Viajar, viajar y viajar

Viajar, viajar y viajar. Si compartes esta pasión, aquí hay una muestra de algunos de esos rincones que aparecen en las guías de viajes, pero también de otros que se muestran ocultos a nuestros ojos. Bienvenido...

lunes, 10 de octubre de 2005

Sonrisas indias


Me quedaban muy pocos días en Calcuta y no lo dudé. Me fui directamente a colaborar en el orfanato de niños de 0 a 6 años, y dejé la sección de los handicap. Y allí logré sentirme más útil y más feliz. No tuve la suerte de que hubiera alguna voluntaria de habla hispana, por lo que tuve que conformarme con las explicaciones de una danesa no demasiado entusiasta con la presencia de una nueva persona. Sin apenas instrucciones previas me puse a hacer varias de las camas de los 111 niños y seguí al resto a la parte trasera, donde las ‘masis’ lavaban y lavaban las sábanas, tipo mantel, donde duermen los niños. Había que separar la ropa limpia de la sucia, algo paradójico si se tiene en cuenta que la mayoría de los menores no ha cumplido aún los tres años y que no usan pañales. Nuestra tarea sería aclarar esas sábanas ásperas y roídas, esos pañuelos en forma de pañales, y esas servilletas que no supe nunca cuál era su uso. Nos llevó mucho tiempo esa tarea. Bea, una voluntaria gallega que acababa de llegar a Kolkata, y yo compartimos eso de escurrir las ‘sábanas’, y comprobé cómo los japoneses, en este caso japonesas, tienen un exagerado nivel de compromiso con el trabajo. No paraban.

Concluida esa labor inicial, nos fuimos a jugar con los más pequeños en la parte delantera del edificio. Pese a que el centro cuenta con un hermoso patio con juegos, los niños se ven abocados a jugar en el interior del edificio. Son tantos y tan pocas las ‘masis’ que éstas no pueden hacer más que cuidarlos. No tienen tiempo para detenerse a jugar con ellos; para eso estamos las voluntarias. De lavarlos, darles el desayuno y la comida se encargaban las masis o las sisters. Todo estaba limpio, al menos tan limpio como permite la ciudad.

En mi memoria quedó grabada la cara de dos niñas y un niño. No sé por qué. Eran muchos, pero aquellas caras y aquellos abrazos me aportaron algo especial. Aún así, jugué con todos los que reclamaron mi atención. Les dediqué mi tiempo a cambio de una simple y amplia sonrisa; de esa sonrisa limpia de un niño que carece del cariño que se merece. No tenía manos para atender a todos a la vez, pero sí muchas ganas. Recuerdo los lloros de aquel niño, recién abandonado por sus padres; la carita blanca de esa niña ciega que gateaba sorteando a duras penas los obstáculos; de ese pequeño al que una rata le había arrebatado su oreja izquierda… Todos vestidos con la ropa que generosamente alguien había donado. Limpios y aseados.

Tres horas después había concluido, desgraciadamente, nuestro turno. Cristina y yo enfilamos hacia su hotel con la esperaza de poder animar un poco a su amiga Elena. Llevaban menos de una semana en Calcuta y realmente se le estaba haciendo cuesta arriba. Pero es normal. Es humano y entendible que se humedezca la mirada ante tanta injusticia, que flaqueen las fuerzas ante tanta miseria, que mengüe el entusiasmo ante la magnitud del problema y que creamos que no somos capaces. Es normal. Como también lo es que entren ganas de huir y no seas capaz de responder a la pregunta de ¿para qué estoy aquí? En su hotel, comprobamos que nuestra intención de que Elena se relajase en ese infierno de ciudad iba a resultar ardua. Había que intentarlo.

Era el día que había elegido para, por fin, ir al cine en la India, en ese país con una floreciente industria cinematográfica. Toda ciudad importante dispone de numerosos cines, pero nos costó trabajo encontrar una sala abierta, porque la fiesta de la Durga Pooja había alterado todos los horarios. Caminamos en su búsqueda, junto a Bea y sus amigas gallegas Vivi y Norma. Dos niños de la calle, con sus preciosas caras nos acompañaron en nuestro recorrido. Al final, sólo Mariví, Olga y yo entramos en el cine. Lo hicimos por un precio de 25 rupias. Buscábamos una película de Bollywood, pero… la sorpresa fue mayor. La carátula de la película no nos daba ninguna pista de su contenido. La amplia sala del cine estaba repleta de ventiladores colgados en sus paredes y de sillas de plástico. Soportar el olor que procedía de los servicios fue, además, complicado. Lo mismo que escuchar el sonido de la película con el ruido de los ventiladores. Ni una sola mujer en la sala, sólo nosotras tres. Y comenzó la película, por supuesto en hindi. Los ánimos de los indios iban subiendo a medida que el amor que sentía el protagonista por una muchacha se iba transformando en sexo en el interior de un prostíbulo. Nuestros compañeros de ‘butaca’ se levantaban, se volvían a sentar, se giraban para contemplar cómo tres occidentales sin conocimientos de hindi podían estar allí viendo una película ‘porno’ para sus ojos. Aguantamos una de las tres que duraba la película y nuestras risas aún deben resonar en aquella sala. ¿Qué pensarían de nosotras tres?

Nos dirigimos hacia Sudder Street, pero antes nos encontramos con varios de los ‘monumentos’ de la fiesta de la Durga Pooja.

Por Mar Peláez

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