a la diosa de la fertilidad.

Pero a mí lo que me seguía causando mayor impresión eran las caras alegres de esos niños de la calle que se ven obligados a trabajar durante ocho, quizá diez horas, mendigando en compañía de sus madres. Lo mimo que los ojos alegres, la mirada penetrante y la sonrisa sincera de esa preciosa niña que jugaba con su hermana desnudita en plena calle. La madre y las dos niñas se ofrecieron a posar para nosotros y eso tuvo su recompensa en forma de un pequeño billete. A fin de cuentas nosotros queríamos su rostro y ellas unas monedas. Eran mis ‘modelos’.

De nuevo en el taxi nos dirigimos a otro templo, al de Shiva. Esta vez junto al río Ganges, donde un puñado de hombres, mujeres y niños rebuscaba en los desperdicios que se amontonaban en la orilla. Es su forma de vida, cada día la misma historia. En la calle causamos sensación. No en vano, éramos un grupo de turistas en pleno barrio marginal. Nos hicieron corro, querían salir en nuestras fotografías y posaban sonrientes. Daba igual las edades: niños arremolinados entorno a nuestras cámaras para verse, quizá por primera vez, retratados; hombres que adoptaban una postura seria para ser fotografiados, y mujeres de nuevo esquivas con los flashes. Permanecimos largo rato con toda esa gente, gesticulando para ser entendidos, ya que el dialecto bengalí se nos seguía resistiendo. Con unos coloridos collares de flores abandonamos la escena para encontrarnos otra más impactante. Ya en el taxi recorrimos las columnas de chabolas de cartón, madera o chapas onduladas, que se abrían a ambos lados de la carretera y atravesamos por debajo de un puente. No hubiera sido novedoso si no hubiésemos comprobado como aquel lugar inhóspito se había convertido en el hogar de cientos de personas, que buscaban su hueco al amparo de un sotechado. No daba crédito ¿cómo pueden vivir allí tantas personas? Llovía y muchos eran los que permanecían bajo los camiones para resguardarse del agua. Tras ese interminable barrio de chabolas, se abrió una calle amplia con edificios coloniales, una vez grandiosos y ahora podridos exponentes de la decadencia imperial.

Después de recorrer de Norte a Sur la ciudad ya entiendo porqué no figura en los itinerarios turísticos. Calcuta no es una ciudad para el visitante de un día, el que busca palacios con tules y tiendas de recuerdos en serie. Tampoco para el pusilánime ni para el que cierra los ojos a toda realidad. El viajero experimentado descubrirá que por encima de esos edificios se esconde una ciudad que late, vibra y lucha por el triunfo de la vida. Calcuta conmueve. Y lo hace porque la miseria se quintuplica. Son tales las imágenes impactantes que se ven a cada paso que el corazón se encoge y se extiende con sólo tener los ojos bien abiertos.
Con todas esas emociones llegamos a Sudder Street. Era el último día de estancia de Pedro e hicimos algo de balance de nuestro viaje en la terraza del hotel. Nos acompañaban en esa tarea las dos enfermeras alicantinas, Elia y Elena, además de la catalana Montse y la burgalesa Marisa.

Por Mar Peláez

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