Viajar, viajar y viajar

Viajar, viajar y viajar. Si compartes esta pasión, aquí hay una muestra de algunos de esos rincones que aparecen en las guías de viajes, pero también de otros que se muestran ocultos a nuestros ojos. Bienvenido...

lunes, 3 de octubre de 2005

Darjeeling, a los pies del Himalaya



Y así fue. A las cuatro pasadas descendimos del tren y descubrimos que nos habíamos salido de la India. No era cierto, pero lo parecía. La estación, aunque repleta de personas durmiendo en los andenes, daba otra sensación. La mayoría eran viajeros que agotaban sus últimos sueños antes de que llegara su tren. Antes de salir de la estación un chico nos ofreció un todoterreno para llevarnos a Darjeeling. Estábamos en Siliguri, a tres horas en coche de Darjeeling o a siete en el tren de juguete. Medio dormidas, depositamos nuestras mochilas en la parte trasera del vehículo. Por 16 euros en total nos llevaron a nuestro destino. Compartimos los primeros kilómetros con varios indios que se bajaban en ningún lugar aparente. Hablaban entre ellos en hindi, muy rápido, muy alto, a golpes, como si estuvieran enfadados. Es su forma de hacerlo.

La noche era muy oscura. Tan pronto había mucha niebla, como llovía. El ambiente había cambiado radicalmente, tanto como los rostros de las personas que nos íbamos cruzando, las construcciones e incluso la vegetación, inundada de plantaciones de té. Los focos del coche nos enfocaban infinidad de niños y adolescentes caminando por la calzada de esa carretera de montaña en dirección a la fiesta del día siguiente. La vía no paraba de ascender. Lo que no había cambiado eran los socavones constantes, algo que dificultaba conciliar el sueño. A medio camino, el conductor, de un gran parecido a Ortega Lara, se detuvo para que tomásemos un té caliente. Llovía abundantemente, algo que agradecimos para sacarnos de encima ese calor sofocante y pegajoso de los últimos quince días.

Sin darnos cuenta llegamos a Darjeeling o el Lugar del Rayo, una ciudad ubicada en el Noroeste del Estado de Bengala Occidental, cerca de la frontera con Nepal, Bután y Sikkim, sobre las alineaciones del Himalaya inferior y dividida a ambos lados por una cadena de montañas de 2.200 metros de altura. Nos condujo hasta The Mall, en el extremo superior de la ciudad, el centro turístico victoriano. En la guía habíamos encontrado el Hotel Alpine (3,5 euros por noche y persona) y a él nos dirigimos. Era húmedo y espartano, pero algo más habitable que el que habíamos dejado en Calcuta. Rápidamente nos fuimos a desayunar y fue muy gracioso hacerlo en un restaurante chino. Olga comenzó a estar enferma y Mariví aún no había recuperado fuerzas, así que Alicia y yo dedicamos toda la mañana a descubrir la ciudad y a sorprendernos por todas esas diferencias que le separan de Calcuta, a pesar de pertenecer al mismo Estado.

Lo primero que maravilla es que la ciudad no parece tan caótica, el ruido ha disminuido, la muchedumbre ha descendido y la limpieza es mayor. Es más cosmopolita, más avanzada, más ‘civilizada’. Cincuenta años después de la partida de los británicos, la ciudad sigue siendo tan popular como siempre entre los turistas indios de las llanuras. Las bajas temperaturas han hecho que desaparezca la contaminación y la sensación de ahogo. Y eso lo sabían los ingleses, que consideraban este lugar como un auténtico balneario. Teníamos por delante cinco días, quizá más, para disfrutar de otro mundo. Cinco días para descubrir esa vida con considerable presencia tibetana y nepalí. Aunque no cabe duda que lo más atractivo de la zona son las estupendas vistas de las montañas, con el Kanchenjunga (con sus 8.598 metros es la tercera montaña más elevada del mundo) predominando sobre el horizonte.

El paseo por The Mall hasta la plaza de Chowrasta, el verdadero corazón de la ciudad, era muy animado. A un lado, una hilera de tiendas de curiosidades y artículos de recuerdo o restaurantes, y al otro, tenderetes menos permanentes. Nos dedicamos todo el tiempo a la mundana tarea de adquirir regalos y algo de ropa de abrigo. Había tanto donde elegir… Recuerdos hindús, pero también nepalís o tibetanos.

Los primeros monjes tibetanos, los primeros niños uniformados, las primeras papeleras y los monos sueltos. Todo era nuevo para nosotras quince días después de haber aterrizado en la India. Hay que recordar que hasta el siglo XIX pertenecía a Sikkim, sin embargo en 1817, después de una calamitosa guerra con Nepal, Sikkim se vio obligada a ceder el emplazamiento a los ingleses para que lo convirtieran en un sanatorio. Ahora reclaman la autonomía total de Bengala Occidental, una fusión con Nepal o incluso la independencia, algo que no nos sorprendió porque a nosotras mismas nos parecía que nos habíamos salido de la India.

En la plaza Chowrasta, una plaza situada por encima del concurrido mercado, destaca en el extremo norte un quiosco de música. A pocos metros se encontraba un punto de alquiler de caballos, excesivamente escuálidos, para dar un paseo por las inmediaciones del mirador, donde muchos lugareños reposaban contemplando las maravillosas vistas de montañas verdes, mezcladas con el blanco de la nieve.

Comimos en plena calle una especie de jamón cocido y queso que nos pareció una delicia. Las vistas eran impresionantes y había que aprovechar antes de que las amenazantes nubes nos impidieran observar esas maravillas. Dimos toda la vuelta al paseo-mirador y deparamos en la presencia de un hotel de lujo, donde estaban rodando una secuencia de una película india. Esperamos mientras una chica, vestida de forma impecable y un pequeño paraguas a modo de sombrilla, protagonizaba un paseo de cine. Nos permitimos el lujo de tomar un refresco en la terraza del hotel, sin perder detalle de las montañas, de las formas de las nubes o del aire puro.

Por Mar Peláez

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