Viajar, viajar y viajar

Viajar, viajar y viajar. Si compartes esta pasión, aquí hay una muestra de algunos de esos rincones que aparecen en las guías de viajes, pero también de otros que se muestran ocultos a nuestros ojos. Bienvenido...

jueves, 30 de noviembre de 2006

Y de repente Bariloche


En estas latitudes todo excita la emoción, unas veces la triste aridez de las planicies, otras el aspecto caótico de las montañas y, con frecuencia, entre las grandiosas escenas de la naturaleza, la majestad de las noches serenas nos conmueve hondamente". Lo decía Ramón Lista 1856-1897, en Barridos por el Viento, y no le faltaba ni un ápice de razón.

Bariloche, ubicada en la zona de transición de la estepa al bosque, se alza a los pies de la Cordillera de los Andes, lo que permite observar, en pocos kilómetros, ambientes realmente variados. El espectacular Lago Nahuel Huapi, ‘isla del tigre’, embellece la ciudad. Ocupa 560 kilómetros cuadrados y su profundidad máxima conocida asciende a 454 metros. Nada más llegar a esta villa turística, las ofertas se multiplican. ¿Quieres navegar ahora mismo por el Lago? La invitación era tentadora. El primer destino sería la Isla Victoria, una lonja alargada cubierta de bosques y acantilados en medio de un lago de 97 kilómetros de longitud, que atrae por su encanto ya desde la propia ciudad.

Pero antes, un recorrido de 25 kilómetros en la línea 20, sin perder de vista el Nahuel Huapi, para disfrutar y saborear la belleza del paisaje que te acompaña a izquierda y a derecha. Es ideal para recorrerlo, conocerlo y vivirlo plenamente. En primavera se muestra serpenteante a través de una ruta asfáltica encajonada en paredones amarillos de retamas. Las pintorescas casas de madera, hoy la gran mayoría reconvertidas en alojamientos turísticos de toda gama, conviven a la perfección con el paisaje y otorgan a la pequeña villa un encanto particular. El final del viaje en autobús concluye cerca del archiconocido Hotel Llao Llao, un nombre que se debe a un hongo muy común en la región que crece adherido al ñire o al cohiue, y que se traduce como dulce dulce, porque los aborígenes no conocían el adverbio muy.

El paseo en el catamarán Modesta Victoria comienza en Puerto Pañuelo, a orillas de la pintoresca y exclusiva península Llao Llao, y por un precio de 76 pesos más los correspondientes 12 pesos de entrada al Parque Nacional Nahuel Huapi. Las gaviotas ya están preparadas sobre la embarcación y así seguirán durante toda la travesía alrededor del catamarán. Esperan que algún intrépido turista les convide a una galleta sujeta con cierto temor en la mano. Es un juego repetido una y otra vez. Mayores y pequeños. Todos se divierten con el aleteo fatigoso de estas pequeñas aves que deben hacer frente a la velocidad de la embarcación y de los vientos que, en ocasiones, las hace retroceder o avanzar de forma vigorosa. Parece que no quieren despedirse de los pasajeros que parten hacia el maravilloso mundo de la Isla Victoria. Y mientras algunos juguetean con las gaviotas lanzándoles trozos de galletas, o se afanaban en sacar la mejor instantánea, otros se dirigen a proa a observar el veloz avance sobre el Nahuel Huapi o a popa para dejarse seducir por la huella de espuma y remolinos que deja la nave sobre el agua cristalina, resultado de los glaciares milenarios que esboza una secuencia permanente de sorpresas paisajísticas.

Las aguas azules del Nahuel Huapi, el verdor de la vegetación que crece en la costa y los picos nevados del cordón montañoso que sobresalen en el horizonte, deleitan la vista durante la media hora de navegación. A la distancia, la Isla Victoria rompe el espejo azul y emerge como una tentación y una promesa. Es un clásico que merece disfrutarse con delectación y no como una mera estación de paso. Es como una isla soñada, donde los bosques de arrayanes y los caminos que la dibujan realzan un paisaje ilusorio.

Los tupidos senderos que surcan Victoria conducen a los visitantes hasta gigantes secoyas, eucaliptos, robles, coihues o ñires, algunos de sus únicos habitantes. La tupida vegetación de vez en cuando deja redescubrir el lago. Contrasta el verde de los árboles, con el azul intenso del lago, el blanco de las montañas nevadas de la cordillera y, sobre todo, con el tapiz que forma el amarillo de la retama. Un mosaico de colores para una estampa poética que parece irreal.

La excursión a la isla Victoria suele combinarse con una visita a la Península Quetrihué, donde se despliega el mágico Parque Nacional Los Arrayanes. Una hora de travesía y allí surge ese atractivo. El arrayán es un árbol muy particular. Sus fuertes troncos se elevan hasta los 15 metros y el color canela de su corteza tiñe el bosque con una cálida patina. Su ‘piel’ es fina y fría al tacto, y se desprende en pequeñas láminas, lo que le da una apariencia tan singular. Cuentan que es único en el mundo. Parece un bosque de cuento. De hecho, la leyenda se encarga de situar este bosque en inspirador de Walt Disney para dibujar la película de ‘Bambi’. Lo que sí es verdad, es la energía que transmiten los árboles con esas luces que se filtran entre las ramas de algunos de estos ejemplares de más de 600 años. Fue declarado Parque Nacional por Ley en el año 1980 y está muy protegido. Tan sólo se puede recorrer por un sendero entablado, de aproximadamente 600 metros de longitud, para no dañar las raíces. Una lástima, pero todo sea porque miles de personas tengan en un futuro el privilegio de dejarse llevar por esas luces y sombras.

Por Mar Peláez

miércoles, 29 de noviembre de 2006

Ventana a la Península Valdés


Numerosas son las excursiones que ofertan los operadores turísticos en Península Valdés, pero realmente son puro relleno en noviembre. Como el avistaje ‘telescópico’ de lobos marinos de un pelo que habitan todo el año en Punta Loma; la playa Doradillo, el mejor lugar para el avistaje costero de las ballenas si hubiese sido de junio a octubre; o Punta Norte, un punto de reunión para esperar pacientemente los varamientos voluntarios de las orcas continentales entre febrero y abril a la caza de los pequeños lobos marinos, coincidiendo con las primeras incursiones al agua de los cachorros.

Como el mes era finales de noviembre, la opción fue caminar por toda la larga playa hasta encontrar el Ecocentro. Todo está a la vista en este museo coqueto y didáctico. Hay un mirador en el piso superior, comparable a un faro, desde el cual puede compartirse el placer de la lectura con la observación del mar por sus colosales ventanales. Un poema de Jorge Luis Borges, plasmado sobre una gran lámina de chapa, invita a entrar. Y que dice así:

El Mar // Antes que el sueño (o el terror) tejiera / mitologias y cosmogonías, / antes que el tiempo se acuñara en días, / el mar, el siempre mar, ya estaba y era. / ¿Quien es el mar? ¿Quien es aquel violento / y antiguo ser que roe los pilares / de la tierra y es uno y muchos mares / y abismo y resplandor y azar y viento? / Quien lo mira lo ve por vez primera. / Siempre con el asombro que las cosas / elementales dejan, las hermosas tardes, la luna, el fuego de una hoguera. / ¿Quién es el mar, quién soy? lo sabré el día / ulterior que sucede a la agonía.

Parece que el Ecocentro ha intentado dar respuestas a todos esos interrogantes de Borges. Se abre como un lugar de acercamiento al mar e intenta que el viajero se instruya en el mundo marino, su fauna, sus costas, sus mareas, sus recursos y se conciencie sobre su delicado ecosistema. Este acercamiento está propuesto desde varios ángulos, teniendo en cuenta las distintas sensibilidades humanas: a algunos nos llegan las imágenes: ballenas, lobos de mar, pingüinos, aves; a otros las palabras escritas en cientos de reflexiones y poesías, y a otros los sonidos o los silencios.

Un lapso de tiempo nos quedaba para despedirnos de la Península Valdés y emprender la expedición a otro de los tesoros de la Patagonia: Bariloche. Nos esperaba un viaje de 15 horas en autocar por ese poco fotogénico paisaje patagónico. Rawson, Trelew, Gaimán, Dolavon… y, en medio de la nada, nuevo ‘tropezón’ con el ripio. Arregladas las gomas del autocar, sumamente cómodo, proseguimos viaje. Las Plumas, Paso de los Indios, Tecka, Esquel… Todo parece llegar hasta el infinito, hasta que, sorpresa, el territorio se eleva en dirección a la cordillera de los Andes. El paisaje se torna más verde; atrás queda el parduzco terreno. Las montañas blancas, los lagos de aguas cristalinas y la vegetación espesa se abre delante del ómnibus. Aparecen los bosques que se conjugan con lagos, montañas y glaciares en un espectáculo de belleza incomparable. Entre los abundantes bosques de lenga, ñire y coihue. Hemos traspasado la planicie y acabamos de toparnos con los Andes más nevados. La puerta a la naturaleza. El Hoyo, Lago Puelo, El Bolsón y, por fin, Bariloche.

Por Mar Peláez

martes, 28 de noviembre de 2006

Ser pinguino por un día



La tentación de ver a las toninas overas nos llevó de regreso al mar. De la familia de los delfines, estos mamíferos tienen el aspecto de pequeñas orcas, pero "vuelan", saltan y nadan a una velocidad endiablada. Son muy fácil de distinguir: la cabeza, la cola y todas sus aletas son negras; el resto del cuerpo, blanco. Rara vez sobrepasan los 1,5 metros y los 50 kilos, viven en grupos y generalmente se observan de dos a diez toninas. De marzo a mediados de enero se dejan ver en la Patagonia. Una lancha esperaba en Playa Unión, ciudad balnearia a 20 kilómetros de Trelew. Saboreamos la navegación a mar abierto, compartiendo el viaje con algunas colonias de pingüinos, gaviotas y lobos marinos asustados por el ruido de los motores, hasta que emergió la primera tonina overa y su esbelta figura. Fue una sorpresa. Esos enérgicos saltos sobre la superficie, esas piruetas, esos juegos durante toda la travesía a esquivar el bote y a ‘salpicarnos’ la vista. Curiosear entre los movimientos ágiles de estos animales amistosos y juguetones, que viven en plena libertad, y hacerlo durante una hora y media, es una oportunidad única que sólo lo ofrece la Patagonia.

Como también lo es la Pingüinera de Punta Tombo, situada a 181 kilómetros de Puerto Madryn. ¿Te imaginas ser parte de una comunidad de pingüinos por un día? Allí es posible. Es, sin duda, uno de los lugares del litoral patagónico más visitado, pero no sólo por turistas, también por cerca de medio millón de pingüinos de Magallanes, que regresan cada año, de forma cíclica, a los mismos nidos que ambos sexos defendieron mientras incubaron los huevos (generalmente dos) y alimentaron a sus pichones con peces y calamares.

Punta Tombo es la colonia de pingüinos magallánicos más grande del mundo, y no sólo eso, no existe otro asentamiento de pingüinos de esta magnitud a la que se puede acceder tan fácilmente. En esta Reserva Faunística se puede caminar entre estas elegantes aves, observar su forma de vida, seguir de cerca sus pasitos, mirar cómo conservan sus nidos y crías entre los arbustos, y ver un poco más de lejos cómo de forma vigorosa nadan en el mar a un ritmo de unos ocho kilómetros por hora. Torpes en tierra, ligeros en el mar. No resulta tarea sencilla sortearles. Miden apenas 50 centímetros y se mueven con esa inusual gracia que deja fascinado a cualquiera. Es su hogar y, como tal, son los dueños. De ahí, que sean capaces de permanecer minutos enteros, agitando su ala, esperando para que el visitante les deje el paso libre.

Comienzan a llegar entre agosto y septiembre. Es el momento de la lucha territorial y del armado de los nidos. Un mes más tarde están preparados para incubar sus huevos. 30 o 45 días más tarde, surgen los primeros pichones, y ya en diciembre es cuando la playa vive la gran ‘invasión’. No será hasta abril cuando, después de mudar el plumaje, inicien su migración hacia el Norte. Y no se les volverá a ver hasta finales de agosto. Su hogar será entonces el mar, y pueden llegar incluso a nadar hasta las latitudes de Río de Janeiro, en un viaje de 3.000 kilómetros.

El recorrido arenoso que circunda su territorio está ‘minado’ de cuevas donde los pingüinos ponen sus huevos y crían a sus pichones. Mantienen una febril actividad: mientras unos excavan sus cuevas, otros se pelean defendiendo su territorio. Los continuos rebuznos (la voz de los pingüinos) dominan el ambiente. Pueden verse a grupitos de pingüinos que, desde las playas, se internan en la colonia, exhaustos después de pasar varios días en el mar, consiguiendo alimento para sus pichones. Al rato, se ve partir a otro grupo rumbo al mar, luego de relevar a su pareja, ya que tanto el macho como la hembra comparten el cuidado de sus crías. Resulta un ceremonial inaudito curiosear a escasos milímetros en un nido, y en el de lado, ver cómo un polluelo rompe el cascarón o cómo sus progenitores le alimentan. Pero, como siempre, el guía marcaba las pautas y había llegado el momento de la partida.

Nos esperaba, quisiéramos o no, una visita obligada a la localidad de Gaiman, la colonia galesa que, según las guías, destaca por su hermosa arquitectura y sus tradicionales. Pero ¿cómo puede interesar a los europeos un lugar como éste? Pues realmente nada. La recomendación es pasear sin rumbo, observar sus casas típicas y, sobre todo, sentarse tranquilamente a tomar el té en una de las tantas casas especializadas y, por qué no, concertadas. Hicimos caso omiso de las sugerencias.

Por Mar Peláez

lunes, 27 de noviembre de 2006

Las ballenas, esos gigantes

La entrada a las 360.000 hectáreas de Reserva Natural de la Península Valdés es un deleite para los sentidos. Es tan destacable su población faunística que la Unesco declaró a este lugar Patrimonio de la Humanidad. Pero antes había que atravesar toda esa masa de tierra árida, casi totalmente desprovista de vegetación. Ni un árbol, tan sólo matorrales de escasa altura, arbustos achaparrados que no superan el metro de altura, junto con gramíneas que crecen en matas bajas y compactas, salpican el paisaje ralo y terroso. La planicie es tan árida que a los sentidos se torna infinita, cubierta por un gran manto de cantos rodados y salpicada por enormes mesetas que de tanto en tanto quiebran la aparente monotonía del paisaje.

Una manada de guanacos, al costado de la ruta, rompe la quietud de la estampa. Poco más adelante, un grupo de ñandús patagónicos corre por la meseta, mientras los viajeros fijan su vista en un animal poco común en nuestras latitudes. De repente, dos maras cruzan, ajenas a los fuertes vientos, el camino que divide las grandes extensiones que dominan los terratenientes. Los corderos, mientras, acampan a sus anchas y disfrutan de las cuatro hectáreas que les corresponde en toda esta vasta Patagonia. Se calcula que la en la provincia de Chubut se contabilizan cuatro millones de ovejas. Y en el fondo, el paisaje inhóspito impacta con sus secretos al observador atento.

Una carretera amplia de ripio fino conduce hasta el istmo Carlos Ameghino, que conecta la Península con el continente. A lo lejos, el agua flanquea los dos costados de la ruta. Tanto a derecha como a izquierda se observa el azul del mar patagónico. Si se baja la ventanilla de la furgoneta, hasta se pueden oír los chirridos de las numerosas aves que habitan en la Isla de los Pájaros, la misma en la que supuestamente se inspiró el autor del Principito.

Junto a ese punto hay que detenerse para abonar los 35 pesos de entrada oficial a la Península. Se puede aprovechar para adentrarse en el Centro de Interpretación y Museo Regional, con el que informarse a fondo de los lugares que se pueden visitar, de su geografía, fauna, flora e historia, y para resguardarse, por qué no, del aire tan puro y característico de toda la estepa patagónica.

La estructura de una gigantesca ballena franca austral, una de las once especies más grandes del mundo, preside el centro. No posee dientes, sino una especie de barba a través de la cual filtra el agua, absorbiendo el plancton, su principal alimento. Llega a la Península de mayo a diciembre, ya sea para parir o copular. Los últimos censos apuntan a que la población de este mamífero, en peligro de extinción, supera los 600 ejemplares, o lo que es lo mismo, el 20% de la población mundial.

Sólo 25 kilómetros más adelante se abre sobre la estepa un abanico celeste entre acantilados dorados. Es Puerto Pirámides, el único asentamiento de población de la reserva y el punto de partida para realizar el avistaje. Ataviados con el pertinente chaleco salvavidas y un poncho de agua, los viajeros ascienden expectantes a la embarcación. Se sale desde un pequeño puerto y minutos más tarde las embarcaciones llegan a sólo unos metros de los gigantes mamíferos marinos. Una vez apagados los motores de las lanchas, sólo resta esperar su aparición. A los pocos minutos, y de forma espontánea, el espectáculo da comienzo. En la lejanía se aprecian las columnas de spray que arroja una ballena al respirar y la inconfundible aleta que surge cuando da algún salto fuera del agua. No hubo suerte. El fuerte viento que amainaba ese día sólo nos permitió deleitarnos con los movimientos de un ejemplar de esos cetáceos y descubrir con gran claridad esas callosidades que pueblan la parte superior de la cabeza y del dorso, de estructura queratinosa y consistencia dura. El resto del cuerpo de estos amos del Mar Austral, que suele incluso superar el tamaño de la embarcación, es negro y presenta manchas blancas en el abdomen.

Y de repente, surgió su ballenato, su cachorro. Nacen, después de 12 meses de gestación, con una longitud de 5,5 metros, un peso de tres toneladas y crecen aproximadamente 3,5 centímetros por día durante los dos primeros meses de vida. Los saltos de las ballenas impactan a quien las ve, como también lo hacen las tiernas escenas entre madres y crías. Es una gala deslumbrante. Sólo hay que fijar la vista y dejarse llevar por cada uno de los movimientos de este gigante que puede superar los 12 metros y las 50 toneladas. Los gritos de los viajeros alertan de que está a la derecha. No a la izquierda. No enfrente. Se mueven rápido, pese a su gran tamaño. Pero ¿por qué saltan? Quizá como medio de comunicación visual o acústica, como un despliegue de dominio, para liberarse de parásitos en la piel o como parte del juego con las ballenas jóvenes. No es mucho lo que se sabe de sus comportamientos más fotogénicos. De nuevo, la aleta aparece sobre las olas. Con la cabeza a unos 10 metros de profundidad, se arquea y castiga la superficie con su poderosa aleta. Y ahora ¿por qué navega como si fuera una vela?

La excursión tuvo una duración de hora y media. Terminada la exhibición era momento de llegar a la parada concertada, después de atravesar nuevamente kilómetros de pura masa de tierra. Caleta Valdés, una barra sólida de 30 kilómetros de longitud, en la que se acumula canto rodado, tierra y arena, y que se desliza por el juego de las pleamares y bajamares.

Los alrededores esconden abruptos acantilados desde los que observar la ‘siesta’ de los aparentemente pacíficos elefantes marinos. Son gordos, torpes, gruñones, inmovilistas. Constituyen un escenario inmejorable donde transcurre gran parte del ciclo vital de estos mamíferos. Comienzan a llegar a principios de agosto los primeros machos adultos para adueñarse de un sector de la playa. Allí reúnen a tantas hembras como les es posible, conformando su ‘harén’ que puede incluso superar las 40 ‘elefantas’. Los machos desarrollan una trompa después del cuarto año de vida y pueden llegar a medir de cinco a seis metros y a pesar de tres a cuatro toneladas. La vista resultó un tanto decepcionante. El hecho de que sea un lugar protegido impide tener un contacto más directo con estos animales. Ultima parada del día una pingüinera, con algunos ejemplares de pingüinos de Magallanes.

El camino de retorno también tuvo sorpresas. El ripio arruinó la goma de una de las ruedas de la furgoneta en la que viajaban 12 pasajeros, más el chofer y el guía. Ahí te das cuenta de la soledad de este área. Ni una gasolinera, ni un restaurante, nada… sólo estepa. Rara vez se cruza un auto o un camión. Y así se puso punto final a 400 kilómetros de recorrido por la Península Valdés.

Por Mar Peláez

domingo, 26 de noviembre de 2006

Puerta abierta a Península Valdés

¿Te gustan las grandes distancias y no le temes al ripio? Entonces tu lugar es la Patagonia argentina. Un simple vistazo por la ventanilla del avión da una idea de la inmensidad de esta zona de la tierra. El recorrido desde el aeropuerto de Trelew a Puerto Madryn, unos 60 kilómetros, sirve para constatar que la palabra infinidad cobra un significado pleno. Es la auténtica dimensión de la estepa de uno de los territorios quizá menos poblados del mundo.

Aunque el paisaje desespera por su monotonía, esconde sorpresas y secretos: los que proceden del mar. Las escasas poblaciones que se asientan en las inmediaciones de la Península han sabido sacar provecho del privilegio de contar, entre sus vecinos, con ballenas francas, orcas, elefantes y lobos marinos, delfines toninas y la mayor pingüinera del continente. Pocos pueden presumir de contar en su ámbito natural con tanta cantidad de animales, sus casi únicos habitantes. Es, por tanto, el turismo el cuarto pilar en el que se asienta su economía y no es raro entender por qué todo está enfocado para ofertar al viajero un sinfín de actividades más o menos interesantes. Realmente sólo hay dos excursiones que merecen la pena: el avistaje de ballenas y la pingüinera de Punta Tombo, incluida la navegación con toninas. Eso sí, todo depende de la época en el que uno emprenda el viaje. La mejor: de junio a diciembre.

En el mismo Hostel El Gualicho (25 pesos) decidimos concertar la primera de las actividades: el avistaje de ballenas. Cuando comprendes que los precios que tienen unos y otros no difieren en más de cinco pesos, dejas de comparar. De hecho, todo está preparado para que el turista, al fin, se pliegue y contrate una excursión. Se pierde en libertad pero se gana en ahorro. Y así en toda la Patagonia argentina. ‘Miman’ en exceso al turista.

Pocos atractivos oferta Puerto Madryn en noviembre, un pueblo de calles exageradamente anchas y sin personalidad. A falta de poder ver desde la orilla los saltos de las ballenas, como sí ocurre entre junio y octubre, lo único que queda es pasear por su larga playa o degustar el famoso y sabroso cordero patagónico, el merino argentino. Y es famoso porque, según cuentan, los corderos absorben el agua salada que se esconde a pocos centímetros de la superficie, y es de los pocos animales que pueden adaptarse a las rigurosas condiciones ambientales de la Meseta de Chubut. No en vano, toda la Península estuvo en su día sumergida bajo el mar.

Por Mar Peláez

sábado, 25 de noviembre de 2006

De camino a la Patagonia

Oh.... Nuestro destino, la Patagonia, ya estaba más cerca: tan sólo 12 horas de vuelo de Madrid a Buenos Aires. Por segunda vez pisaba suelo bonarene. Por delante teníamos muy pocas horas para hacernos una idea de lo que ofrece la ciudad. Néstor, de la agencia Colores de Argentina, con la que habíamos concertado el viaje desde España, nos esperaba en el Hostel Milhouse para facilitarnos todos los bauchers (boletos) y para explicarnos el recorrido.

La elección de Colores de Argentina, recomendada por unos amigos de Valladolid que conocimos en la India, fue un gran acierto. Segunda vez en Buenos Aires en mi vida. Y, además, segunda vez en el mismo año. La primera de trabajo; ahora de placer.

El hostel Milhouse era de lo más divertido y alternativo. A la mañana siguiente teníamos pocas horas para recorrer lo más pintoresco de la ciudad: La Plaza de Mayo, la calle Florida, Corrientes, el Obelisco... Aprovechamos el tiempo al máximo. En pocas horas aterrizaríamos en Trelew, la puerta de entrada a la Península Valdés.

Por Mar Peláez