Viajar, viajar y viajar

Viajar, viajar y viajar. Si compartes esta pasión, aquí hay una muestra de algunos de esos rincones que aparecen en las guías de viajes, pero también de otros que se muestran ocultos a nuestros ojos. Bienvenido...

viernes, 14 de octubre de 2005

Las contradicciones de la India


Pese a todas esas sensaciones contrapuestas extraídas del viaje, en ese preciso momento no quería regresar a casa. Nunca me hubiera imaginado nada como la India, y mucho menos como Calcuta. Este país te sugiere todo menos indiferencia. Hubiera deseado en multitud de instantes resultar invisible para haber podido detenerme y empaparme de su vida, de sus emociones, de sus sueños. Ahora, sólo podía extraer mis propias conclusiones. Y la primera se refiere a la religión. A ese lastre que impide a los indios más desfavorecidos rebelarse contra la miseria y la injusticia que les oprime. Y a esa misma religión de la que se valen los ricos para prolongar una situación que les favorece.

Esas creencias a las que se agarran, sin embargo, para abrir los ojos cada mañana y verse un día más envuelto en tanta podredumbre. Porque lo que está claro es que la pobreza no se esconde en la India, se muestra a todo aquel que no mire hacia otro lado. ¿Dónde estáis los ricos de la India? ¿Dónde está esa potencia mundial en informática? Allí te das cuenta de que es imposible luchar contra 1.000 años de resignación. A ti sólo te queda elegir entre tres opciones de vida: huir, ser mero espectador o comprometerse. La India es mágica, es misteriosa, es un mundo entero. Huele a rosas e inmundicia. Sabe a picante. Suena a ruido infernal. Se ve colorida y alegre. Se palpa humedad y suciedad. Pero sobre todo se siente a la gente. Es todo esto, y también dura y desconcertante. ¿Me gustó la India? Tengo tiempo de responderme, aunque sé que cuando llegas a España y echas la vista atrás, algo se remueve dentro de ti.

Por Mar Peláez

jueves, 13 de octubre de 2005

Ultimo vistazo a Calcuta


Amaneció nuestro último día en la India. Los centros estaban cerrados por tratarse de jueves, por lo que Mariví y yo nos lanzamos a conocer los últimos rincones de Calcuta que aún no habíamos visitado. Nuestro destino sería un templo del Sur de la ciudad o eso intentamos. Tomamos el metro hasta la última parada, un taxi y llegamos a destino, donde nos encontramos con mis compañeras japonesas. No se podía acceder con zapatos a su interior (como en la mayoría de los templos), tampoco se podía hacer fotografías. Se trataba de un amplio recinto con un gran edificio en el que cientos de indios hacían cola. Lo rodeaban pequeños templitos donde unos hombres depositaban en tus manos agua sagrada del Ganga, polvo de azafrán y en ocasiones dulces, después de hacer sonar una campana. Rechazar estos detalles son símbolo de descortesía. La personalidad de la ciudad ha sido labrada en el entorno físico del delta del Ganga, Hooghly en inglés. Nos asomamos por unas barandillas y allí estaba el río y a los indios sumergidos en él haciendo sus rituales.

No tenía tanta magia como en Varanasi, pero nos pasamos un buen rato contemplándolo. Nuestro deseo era tomar una barca para llegar hasta el otro lado del río. Después de hablar en ‘spaninglis’ con una pareja que hablaba en ‘indiinglis’, comprar una flauta a uno de los niños que vendían cualquier tipo de objetos, ver cómo muchos comían pepinos pelados y otros recogían agua del río en grandes garrafas, hicimos cola para subirnos a una de esas barcas repletas de indios de clase media, que costaba siete rupias por persona. Calcuta no es una ciudad turística, por lo que muchos se sorprendían con la presencia de occidentales. Hice varias fotos a petición de algunas parejas vestidas ‘de domingo’.

Después de un cuarto de hora, o así, llegamos a la otra orilla. No había nada interesante al otro lado, pero tuvimos ocasión de ver de nuevo otra ‘procesión’ de la Durga Pooja, mientras chicos y chicas bailaban a ritmo de tambores. Comenzó a llover de forma torrencial, así que tomamos un taxi. La idea era ir al Mercado de las Flores pero el monzón nos lo impidió. No nos quedó más remedio que dirigirnos a Sudder Street. El agua estancada en las calles dificultaba la circulación.

Atravesamos el Puente Howrath, considerado una maravilla de la ingeniería, por el que pasan más de dos millones de personas por día. Su construcción duró seis años –se inauguró en 1943- y es el tercero más grande del mundo. Es un puente colgante, de 500 metros sin pilares, que une el ferrocarril principal y la ciudad industrial de Howrah con Calcuta, y que se divisa desde varios puntos de la ciudad. Tuvimos algún que otro problemilla con el taxista porque nos quería estafar, pero no le dejamos.

En ningún momento me atreví a comer en los puestos callejeros. Era tal su suciedad que no invitaba a degustar sus platos picantes. Y eso que mi estómago, a través de los viajes que ya he ido realizando, parece que se está acostumbrado a comida no excesivamente salubre. Aún así, volvimos a comer en el Jo Jo’s, que nos daba algo más de seguridad. Además de enviar, como otros muchos días, varios e-mails y llamar por teléfono a España, nos encaminamos hacia el mercado que descubrí el día anterior, pero en esta ocasión estaba cerrado. Una lástima. No quedaba ya más remedio que hacer nuestras mochilas y dejar todo preparado para iniciar nuestro viaje de retorno a España. El avión saldría a las 7 de la mañana, pero debíamos irnos sobre las cuatro de la madrugada.

Mariví y yo compartimos nuestra última cena en el Jo Jo’s con Olga, que se quedaría en Calcuta hasta el 21 de diciembre. Tuvimos tiempo de poner en común algunas de nuestras experiencias, aunque era demasiado pronto para haberlas asimilado. Nada más cenar, Olga tuvo que irse al Monica’s House, porque le cerraban la puerta a las 10 de la noche. A nosotras nos esperaba una fiesta de despedida en la terraza del Hotel María. Allí estaban Juan, Jesús, Bea, Vivi, Norma, Edell, Kike y su novia italiana enfermera del Papa.

Una guitarra, cervezas y ron… y a cantar. La fiesta se prolongó hasta las 12 de la noche. El despertador sonó a las cuatro de la madrugada. Edell, que se había trasladado a nuestro hotel, se despertó y vino a despedirse. Le dimos ropa, artículos de limpieza, sábanas y las almohadas. Nosotras ya no las necesitábamos y es costumbre entre los voluntarios dejar cosas cuando te vas. A fin de cuentas, es como tu familia en la India. En un taxi junto a esa madrileña que trabaja en la cadena Ser recorrimos por última vez las calles de Calcuta.

Los faros de los coches, una vez más, iluminaban los cuerpos tendidos en cada lado de las aceras. Personas que caminaban en silencio de un lado para otro. Pero, de noche, la ciudad parece latente. Sin apenas tráfico, calles con escasa iluminación artificial, el silencio se puede oír. El aeropuerto distaba bastantes kilómetros. Allí estaban Kike y su novia italiana, que viajaría con nosotras hasta Londres.

Mar Peláez

miércoles, 12 de octubre de 2005

Triste despedida de Calcuta



Era mi último día en los centros. No pensé que me fuera a dar tanta pena despedirme de unos niños que apenas conocía, pero así fue. Esta vez no quise tender la ropa, sino lavarla, porque así tendría más tiempo para despedirme de todos ellos. Me permitían hacer dos fotografías. ¡Sólo dos!, pero las normas están para saltárselas, pese a la reprimenda que eso me iba a conllevar. Disfruté como nunca haciéndoles reír, pero también limpiando el suelo cada vez que uno de ellos se hacía pis (no llevan dodotis ni similar y tienen dos años) o cambiándolos de ropa. Intenté alargar el tiempo de estancia allí todo lo que me fue posible, pero había concluido… Ya no los volvería a ver. Para ellos, yo era una más, para mí era diferente.

Bajé hasta el centro de los handicap y allí sí tuve la oportunidad de fotografiar a ‘mis’ otros niños mientras jugaban o comían. Cuando concluyó la jornada para mis amigas, retornamos a la calle, a la dura calle, donde un grupo bastante nutrido de personas hacía cola, como cada día, para recibir su bolsita de comida de la Fundación Teresa de Calcuta. Son cientos los que comen de la caridad de estas hermanas. Mientras, los niños que vivían en los aledaños del centro jugueteaban casi desnudos y descalzos por las aceras infectadas de suciedad. No sobrepasarían los cinco años, pero por sus movimientos y desparpajo parecían mucho mayores. El grupo se había ido a ver la leprosería Titagath, regentada por los hermanos de la Caridad, o la de Shanti Nagar, a unas 4 horas de Calcuta.

Yo no me encontraba con fuerzas para ver a esa gente mutilada en su mayoría. Y eso a pesar de que el centro debe rezumar vida, ya que los enfermos se encargan de hacer trabajos manuales con los que sacarse unas cuantas rupias. Otro grupo se había ido a un dispensario y otro a la estación de trenes Sealdah, donde también se aplican curas superficiales y se procura sobre todo dar un poco de calor humano a la gente que prácticamente vive allí hacinada. En Calcuta se dobla una esquina y he ahí un dispensario en plena calle, atendido por voluntarios españoles y japoneses, en su mayoría. Inspeccionan gargantas, escuchan pulmones, curan llagas y mordeduras de rata o enseñan a las madres a prevenir las infecciones de sus hijos. El coraje de los voluntarios sorprende. Y lo hace porque ven muchos enfermos y moribundos que se debaten entre la vida y la muerte. Lo que nunca llegué a saber es qué criterio siguen para seleccionar a qué enfermos llevan al centro y a cuál no, cuando verdaderamente son muchos los necesitados. No preguntan nada, ni religión ni condición. Todos son bienvenidos en la Casa de la Madre Teresa de Calcuta.

Mariví llegaría tarde al hotel, así que me dirigí a buscar un mercado más tranquilo que el New Market. Preguntar a los indios no es sinónimo de que te indiquen el camino correcto, pero aún así logré encontrarlo. Está en una calle que sale de Park Street en la esquina donde se encuentra la estatua de la Madre Teresa. Allí adquirí varias camisas y un panhavi, a precios algo más caros que en el resto de la ciudad pero mucho más vistosos. Con mis adquisiciones, regresé al hotel. De allí, Olga, Mariví y yo nos dirigimos en taxi, junto a Elena y Cristina, a buscar la casa de Tagore. El recorrido en taxi se hizo muy largo, ya que los atascos son interminables, aún así su precio es irrisorio (0,5 euros, a lo sumo 1 euros, por un recorrido de más de media hora). No logramos encontrar la casa, pero nos sumergimos en la fiesta del barrio.

Todo era color. Sus caras estaban pintadas de color naranja, rosa o roja. Pasamos, como si fuera una procesión, a contemplar a uno de sus dioses al que estaban venerando. Después de estar sentadas mucho tiempo en el bordillo de una tienda mientras contemplábamos la vida de la gente, nos dirigimos en metro hacia Sudder Street. La primera vez que lo probábamos.

El metro, de diseño ruso inaugurado en 1984, es bueno y limpio, un contraste inmaculado frente a las calles polvorientas e irrespirables, y la mejor alternativa a esos pesados, incómodos, mugrientos y destartalados tranvías que apenas han sido modificados desde que echaron a andar en 1873. Además, es muy barato: 16 kilómetros por siete rupias como máximo.

Por Mar Peláez

martes, 11 de octubre de 2005

Aprender a ser feliz


Con la ilusión de los días anteriores aún viva, inicié una jornada más en el orfanato. Ahí estarían ‘mis’ niños. Mi compañera Bea no había ido esa mañana al centro porque no se encontraba en condiciones. La adaptación a Calcuta es realmente dura y pocos son los que se salvan de que su cuerpo rechace de cualquier forma todas esas imágenes que tanto impactan a cada paso que das en la calle. La miseria con mayúsculas, unido a la contaminación irrespirable, el calor sofocante y el agua caliente rozando tus rodillas, te lo pone difícil. Buena parte de la jornada la dediqué a tender la ropa que otras voluntarias iban lavando. Horas y horas de tender esos ‘pingajos’ en las cuerdas o extenderlos sobre el suelo de la terraza.

Tuve ocasión de comprobar que las japonesas tienen un ritmo de trabajo y de sacrificio mucho más elevado que cualquiera de los españoles. Se las veía encantadas con esa tarea, pese al sol abrasador sobre nuestros cuerpos. Su inglés no era muy bueno. El mío tampoco. Pero logramos mantener animadas conversaciones sobre Japón y España. Concluida nuestra misión, bajamos hacia el orfanato para jugar con los más pequeños. Las masis, con bastante malas formas, nos indicaban qué podíamos hacer y qué no. De nuevo, ‘mis’ niños (dos niñas y un niño) acapararon mi atención, pero había que repartir los brazos y las piernas con todos ellos. Resultaba complicado incluso respirar cuando ves a seis niños colgando de tu cuerpo, pero se disfrutaba mucho con sus abrazos y monerías. Desgraciadamente, la jornada ‘laboral’ había vuelto a concluir. Era tan poco tiempo… Me bajé hacia el recinto de los niños handicap para buscar a las otras voluntarias españolas y esperar a que ellas concluyeran la tarea de darles de comer. Elena no quería comer, por lo que Cristina y yo nos fuimos al Jo Jo´s, con el resto de voluntarios.

Las tres nos dirigimos en un polvoriento taxi hacia Kalighat, junto al templo de Kali, después de vadear los miles de coches que circulaban sumidos en el desorden más absoluto. Me encontré un ambiente muy diferente al del día en que conocí la zona. Estaban de fiesta y el bullicio, la música y el colorido cubrían de forma ficticia tanta podredumbre y mitigaban en parte aquellas visiones de recién nacidos en la calle desnudos o semidesnudos sobre el duro y sucio asfalto; hombres sin extremidades inferiores arrastrándose por el suelo; mujeres afectadas seriamente por la polio o por dolorosas deformaciones, o personas esqueléticas arrodillados en el suelo esperando una limosna o algo que llevarse a la boca. Sólo el espectáculo de una niña contorsionista y las voces de una mujer, vestida de un naranja intenso, a través de un megáfono lograron que recuperáramos por unos instantes el aliento.

Todavía estaba por ver algo que me llegó muy dentro. Nos aproximamos a Kalighat (Casa del Corazón Puro), ubicado en un edificio de color amarillo y de aspecto hindú, aunque con algunas cruces. De este centro sabía que se le conoce como el Hogar de los Moribundos y Abandonados. Es, por tanto, un centro de enfermos terminales e indigentes, en general gente mayor en bastante mal estado donde la gravedad de la situación queda superada por el ambiente de relativa paz y humanidad que se intenta crear. Nada más acceder a su interior, la imagen de una treintena de hombres escuálidos, vestidos de azul sobre camas también azules, esperando resignados a que llegue su hora, me impactó. Quizá la imagen que más lo haya hecho en mi vida. Era como mirar la misma muerte. No sé cómo explicarlo. Sí, había paz, demasiada paz, demasiado silencio, demasiada paciencia. Sin pronunciar una palabra, las tres tuvimos el mismo reflejo: salir corriendo de allí. Y así lo hicimos, con el nudo aún en la garganta. Las palabras no servían para expresar la emoción experimentada.

En aquel momento me di cuenta de la valentía de todos aquellos voluntarios, entre ellos Olga y Mariví, que consiguen ser felices en aquel lugar y que se sobreponen a sus emociones e intentan simplemente “estar” con aquella gente, procurar transmitirles un poco de cariño a la vez que impregnarse recíprocamente de su humanidad y gozar con el puente de ternura que a buen seguro se establece entre el voluntario y el paciente. Desgraciadamente no fui ni siquiera capaz de atravesar la puerta de acceso. Conversaciones posteriores con otros colaboradores me tranquilizaron. No en vano, para otros muchos los centros de los niños resultan más impactantes que los de los adultos. Yo, en cambio, opino lo contrario. Veo en los niños esperanza, vida…

Sin que aún hubiéramos podido digerir la dureza de la imagen, unos niños de la calle con ganas de jugar se nos abalanzaron y cogieron de las piernas. Los había de todas las edades: casi recién nacidos, pequeños de apenas un añito y niñas de unos cinco. Sólo querían juguetear. Con esa sensación agridulce volvimos a tomar un taxi en dirección a Sudder Street. Una visita a otro ciber para plasmar nuestras vivencias y a tomar algo con una buena representación de voluntarios españoles en la terraza del mismo hotel donde se alojó Patrick Suelwes en la película La Ciudad de la Alegría.

Parecía un oasis natural dentro del insano centro de la ciudad, por lo que prolongamos la estancia. Teníamos previsto ir a cenar a uno de los muchos restaurantes que hay abiertos en Park Street, junto a Cristina y Elena. La calle reunía lo más ‘guapo’ de la ciudad. Restaurantes de lujo, discotecas aparatosas, neones luminosos y mucha gente de apariencia rica. Pero sólo era un espejismo, un adorno de una realidad que seguía visible en las aceras. Sólo hacía falta ver como los más pequeños se las ingeniaban para sobrevivir entre tanta ostentación y mendigar, sin excesivo éxito, entre esas muchachas altivas con impolutos saris de gran valor y esos muchachos indiferentes a la miseria de sus compatriotas, repeinados, orgullosos de lucir un costoso traje y preocupados tan sólo de entrar los primeros en la discoteca.

Nos amoldamos a los gustos de las chicas de Figueres y accedimos a cenar en uno de esos restaurantes en los que nos estaría vedada la entrada si no fuera porque éramos occidentales. Nuestras ‘pintas’ desentonaban demasiado en ese entorno de abundancia, pero se suponía que teníamos dinero y nos trataron como reinas. El menú era de fiesta: ocho platos diferentes a base de pollo, langostinos… en salsas diversas y acompañados con arroz. Y todo por 10 euros. El pollo al tandoori está muy bueno, pero ya me estaba cansando. La comida estuvo empañada, sin embargo, por unas conversaciones en las que cada una expresaba los sentimientos que la calle nos generaba.

Salimos del restaurante y ahí seguía la realidad. Los faros de los automóviles iban descubriendo sobre las aceras los huecos de los portales, una cadena sin fin de cuerpos tendidos en cada rincón, hirviendo como enjambres sobre los pavimentos. Sólo dormían, pero la impresión era de trágico abandono. Diez, once, doce millones de habitantes. No hay un censo fiable. Se dice que 300.000 duermen cada noche sobre las aceras. Quien tiene un negocio, pasa la noche en el negocio; quien tiene un taxi, duerme en el taxi; quien tiene tu-tu, descansa en el tu-tu; quien tiene rickshaw dormita en el rickshaw, y quien no tiene nada de lo anterior, se tiene que conformar con la dura acera. Increíble aceptarlo. Increíble comprobar cómo esas imágenes tan impactantes para nosotros es simplemente el pan de cada día para ellos. ¿Qué pensarán los indios ricos? ¿Con que cara miran a la verdad? Sorprende que pasear entre esa pobreza extrema, sorteando sin parar a personas tumbadas en la acera, no provoque miedo ni rechazo. Incluso algunos se incorporan y saludan con una sonrisa esperando sólo tu respuesta cómplice. Lo mismo hacen los rickshaws, esos hombres de sonrisa perenne que no dudan en hacer señas de camaradería cuando te reconocen.

Por Mar Peláez

lunes, 10 de octubre de 2005

Sonrisas indias


Me quedaban muy pocos días en Calcuta y no lo dudé. Me fui directamente a colaborar en el orfanato de niños de 0 a 6 años, y dejé la sección de los handicap. Y allí logré sentirme más útil y más feliz. No tuve la suerte de que hubiera alguna voluntaria de habla hispana, por lo que tuve que conformarme con las explicaciones de una danesa no demasiado entusiasta con la presencia de una nueva persona. Sin apenas instrucciones previas me puse a hacer varias de las camas de los 111 niños y seguí al resto a la parte trasera, donde las ‘masis’ lavaban y lavaban las sábanas, tipo mantel, donde duermen los niños. Había que separar la ropa limpia de la sucia, algo paradójico si se tiene en cuenta que la mayoría de los menores no ha cumplido aún los tres años y que no usan pañales. Nuestra tarea sería aclarar esas sábanas ásperas y roídas, esos pañuelos en forma de pañales, y esas servilletas que no supe nunca cuál era su uso. Nos llevó mucho tiempo esa tarea. Bea, una voluntaria gallega que acababa de llegar a Kolkata, y yo compartimos eso de escurrir las ‘sábanas’, y comprobé cómo los japoneses, en este caso japonesas, tienen un exagerado nivel de compromiso con el trabajo. No paraban.

Concluida esa labor inicial, nos fuimos a jugar con los más pequeños en la parte delantera del edificio. Pese a que el centro cuenta con un hermoso patio con juegos, los niños se ven abocados a jugar en el interior del edificio. Son tantos y tan pocas las ‘masis’ que éstas no pueden hacer más que cuidarlos. No tienen tiempo para detenerse a jugar con ellos; para eso estamos las voluntarias. De lavarlos, darles el desayuno y la comida se encargaban las masis o las sisters. Todo estaba limpio, al menos tan limpio como permite la ciudad.

En mi memoria quedó grabada la cara de dos niñas y un niño. No sé por qué. Eran muchos, pero aquellas caras y aquellos abrazos me aportaron algo especial. Aún así, jugué con todos los que reclamaron mi atención. Les dediqué mi tiempo a cambio de una simple y amplia sonrisa; de esa sonrisa limpia de un niño que carece del cariño que se merece. No tenía manos para atender a todos a la vez, pero sí muchas ganas. Recuerdo los lloros de aquel niño, recién abandonado por sus padres; la carita blanca de esa niña ciega que gateaba sorteando a duras penas los obstáculos; de ese pequeño al que una rata le había arrebatado su oreja izquierda… Todos vestidos con la ropa que generosamente alguien había donado. Limpios y aseados.

Tres horas después había concluido, desgraciadamente, nuestro turno. Cristina y yo enfilamos hacia su hotel con la esperaza de poder animar un poco a su amiga Elena. Llevaban menos de una semana en Calcuta y realmente se le estaba haciendo cuesta arriba. Pero es normal. Es humano y entendible que se humedezca la mirada ante tanta injusticia, que flaqueen las fuerzas ante tanta miseria, que mengüe el entusiasmo ante la magnitud del problema y que creamos que no somos capaces. Es normal. Como también lo es que entren ganas de huir y no seas capaz de responder a la pregunta de ¿para qué estoy aquí? En su hotel, comprobamos que nuestra intención de que Elena se relajase en ese infierno de ciudad iba a resultar ardua. Había que intentarlo.

Era el día que había elegido para, por fin, ir al cine en la India, en ese país con una floreciente industria cinematográfica. Toda ciudad importante dispone de numerosos cines, pero nos costó trabajo encontrar una sala abierta, porque la fiesta de la Durga Pooja había alterado todos los horarios. Caminamos en su búsqueda, junto a Bea y sus amigas gallegas Vivi y Norma. Dos niños de la calle, con sus preciosas caras nos acompañaron en nuestro recorrido. Al final, sólo Mariví, Olga y yo entramos en el cine. Lo hicimos por un precio de 25 rupias. Buscábamos una película de Bollywood, pero… la sorpresa fue mayor. La carátula de la película no nos daba ninguna pista de su contenido. La amplia sala del cine estaba repleta de ventiladores colgados en sus paredes y de sillas de plástico. Soportar el olor que procedía de los servicios fue, además, complicado. Lo mismo que escuchar el sonido de la película con el ruido de los ventiladores. Ni una sola mujer en la sala, sólo nosotras tres. Y comenzó la película, por supuesto en hindi. Los ánimos de los indios iban subiendo a medida que el amor que sentía el protagonista por una muchacha se iba transformando en sexo en el interior de un prostíbulo. Nuestros compañeros de ‘butaca’ se levantaban, se volvían a sentar, se giraban para contemplar cómo tres occidentales sin conocimientos de hindi podían estar allí viendo una película ‘porno’ para sus ojos. Aguantamos una de las tres que duraba la película y nuestras risas aún deben resonar en aquella sala. ¿Qué pensarían de nosotras tres?

Nos dirigimos hacia Sudder Street, pero antes nos encontramos con varios de los ‘monumentos’ de la fiesta de la Durga Pooja.

Por Mar Peláez

domingo, 9 de octubre de 2005

Orfanatos de vida


Con las pilas cargadas nos dirigimos Mariví y yo hacia el centro –Olga permanecía en el hotel porque más tarde buscaría un nuevo alojamiento para quedarse los siguientes dos meses-. Esta vez lo hicimos subidas en un rickshaw, el conducido por mi amigo Mohama. Resultaba así menos violento grabar en video todo ese camino que nos separaba del Sishu Bhavan y que tantas veces habíamos recorrido. Nuevamente la pena de que los indios con los que más me interesaba iniciar una conversación, conocer sus preocupaciones, su forma de vida y sus miedos, no dominaban en absoluto el inglés. De hecho, no supo contestarme ni siquiera a la pregunta de cuántos hijos tenía y dónde residía.

Llegamos puntuales al desayuno de las 7 de la mañana con el resto de voluntarios. Lástima que nunca tuve la fuerza de voluntad de acudir a las 6 de la mañana a la misa de las hermanas que, por supuesto, era opcional. Según me dijeron, era todo un espectáculo.

Disfruté más que nunca en la sección de los niños handicap. Di unos masajes a una de las niñas, o no tan niña, totalmente rígida que agradecía cada uno de nuestros gestos. Luego a otro de los niños. Mientras, una ‘chica’ de 38 años y deformaciones indescriptibles miraba desde su cama el trabajo del resto de voluntarias. Mou, la niña preciosa ciega y cuya cabeza era demasiado grande para que su cuello pudiera soportar el peso, hacía gestos desde su silla de ruedas a la espera de que alguna de nosotras reparáramos en su presencia. Todos necesitaban unas atenciones específicas, pero mimos comunes.

Nunca imaginé que dar masajes a cuerpos deformes y esqueléticos pudiera resultar tan gratificante. Tras mimar, acariciar, alimentar, jugar y dar cariño a estos niños, te obsequiaban con el mejor de los regalos: una sonrisa o un abrazo. Incluso haciendo las camas, lavando la ropa, secándola y tendiéndola, fui feliz pues me sentía un pequeño eslabón en esta solidaria cadena humana que es el voluntariado. Había tantas cosas que aportar…
Cristina y Elena, dos voluntarias de Figueres, parecían entusiasmadas con masajear, cuidar y dar mimos a ‘sus’ niñas. Yo, mientras, compartí mi tiempo entre los niños discapacitados físicos y los discapacitados psíquicos. Era domingo y, por tanto, día especial. Vestidos para la ocasión estos últimos bajaron al patio central para contemplar juegos de magia. Qué agradecidos eran, qué carcajadas cuando descubrían cómo salía un pañuelo de un tubo aparentemente vacío. Edell cogió en sus brazos a una niña con las dos piernas escayoladas. Yo intentaba que dos ‘terremotos’ estuvieran atentos a los juegos o, al menos, que estuvieran algo quietos para que las ‘masis’ (las mujeres indias contratadas para sus cuidados durante todo el día) no les reprendieran con esos malos humos que las caracterizan.

Cuando subimos a los niños estaba a punto de terminar nuestra corta jornada laboral. Esperé a que el resto de mis compañeras terminaran de dar de comer a los más discapacitados y me dirigí a buscar el nuevo hotel de Olga, que estaba enfrente del orfanato. Di vueltas de un lado para otro de la calle, pero no lo encontré. Estaba junto a la iglesia católica de St. James y me pasó inadvertido. Así que lo único que me quedaba por hacer era desandar el camino y dedicarme a hacer fotografías de todo aquello que me seguía sorprendiendo, al ritmo del canto del muillaidín. Pese a que ya se habían convertido en imágenes habituales, no podía apartar la vista de, por ejemplo, aquel hombre esquelético tendido inmóvil sobre un cartón en el suelo, que no denotaba vida, o de aquellos hombres y mujeres que rebuscaban en el vertedero callejero, apartando a cuervos y perros.

El olor de la carne putrefacta y amarillenta que colgaba de uno de los puestos de la calle provocaba arcadas. También lo hacía la basura amontonada en las calles o alguna que otra rata muerta en la calzada. A escasos pasos, los hombres volvían a enjabonarse el cuerpo en aquellos baños públicos, otros vendían frutas o palos que hacían las veces de cepillo de dientes.

El fin de mi paseo fue ese restaurante recomendado, según ellos, por Carlos Arguiñano. El aire acondicionado del lugar y una helada pepsi cola, que no coca-cola, ayudaron bastante a mitigar el calor sofocante de la calle, mientras esperaba la llegada de Mariví. Ella terminaba más tarde su jornada y, además, ese día había optado por el centro de chavales discapacitados Daya Dan, que abre las puertas los domingos a cualquier niño de la calle que acuda para recibir un profundo baño y una reparadora comida.

La lluvia del monzón volvió a hacer acto de presencia. Sí ese mismo agua que durante largos meses esperan los indios para olvidarse del aire estancado y denso que hace el ambiente insoportable, y también ese mismo agua que tanto nos desagrada a nosotros. Y, sobre todo, cuando acabas de lavar y tender toda la colada. Eso hizo que me entretuviera y no pudiera comer con mis amigas. Pero no había problema, en el Blue Sky siempre encuentras a nuevos amigos. Allí acordamos ir a ver los ‘monumentos’, tipo ninot valenciano, que confeccionan los indios para festejar su Durga Puja. Se celebra en octubre y es el equivalente bengalí de la Navidad. Culmina con el Mahadashami, que es el décimo día, cuando las imágenes son transportadas al río para sumergirlas. En el centro de esas composiciones está la diosa Durga, que en la gran batalla mata a Mahisha, el demonio búfalo.

Pero para llegar allí había antes que enfrentarse a la calle, con ese agua impura hasta las rodillas. Lo mismo que tenían que hacer las motos y los coches, con la esperanza de que el agua no se filtrara por el motor. Fui a buscar a Mariví porque sabía que estaba en el Museo de la India. No resultó fácil atravesar ese agua caliente y densa, ya que a cada paso se enredaba algo en tus pies. El agua llegaba hasta la misma puerta del museo. Pagué los tres euros de la entrada y recorrí las salas a zancadas en busca de Mariví. Con prisa o sin prisa, lo hubiera hecho al mismo ritmo porque nada de lo que allí se guardaba me interesaba. Ella pareció pensar lo mismo y nos encontramos muy rápido.

El agua no había desaparecido y no tuvimos ya reparos en contratar un rickshaw para que nos sacara de esa pocilga. Sólo allí se entiende. Ellos tienen un trabajo honrado con el que ganarse el sustento y se frotan las manos cada vez que el monzón cubre las calles. No me gustó la sensación, pero te tienes que acostumbrar a que las castas estén en la India excesivamente aceptadas. Quien pertenece a la casta más baja se resigna a no salir de ella. Sueñan con reencarnarse en una superior en la próxima vida si logran ser buenas personas en ésta; de ahí que la delincuencia sea mínima o inexistente, diría yo.

Cambiamos sobre la marcha de opinión y decidimos dedicarnos a caminar por el centro de la ciudad sin rumbo fijo. Descubrimos un pub en la novena planta de un edificio frente al New Market desde el que divisar toda la ciudad de noche. Mariví omitió decirme que esa terraza se caracterizaba por la presencia de ratas, una omisión que agradecí. Como durante todo el viaje, nos preguntan constantemente de dónde éramos, Which is your country? Al decirles que de España se ponían muy contentos y nos decían ¡Barcelona! Será por los juegos olímpicos, sino no me lo explico. Al llegar al hotel nos esperaba una grata sorpresa. A Montse y a Marisa les habían regalado unos paquetes de lomo y jamón ibérico, y sólo faltó que se nos saltaran las lágrimas ante tales manjares. Sería la primera noche que pasaríamos solas, Mariví y yo, en aquella habitación y extendimos nuestros enseres.

Por Mar Peláez

sábado, 8 de octubre de 2005

Reencuentro con Calcuta


El tren aminoró la marcha cuando se aproximaba a Calcuta, donde morían los raíles. Desgraciadamente los documentales en los que se ven a cientos de personas junto a las vías son ciertos. Usan las vías del tren como fosa séptica y eso tiene sus consecuencias. El olor es tan ofensivo que incluso mi maltratada nariz suplicaba por un pañuelo perfumado. Es obvio que para los usuarios de las vías el paso del tren entra en su rutina diaria, porque todos miran cómo pasa. Si no fuera porque estaba en la India pensaría que éste era el sueño más surrealista que jamás haya tenido, porque ver a cientos de hombres con los pantalones bajados mirando hacia mí con una sonrisa puesta en la boca era realmente dantesco.

Después de muchos kilómetros de chabolas ininterrumpidas llegamos a la estación sobre las 7 de la madrugada (diez horas después). Los maleteros se agolpaban en los vagones de primera y segunda clase para portar los bultos de los pasajeros. Seguía allí la muchedumbre, quizá en mayor número de la que nos había despedido. La fiesta de la Durga Puja estaba en pleno apogeo y una tamborada ‘salió’ a recibirnos. Como si fuera poco el ruido de la India ya de por sí.

Me encontraba otra vez en Calcuta, ahora con algo más de experiencia. Ha cambiado... las calles ya no me huelen tan mal ni están tan sucias y me pregunto si habré perdido el sentido del olfato y de la vista. No hace tanto calor y humedad ¿Me habré hecho insensible? La gente que se acerca ya no me agobia ¿Habré perdido el sentido de la privacidad? Y caminar por entre la circulación ya no me produce sensación de vértigo ¿Habré perdido el sentido del riesgo? Calcuta ha dejado de ser la ciudad de los horrores y maravillas que me asombró los primeros días o, lo que es lo mismo, yo he dejado de ser una novata en la India. Eso me desilusiona y al tiempo me hace sentir más segura de mí misma... Ya no miro las cosas con pasión pero ahora paseo más tranquila por sus calles. Ella es la misma. Yo he cambiado. Estoy dispuesta a ser feliz en Calcuta.

Calcuta seguía siendo un infierno, ese lugar donde la gente tiene menos posibilidades de salir adelante, pero estaba preparada para que el caos y la miseria no ensombrecieran el carácter abierto, curioso y hospitalario de los indios. No quería perderme un detalle. Sólo me quedaban siete días en la ciudad y había que buscar la felicidad. No iba a ser fácil, pero… había que intentarlo. Yo, en mi caso, tras ese periodo de adaptación conseguí serlo, y eso es algo que días antes no hubiera imaginado.

Las calles por las que pasábamos en dirección al hotel Modern Logde me parecían distintas, aunque ya me eran viejas conocidas. Nuestra habitación estaba intacta, igual de sucia o más, igual de calurosa o más. Sin embargo, parecía más habitable. Distintos ojos para ver la misma realidad.

Descansamos algo en la habitación antes de irnos a comer para variar en el Blue Sky, donde compartimos experiencias con otros voluntarios. Alicia viajaba esa misma noche para Madrid y tuvo que preparar el equipaje. Mariví y yo, después de lavar la ropa y tenderla en la azotea, nos fuimos a buscar una tienda de ‘comercio justo’ que nos habían recomendado, el Sacsa, pero no lo hallamos. Los indios tienen una particular forma de mover la cabeza que no sabes nunca si te están respondiendo de forma afirmativa o negativa. Ladean la cabeza de derecha a izquierda, de izquierda a derecha y te quedas sin respuesta. Lo gracioso es que en nuestra búsqueda nos encontramos con el chico al que habíamos conocido durante el percance cerca de Siliguri. Pero, al margen de anécdotas, también volvimos a ver a esa mujer demacrada, escuálida, vestida con un plástico enrollado en forma de saco y que tanta impresión nos causaba.

Nos adentramos en las calles atestadas de personas. Era como un mercadillo en hora punta, pero se trataba tan sólo de una vía céntrica. Personas que iban y venían, mercaderes gritando las gangas, gente con la que chocabas al andar. Un video casero da claras muestras de estas palabras. Un lugar perfecto para perder los nervios, sin embargo, nos lo tomábamos con mucha calma, con gran resignación. Nos acercamos a las tiendas del hotel Overoi para buscar esas ganesas que se le resistían a Mariví. Y a la misma entrada de ese edificio blanco descomunal y de lujo estaba la realidad: mujeres que mendigaban una limosna con su hijo en el regazo, niños desnudos o semidesnudos buscando hacerte partícipe de su pobreza.

Tuvimos tiempo de charlar con otros voluntarios alojados en nuestro mismo hotel y de despedirnos de Alicia, que iniciaría su viaje a las cinco de la madrugada.

Por Mar Peláez

viernes, 7 de octubre de 2005

Sin billete en la India


Nos quedaban ya sólo horas en Darjeeling y había que llenar nuestros pulmones de aire puro y despedirnos de ese paisaje natural. Así que agotamos nuestros minutos dando un último paseo por la ciudad. Al día siguiente estaríamos de nuevo en el infierno. Fuimos con un chófer diferente al que habíamos contratado el día anterior porque directamente no se presentó. Recogimos en su hotel a Olga y a Alicia y nos encaminamos hacia Siliguri, ciudad de la que salían los trenes con destino a cualquier parte de la India. Por delante teníamos tres horas de baches continuos, terraplenes peligrosos, conducciones temerarias… O sea más de lo mismo en este país.

Pero antes de llegar tuvimos un pequeño contratiempo. Sin saber cómo se había producido, el todoterreno que nos seguía los pasos por aquel estrecho camino chocó con nosotros para el cabreo de nuestro conductor. Y también sin saber cómo, salieron un sinfín de indios, de no se sabe dónde, a contemplar el incidente. Todos junto al vehículo hacían conjeturas de cómo podía haberse producido el choque, pero no alcanzamos a comprender cómo solucionaron los papeles. Yo, mientras, me dediqué a contemplar a unos niños subidos en unas vallas y a charlar con un comerciante que se dirigía a Siliguri para tomar un autocar en dirección a Calcuta. ‘Sólo’ tardaría en llegar 25 horas. Me dijo que se alojaba en Park Street e intentó quedar para el día siguiente. No tuvo éxito.

Atasco a la llegada de Siliguri. Habíamos regresado a la realidad india. A la hora prevista llegamos a la estación y guardamos religiosamente la larga cola para comprobar que el tren iba repleto y que era imposible adquirir billetes para Calcuta. Aún así estaba decidido: viajaríamos en ese tren. Hicimos un último intento con el jefe de estación, pero obtuvimos la misma respuesta. Eso sí, nos dio una esperanza. No habría problema en subir al tren, pagar el precio requerido y aposentarnos en el suelo del vagón. Lo mismo que nos dijo uno de los viajeros que esperaba pacientemente la llegada del tren.

Al fin hizo su aparición en la estación sobre las 19.30 horas. Ascendimos al vagón que tenían asignado Olga y Alicia, depositamos las mochilas sobre sus literas y nos fuimos a inspeccionar en segunda y primera clase para ver si había camas libres. Pero no; era cierto que el tren iba abarrotado. Contamos al revisor nuestro problema y nos tranquilizó diciendo que el billete nos costaría 500 rupias (250 más que a nuestras compañeras) pero que no tendríamos asiento. La única solución que nos aportaba era acomodarnos en el sucio suelo.

Comenzaba así una experiencia inolvidable. Por delante tendríamos toda una noche en aquel tren infectado de cucarachas, de malos olores provenientes del servicio, de agujeros por los que se colaban insectos de todo tipo; repleto de familias tradicionales, de viajeros ocasionales, de estudiantes; de la vida misma de la India concentrada en aquellos vagones. Ibamos en tercera clase y las condiciones higiénicas habían caído por debajo de nuestras mínimas exigencias, pero nuestros compañeros de viaje parecían encantados. Pertenecían a una clase media y eran conscientes de que aún existen peores condiciones de viajar en los trenes de la India. Me di una vuelta por el tren, mejor dicho por los tres vagones que conformaban esa clase. Entre uno y otro se apiñaban grupos de indios, sentados o tumbados, que pasarían así todo el viaje. Así lo hubiéramos tenido que hacer nosotras dos si Alicia y Olga no nos hubieran cedido una de sus literas.

Era difícil conciliar el sueño en aquel lugar, así que aproveché para escrutar las miradas de esa familia numerosa que cenaba arremolinada en nuestro mini compartimento. No usan utensilios para comer, se valen de la mano derecha (nunca de la izquierda, por ser la impura) para coger los alimentos. La mujer, sin mancharse su impoluto sari verde, abría fiambreras y se las pasaba a su marido, mientras la abuela hacía lo propio con uno de los más pequeños. Su alimentación de esa noche consistía en arroz, roti (pan de trigo), y pollo. Por el olor que desprendía se notaba que, de nuevo, su comida estaba muy condimentada. También contemplé a esa pareja gay que compartía litera y carantoñas, algo bastante mal visto en la India. Tuvimos que soportar que uno de ellos se ‘chivara’ al revisor por nuestra osadía de fumar en el servicio. El revisor, lejos de recriminarnos nuestra actitud, nos lanzó un pequeño gesto de complicidad.

En una de las incontables estaciones en las que el tren se detuvo ascendieron un grupo de eunucos, muy divertidos, que reclamaban la atención de todos los viajeros y sin sutilezas exigían unas monedas. Creo que nosotras y la pareja de ‘giris’ que compartían vagón fuimos los únicos que no depositamos en sus manos ninguna moneda, algo que pareció enojarlas. No conocíamos sus costumbres y no nos pareció oportuno.

En cada estación se repetía la misma secuencia: Hombres y mujeres durmiendo bajo las estrellas, vendedores ofreciéndote té o comida muy picante… Y así a cada rato. Pese a las incomodidades y estrecheces, el viaje me resultó divertido e instructivo. Los oxidados ventiladores expulsaban más suciedad que aire y nos iban dando muestras de que Calcuta se acercaba.

Por Mar Peláez

jueves, 6 de octubre de 2005

Amanecer bajo el Kanchenjunga


El día comenzó muy temprano. A las cuatro de la mañana ya estábamos a los pies de The Mall, esta vez las cuatro juntas, esperando a nuestro taxista para dirigirnos al Tiger Hill, con la esperanza de ver un amanecer espectacular. Todoterrenos y taxis repletos de turistas partían a esa misma hora de Darjeeling, en formación, para recorrer los 12 kilómetros a través de Ghoom y de los bosques que separaban el mirador. Este increíble mirador a 2.585 metros, que proporciona un panorama sin igual del Himalaya, con las húmedas planicies que limitan con Bangladesh, situadas al Sur; el Everest al Oeste, el Kanchenjunga y Sikkim al Norte, y el Himalaya de Bután al Noroeste.

Eso con suerte y si las nubes lo permitían. Elegimos verlo desde el atalaya, un lugar más cálido tras los cristales de una edificación construida para el espectáculo. Por sólo 40 rupias, algo menos de un euro, se conseguía un refugio del frío invernal del día. Eran muchos los indios que optaron por un precio algo más económico y tuvieron que soportar las gélidas temperaturas. Arriba se perdía en encanto, pero se ganaba en salud.

Las voces de sorpresa se sucedieron con la salida del primer rayo de sol. El día parecía claro, el cielo se había despejado, y eso nos posibilitaría distinguir las escenas que ya habíamos contemplado con anterioridad en postales. Fue un espejismo. La imagen del Everest, del Kanchenjunga y de otras montañas de elevadas dimensiones se quedaría sólo en eso, en las postales. Fue una pena. Aún así disfrutamos de la sensación de estar por primera vez tan cerca del Himalaya. Y eso había que celebrarlo y agudizar la vista para captar algunos detalles de esas elevaciones nevadas.
Con similar frío y aires huracanados, descendimos hacia Darjeeling. Nos detuvimos en el Yiga Choling, un monasterio budista, construido en 1850, más vistoso que el moderno, con formas más marcadas y más colorido. Pedimos a nuestro chófer que parara en el Bhutia Samtem Choling para que Olga y Alicia vieran ese pequeño monasterio que nosotras habíamos descubierto el día anterior. También nos detuvimos en el War Memorial Batasia Loop. Y esta vez, sin una nube en el cielo, descubrimos el Kanchenjunga y otras montañas nevadas. No era mucho lo que podía verse de cada elevación, pero era más de lo que hubiéramos pensado los días anteriores caracterizados por la lluvia y la niebla.

Mariví y yo hicimos un intento por adquirir dos billetes para el día siguiente con dirección a Calcuta –Alicia y Olga ya lo habían comprado el día anterior-. Después de esperar una larga y desestructurada cola en la estación de trenes, el oficinista nos dijo de muy malas formas que no quedaban billetes para ese destino hasta cuatro días después. Ni en primera, ni en segunda, ni en tercera, ni siquiera en cuarta clase. No hubo forma de encontrar plaza, así que tomamos la determinación de montarnos en el tren sin billete. Sería una aventura. Confiábamos en que, por algo de dinero bajo manga, todo se solucionaría y lograríamos llegar a Calcuta, aunque fuera en esa cuarta clase que tanto nos había impactado en nuestros viajes anteriores. Durante la espera nos sorprendió que el templo Dhirdham, al que el día anterior habíamos dado por ‘desaparecido’, estuviera allí, a dos pasos de la estación. La niebla del miércoles se había desvanecido y había hecho resurgir por sorpresa ese templo de múltiples techos, construido como una copia de un gran templo de Shiva a las afueras de Katmandú.

Nos volvimos a juntar las cuatro y el mismo chófer nos llevó por un camino igual de peligroso que el día anterior hacia el Mirik. A 45 kilómetros al Suroeste de Darjeeling, cerca de la frontera con Nepal, es el centro turístico más nuevo de la región, sobre todo para el turismo nacional. Es ni más ni menos que un lago perfectamente artificial donde los indios se reúnen para pasar un día de campo y disfrutar de sus aguas sobre una barca. No sabíamos realmente en qué consistía, de haberlo sabido, hubiéramos desechado la idea, aunque por otra parte nos habríamos perdido un camino cubierto de la característica capa de ese té negro o verde.

Ellas cenaron en su hotel y nosotras nos despedimos de Darjeeling de una forma muy divertida: asistiendo a un concierto en la confitería-restaurante-pub-ciber al que ya habíamos convertido en nuestra segunda casa. Eramos las únicas chicas del lugar y, además, las dos únicas occidentales, por lo que fuimos la sensación. Nos reímos mucho, tanto como me imagino lo hicieron ellos de nosotras, pero como el idioma nos separaba, la vergüenza era inexistente. Ya me había ‘soltado’ bastante con el inglés, pero en Darjeeling el idioma volvía a ser un obstáculo, ya que eran pocos los que hablaban esa lengua. Jugamos al billar, hablamos con varios indios e incluso con uno al que apodamos el ‘butanero’, simplemente porque era de Bután y no conocemos el gentilicio. Nos enteramos de que la lengua oficial es el dzongkha, un dialecto tibetano, y que su religión mayoritaria es una forma lamaística de budismo Mahayana.

El día fue largo e intenso. Llevábamos casi 24 horas en pie y el sueño y el hecho de que cerraran el pub nos ‘invitó’ a irnos a la cama.

Por Mar Peláez

miércoles, 5 de octubre de 2005

Del hinduismo al budismo



Otro día en esa maravilla de la naturaleza. No tardamos en ponernos en pie y dirigirnos a concertar otra excursión con un taxista cualquiera. Nos ahorramos bastante dinero con esa decisión. El primer destino sería Bhutia Samtem Choling, un monasterio tibetano a los pies de la carretera principal que une Ghoom con Darjeeling. El pequeño monje Thupten fue el encargado de mostrarnos ese gompa pequeño pero vistoso que se veía desde la carretera. Nos explicó que es costumbre que uno de los niños más jóvenes de una familia budista entre en un monasterio, a partir de los diez años, para unirse al sacerdocio budista. Eso es lo que hicieron los aproximadamente cuarenta niños o adolescentes que vivían y rezaban en el recinto. Tuvimos ocasión de charlar con varios de esos pequeños monjes mientras barrían, limpiaban el ‘altar’ donde reposaba un buda de dimensiones considerables o simplemente jugaban como cualquier niño de su edad.

El guía nos llevó al War Memorial Batasia Loop. La niebla en aquel momento era densa, tan densa que nos privó de contemplar una vista memorable, pero nos permitió gozar de una difuminada silueta de un obelisco y una estatua de un soldado, en homenaje a todos los habitantes de Darjeeling que fallecieron en las innumerables guerras por el dominio que ha sufrido este territorio a lo largo de su historia. Una vez más en el todoterreno nos dirigimos hacia el Ganga Maya, un enorme jardín artificial bordeando un río cristalino que, pese a todo, no pierde ni un ápice de hermosura y encanto. La variedad de flores extrañas, formas inverosímiles, colores imposibles, nos extrañaba a cada paso. Es un lugar de recreo para los indios ‘ricos’ que pasan allí el fin de semana en familia.

Mereció la pena soportar el riesgo de una carretera sin asfaltar, con precipicios de vértigo y pendientes de infarto. Dos horas de viaje movidito tan pronto por encima de las nubes, tan pronto en el fondo del valle, y siempre con ese manto verde como terciopelo que forman las incontables plantaciones de té.

Nuestra excursión matutina estaba a punto de concluir. Lo hizo en la estación de trenes. Mejor dicho en la estación del tren, de ese tren de juguete que antes era la única vía de escape hacia el sur y que hoy es simplemente un medio de locomoción para el turismo. Dos máquinas de vapor presidían la entrada al recinto.
Sólo nos quedaba disfrutar de la gente, de sus peculiaridades y de su vida cotidiana. Hombres y mujeres que transportan todo el peso de su carga pendida en una cuerda anudada a la cabeza, tipo nepalís, ya sean bombonas de fueloil, paquetes enormes, troncos de madera o piezas de uralita. Comerciantes de todo tipo de frutas, carnes y pescados; gente que recogía la basura; taxistas que transportaban a otros turistas y niños que iban o volvían de la escuela.

The Mall daba mucho juego y decidimos ultimar nuestras compras, los regalos para nuestros amigos: té, azafrán, camisas, ganesas -hija de Siva y Parvati con cabeza de elefante-, incienso, postales… Un último envío de e-mail y una nueva charla con Olga y Alicia en su habitación.

Por Mar Peláez

martes, 4 de octubre de 2005

El te en Darjeeling



Unos cubetazos de agua hirviendo -la primera vez desde hace días que teníamos y disfrutábamos de agua caliente- nos permitió entrar en calor después de una noche muy húmeda. A las nueve de la mañana coincidimos con Olga y Alicia desayunando en un restaurante muy occidental. Pastelitos deliciosos y mejores vistas. Como parecía que estábamos predestinadas a no ponernos de acuerdo, Mariví y yo nos fuimos a la oficina de turismo para hacer nuestra primera excursión. Demasiados días malos en Calcuta como para desaprovecharlos.

Un chófer-guía nos llevó en primer lugar al templo japonés donde tuvimos ocasión de acompañar a dos mujeres mientras celebraban su culto recitando textos sagrados y salmos acompañados de instrumentos. Su canto era monótono. Repetían con frecuencia el mantra: om mani padme h'um, que significa, "oh joya de loto, amén". Nosotras las acompañábamos haciendo sonar un instrumento que no recuerdo su nombre. Fuera, una pagoda blanca impoluta, coronada con estatuas de budas dorados. De allí nos dirigimos al Passenger Ropeway, un funicular que permitía acceder a los jardines de té, pero que un accidente reciente, en el que fallecieron cinco turistas indios, lo ha inutilizado.

Camino del funicular se encuentra el zoo, que incluye una selección de la fauna del Himalaya. Nuestro recorrido por ese recinto fue muy rápido, porque lo que nos interesaba verdaderamente era el Instituto de Montañismo del Himalaya, uno de los centros de entrenamiento para escaladores más importantes de La India. Su primer director fue el serpa Tenzing Norgay, el conquistador del Everest, que vivió y murió en Darjeeling. Está dedicado a la historia del montañismo y exhibe equipos antiguos y nuevos, un mapa en relieve del Himalaya y una colección de trajes de los diversos pueblos de montaña. También se detiene en recordar el resto de montañas que figuran en cualquier atlas. Otra de las salas está dedicada exclusivamente al Everest, donde se relata la fascinante historia de la coronación de la mayor montaña del mundo, con imágenes de las primeras expediciones, los primeros equipos, los primeros hombres.

Abandonamos el museo por el paseo repleto de puestos callejeros, donde adquirí el famoso azafrán, y nos dirigimos a ver de cerca las plantaciones de té negro o verde, en el Happy Valley Tea Estate. Darjeeling es un auténtico parque de cultivo. La llegada de esas plantaciones ocasionó la lamentable desaparición de los bosques que cubrían las laderas de las montañas. La planta tiene un aspecto áspero, como si se tratara de matorrales bajos, pero si se observa desde lejos dibuja una alfombra verde de gran belleza allá donde mires. A los pies de la carretera y junto a las plantaciones adquirimos ese té, calificado como uno de los mejores del mundo y también uno de los más caros, y allí recibimos las explicaciones de una de sus vendedoras. No pudimos descender entre las plantas por lo embarrado y empinado del terreno.

Antes de que concluyera la mañana llegamos al Tibetan Refugee Self-Help Center, o lo que es lo mismo, a un centro tibetano de autoayuda para Refugiados. Fundado en 1959, alberga a unos 700 refugiados, que en su mayoría fabrican alfombras o artesanías tibetanas. Pudimos curiosear, observar la actividad de los
talleres, comprar gorros, ropa, sombreros, artículos de cuero, así como botas tibetanas, hechas de tela bordada con suelas de cuero. La comunicación en este centro se tornó complicada. Ellos no hablaban inglés, así que lo único que nos quedaba era utilizar los gestos. A pesar de esa falta de comunicación, nos hicieron sentir muy cómodas, mientras contemplábamos cómo hilaban la lana, la daban forma, la teñían o estampaban motivos decorativos. Accedimos a uno de sus talleres y comprobamos que las condiciones de trabajo son inhumanas. Hicimos rodar esos cilindros que tan buena suerte les da, o eso creen ellos. Un cartel resultaba revelador: ‘China, get out of Tibet’. Les acusan de más de un millar de muertos, más de 6.000 monasterios destruidos, miles de prisioneros, cientos de desaparecidos. Aún así, transmiten paz, vida. No queríamos abandonar el lugar.

La última parada era el museo de la Historia, pero al acercarnos a la entrada y ver que se trataba de un centro dedicado al arte de la taxidermia desechamos la idea y nos fuimos a comer al mismo lugar en el que habíamos desayunado. Viajas tan lejos, a culturas tan ajenas, para darte cuenta de que al final sucumbes a los lugares que más se asemejan a lo ya conocido. Lamentable, pero cierto. Tuvimos tiempo aún de conocer a un niño travieso, deleitarnos con la música de dos muchachos que amenizaban el paseo por The Mall, y comprobar que la norma general en Darjeeling son niños escolarizados y perfectamente uniformados. De verde, de granate, de gris, de azul… Nada que ver con la escasa escolarización que deducimos al ver a tantos niños en las calles de Calcuta en horario escolar.

Por Mar Peláez

lunes, 3 de octubre de 2005

Darjeeling, a los pies del Himalaya



Y así fue. A las cuatro pasadas descendimos del tren y descubrimos que nos habíamos salido de la India. No era cierto, pero lo parecía. La estación, aunque repleta de personas durmiendo en los andenes, daba otra sensación. La mayoría eran viajeros que agotaban sus últimos sueños antes de que llegara su tren. Antes de salir de la estación un chico nos ofreció un todoterreno para llevarnos a Darjeeling. Estábamos en Siliguri, a tres horas en coche de Darjeeling o a siete en el tren de juguete. Medio dormidas, depositamos nuestras mochilas en la parte trasera del vehículo. Por 16 euros en total nos llevaron a nuestro destino. Compartimos los primeros kilómetros con varios indios que se bajaban en ningún lugar aparente. Hablaban entre ellos en hindi, muy rápido, muy alto, a golpes, como si estuvieran enfadados. Es su forma de hacerlo.

La noche era muy oscura. Tan pronto había mucha niebla, como llovía. El ambiente había cambiado radicalmente, tanto como los rostros de las personas que nos íbamos cruzando, las construcciones e incluso la vegetación, inundada de plantaciones de té. Los focos del coche nos enfocaban infinidad de niños y adolescentes caminando por la calzada de esa carretera de montaña en dirección a la fiesta del día siguiente. La vía no paraba de ascender. Lo que no había cambiado eran los socavones constantes, algo que dificultaba conciliar el sueño. A medio camino, el conductor, de un gran parecido a Ortega Lara, se detuvo para que tomásemos un té caliente. Llovía abundantemente, algo que agradecimos para sacarnos de encima ese calor sofocante y pegajoso de los últimos quince días.

Sin darnos cuenta llegamos a Darjeeling o el Lugar del Rayo, una ciudad ubicada en el Noroeste del Estado de Bengala Occidental, cerca de la frontera con Nepal, Bután y Sikkim, sobre las alineaciones del Himalaya inferior y dividida a ambos lados por una cadena de montañas de 2.200 metros de altura. Nos condujo hasta The Mall, en el extremo superior de la ciudad, el centro turístico victoriano. En la guía habíamos encontrado el Hotel Alpine (3,5 euros por noche y persona) y a él nos dirigimos. Era húmedo y espartano, pero algo más habitable que el que habíamos dejado en Calcuta. Rápidamente nos fuimos a desayunar y fue muy gracioso hacerlo en un restaurante chino. Olga comenzó a estar enferma y Mariví aún no había recuperado fuerzas, así que Alicia y yo dedicamos toda la mañana a descubrir la ciudad y a sorprendernos por todas esas diferencias que le separan de Calcuta, a pesar de pertenecer al mismo Estado.

Lo primero que maravilla es que la ciudad no parece tan caótica, el ruido ha disminuido, la muchedumbre ha descendido y la limpieza es mayor. Es más cosmopolita, más avanzada, más ‘civilizada’. Cincuenta años después de la partida de los británicos, la ciudad sigue siendo tan popular como siempre entre los turistas indios de las llanuras. Las bajas temperaturas han hecho que desaparezca la contaminación y la sensación de ahogo. Y eso lo sabían los ingleses, que consideraban este lugar como un auténtico balneario. Teníamos por delante cinco días, quizá más, para disfrutar de otro mundo. Cinco días para descubrir esa vida con considerable presencia tibetana y nepalí. Aunque no cabe duda que lo más atractivo de la zona son las estupendas vistas de las montañas, con el Kanchenjunga (con sus 8.598 metros es la tercera montaña más elevada del mundo) predominando sobre el horizonte.

El paseo por The Mall hasta la plaza de Chowrasta, el verdadero corazón de la ciudad, era muy animado. A un lado, una hilera de tiendas de curiosidades y artículos de recuerdo o restaurantes, y al otro, tenderetes menos permanentes. Nos dedicamos todo el tiempo a la mundana tarea de adquirir regalos y algo de ropa de abrigo. Había tanto donde elegir… Recuerdos hindús, pero también nepalís o tibetanos.

Los primeros monjes tibetanos, los primeros niños uniformados, las primeras papeleras y los monos sueltos. Todo era nuevo para nosotras quince días después de haber aterrizado en la India. Hay que recordar que hasta el siglo XIX pertenecía a Sikkim, sin embargo en 1817, después de una calamitosa guerra con Nepal, Sikkim se vio obligada a ceder el emplazamiento a los ingleses para que lo convirtieran en un sanatorio. Ahora reclaman la autonomía total de Bengala Occidental, una fusión con Nepal o incluso la independencia, algo que no nos sorprendió porque a nosotras mismas nos parecía que nos habíamos salido de la India.

En la plaza Chowrasta, una plaza situada por encima del concurrido mercado, destaca en el extremo norte un quiosco de música. A pocos metros se encontraba un punto de alquiler de caballos, excesivamente escuálidos, para dar un paseo por las inmediaciones del mirador, donde muchos lugareños reposaban contemplando las maravillosas vistas de montañas verdes, mezcladas con el blanco de la nieve.

Comimos en plena calle una especie de jamón cocido y queso que nos pareció una delicia. Las vistas eran impresionantes y había que aprovechar antes de que las amenazantes nubes nos impidieran observar esas maravillas. Dimos toda la vuelta al paseo-mirador y deparamos en la presencia de un hotel de lujo, donde estaban rodando una secuencia de una película india. Esperamos mientras una chica, vestida de forma impecable y un pequeño paraguas a modo de sombrilla, protagonizaba un paseo de cine. Nos permitimos el lujo de tomar un refresco en la terraza del hotel, sin perder detalle de las montañas, de las formas de las nubes o del aire puro.

Por Mar Peláez

domingo, 2 de octubre de 2005

La huida de Calcuta


Atrás íbamos a dejar Calcuta y eso me ilusionaba. Nunca pensé que lo realmente duro de mi experiencia este año sería la ciudad y no la labor de voluntariado. Tuve por primera vez el impulso de salir corriendo de vuelta a España y olvidarme de tanta miseria humana, porque ser testigo visual de esas desgracias dan ganas de huir. Las fuerzas flaqueaban. Fueron cuatro días muy duros emocionalmente, días en los que tuve que combatir con fuerza mis deseos de abandonarlo todo. Pero lo que me ocurrió a mí no es nada extraño. Fueron muchos los voluntarios que experimentaron las mismas sensaciones e incluso muchos los que no consiguieron sobreponerse y asimilar tanta pobreza extrema.

Nos dirigíamos a las montañas, a Darjeeling, a respirar aire puro. Ya no podíamos soportar más las emisiones incontroladas de un ejército de vehículos con motor diesel, que hacen que Kolkata sufra una contaminación atmosférica palpable. Los problemas pulmonares forman parte de la vida cotidiana de los residentes y la hora punta es especialmente tóxica ¿y cuál no lo es? Al atardecer el ambiente está oscurecido por una humareda gris. Parece que el sol no saliera en la ciudad o, al menos, no llegara con claridad al suelo.

Intentamos regatear con los encargados del hotel un precio más barato, ya que íbamos a estar ausentes unos cinco días, pero queríamos dejar parte de nuestras mochilas en la habitación. Como la palabra de los indios no es muy de fiar, nada tenía que ver lo que acordamos por la noche con lo que resultó ser al día siguiente. Pero bueno, algo nos rebajó. Cosa extraña porque hasta ese momento nos habían ofrecido la cara más malhumorada de los indios.

En el camino hacia la estación de Sealdah descubrimos que todas esas construcciones a base de palos y cuerdas, diseminadas por toda la India recorrida, tenían relación con la fiesta de la Durga Puja, que dura dos semanas. Antes de llegar vimos a una mujer, muy pequeña, muy delgada, aseándose en una de las fuentes públicas con una cara de desesperanza que me impactó. Resulta tan sencillo que se te humedezca la mirada ante tanta injusticia social… En ese desguazado, humeante, cochambroso taxi llegamos a los aledaños de la estación, camino del paraíso.

La estación tenía mejor aspecto que las conocidas con anterioridad. Parecía más ordenada, más limpia, más nueva, pero acogía igualmente a todas esas personas que no tienen un techo donde resguardarse. Como aquella mujer que rebuscaba en su bolsa justo en el precipicio del andén o el hombre que con aspecto mugriento dormitaba sobre un banco. No se podían hacer fotografías dentro de la estación, pero como siempre la norma está para saltársela. Comenzó la rutina de adquirir galletas, patatas fritas, plátanos y mucho agua para soportar las 15 horas de viaje que nos llevaría recorrer los 600 kilómetros al Norte que nos separaban de la delicia de Darjeeling, a los pies del Himalaya. Los trenes llegaban abarrotados, con las puertas abiertas y personas asidas incluso por fuera del vagón. El nuestro lo hizo en esta ocasión antes de la hora prevista (las 12.40 horas) y convencimos al revisor para que nos permitiera viajar en el mismo compartimento. Un niño, con un reloj estrenado, nos pedía, nos suplicaba, que le permitiéramos hacer su trabajo: limpiar los zapatos. La lástima es que todas llevábamos playeros.

15 horas dan tiempo para mucho, así que yo dediqué buena parte de ellas a escribir en mi diario, mientras conversábamos con nuestros compañeros de viaje, en especial el revisor. Nos advirtieron de que la temperatura en Darjeeling era ‘coling coling’, o sea frío, y comenzamos a abrigarnos con la poca ropa de abrigo que portábamos. Pese a la prohibición de fumar en el tren, el propio revisor nos convidó a sortear la ley y a fumarnos uno de sus cigarrillos bidi. Las puertas del tren iban abiertas, por lo que el aire fresquito de la noche iba calando. Había que dormir, unas mejor que otras, porque nuestro viaje no concluiría hasta las 4 de la madrugada.

Por Mar Peláez