Viajar, viajar y viajar

Viajar, viajar y viajar. Si compartes esta pasión, aquí hay una muestra de algunos de esos rincones que aparecen en las guías de viajes, pero también de otros que se muestran ocultos a nuestros ojos. Bienvenido...

domingo, 2 de octubre de 2005

La huida de Calcuta


Atrás íbamos a dejar Calcuta y eso me ilusionaba. Nunca pensé que lo realmente duro de mi experiencia este año sería la ciudad y no la labor de voluntariado. Tuve por primera vez el impulso de salir corriendo de vuelta a España y olvidarme de tanta miseria humana, porque ser testigo visual de esas desgracias dan ganas de huir. Las fuerzas flaqueaban. Fueron cuatro días muy duros emocionalmente, días en los que tuve que combatir con fuerza mis deseos de abandonarlo todo. Pero lo que me ocurrió a mí no es nada extraño. Fueron muchos los voluntarios que experimentaron las mismas sensaciones e incluso muchos los que no consiguieron sobreponerse y asimilar tanta pobreza extrema.

Nos dirigíamos a las montañas, a Darjeeling, a respirar aire puro. Ya no podíamos soportar más las emisiones incontroladas de un ejército de vehículos con motor diesel, que hacen que Kolkata sufra una contaminación atmosférica palpable. Los problemas pulmonares forman parte de la vida cotidiana de los residentes y la hora punta es especialmente tóxica ¿y cuál no lo es? Al atardecer el ambiente está oscurecido por una humareda gris. Parece que el sol no saliera en la ciudad o, al menos, no llegara con claridad al suelo.

Intentamos regatear con los encargados del hotel un precio más barato, ya que íbamos a estar ausentes unos cinco días, pero queríamos dejar parte de nuestras mochilas en la habitación. Como la palabra de los indios no es muy de fiar, nada tenía que ver lo que acordamos por la noche con lo que resultó ser al día siguiente. Pero bueno, algo nos rebajó. Cosa extraña porque hasta ese momento nos habían ofrecido la cara más malhumorada de los indios.

En el camino hacia la estación de Sealdah descubrimos que todas esas construcciones a base de palos y cuerdas, diseminadas por toda la India recorrida, tenían relación con la fiesta de la Durga Puja, que dura dos semanas. Antes de llegar vimos a una mujer, muy pequeña, muy delgada, aseándose en una de las fuentes públicas con una cara de desesperanza que me impactó. Resulta tan sencillo que se te humedezca la mirada ante tanta injusticia social… En ese desguazado, humeante, cochambroso taxi llegamos a los aledaños de la estación, camino del paraíso.

La estación tenía mejor aspecto que las conocidas con anterioridad. Parecía más ordenada, más limpia, más nueva, pero acogía igualmente a todas esas personas que no tienen un techo donde resguardarse. Como aquella mujer que rebuscaba en su bolsa justo en el precipicio del andén o el hombre que con aspecto mugriento dormitaba sobre un banco. No se podían hacer fotografías dentro de la estación, pero como siempre la norma está para saltársela. Comenzó la rutina de adquirir galletas, patatas fritas, plátanos y mucho agua para soportar las 15 horas de viaje que nos llevaría recorrer los 600 kilómetros al Norte que nos separaban de la delicia de Darjeeling, a los pies del Himalaya. Los trenes llegaban abarrotados, con las puertas abiertas y personas asidas incluso por fuera del vagón. El nuestro lo hizo en esta ocasión antes de la hora prevista (las 12.40 horas) y convencimos al revisor para que nos permitiera viajar en el mismo compartimento. Un niño, con un reloj estrenado, nos pedía, nos suplicaba, que le permitiéramos hacer su trabajo: limpiar los zapatos. La lástima es que todas llevábamos playeros.

15 horas dan tiempo para mucho, así que yo dediqué buena parte de ellas a escribir en mi diario, mientras conversábamos con nuestros compañeros de viaje, en especial el revisor. Nos advirtieron de que la temperatura en Darjeeling era ‘coling coling’, o sea frío, y comenzamos a abrigarnos con la poca ropa de abrigo que portábamos. Pese a la prohibición de fumar en el tren, el propio revisor nos convidó a sortear la ley y a fumarnos uno de sus cigarrillos bidi. Las puertas del tren iban abiertas, por lo que el aire fresquito de la noche iba calando. Había que dormir, unas mejor que otras, porque nuestro viaje no concluiría hasta las 4 de la madrugada.

Por Mar Peláez

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