Viajar, viajar y viajar

Viajar, viajar y viajar. Si compartes esta pasión, aquí hay una muestra de algunos de esos rincones que aparecen en las guías de viajes, pero también de otros que se muestran ocultos a nuestros ojos. Bienvenido...

miércoles, 12 de octubre de 2005

Triste despedida de Calcuta



Era mi último día en los centros. No pensé que me fuera a dar tanta pena despedirme de unos niños que apenas conocía, pero así fue. Esta vez no quise tender la ropa, sino lavarla, porque así tendría más tiempo para despedirme de todos ellos. Me permitían hacer dos fotografías. ¡Sólo dos!, pero las normas están para saltárselas, pese a la reprimenda que eso me iba a conllevar. Disfruté como nunca haciéndoles reír, pero también limpiando el suelo cada vez que uno de ellos se hacía pis (no llevan dodotis ni similar y tienen dos años) o cambiándolos de ropa. Intenté alargar el tiempo de estancia allí todo lo que me fue posible, pero había concluido… Ya no los volvería a ver. Para ellos, yo era una más, para mí era diferente.

Bajé hasta el centro de los handicap y allí sí tuve la oportunidad de fotografiar a ‘mis’ otros niños mientras jugaban o comían. Cuando concluyó la jornada para mis amigas, retornamos a la calle, a la dura calle, donde un grupo bastante nutrido de personas hacía cola, como cada día, para recibir su bolsita de comida de la Fundación Teresa de Calcuta. Son cientos los que comen de la caridad de estas hermanas. Mientras, los niños que vivían en los aledaños del centro jugueteaban casi desnudos y descalzos por las aceras infectadas de suciedad. No sobrepasarían los cinco años, pero por sus movimientos y desparpajo parecían mucho mayores. El grupo se había ido a ver la leprosería Titagath, regentada por los hermanos de la Caridad, o la de Shanti Nagar, a unas 4 horas de Calcuta.

Yo no me encontraba con fuerzas para ver a esa gente mutilada en su mayoría. Y eso a pesar de que el centro debe rezumar vida, ya que los enfermos se encargan de hacer trabajos manuales con los que sacarse unas cuantas rupias. Otro grupo se había ido a un dispensario y otro a la estación de trenes Sealdah, donde también se aplican curas superficiales y se procura sobre todo dar un poco de calor humano a la gente que prácticamente vive allí hacinada. En Calcuta se dobla una esquina y he ahí un dispensario en plena calle, atendido por voluntarios españoles y japoneses, en su mayoría. Inspeccionan gargantas, escuchan pulmones, curan llagas y mordeduras de rata o enseñan a las madres a prevenir las infecciones de sus hijos. El coraje de los voluntarios sorprende. Y lo hace porque ven muchos enfermos y moribundos que se debaten entre la vida y la muerte. Lo que nunca llegué a saber es qué criterio siguen para seleccionar a qué enfermos llevan al centro y a cuál no, cuando verdaderamente son muchos los necesitados. No preguntan nada, ni religión ni condición. Todos son bienvenidos en la Casa de la Madre Teresa de Calcuta.

Mariví llegaría tarde al hotel, así que me dirigí a buscar un mercado más tranquilo que el New Market. Preguntar a los indios no es sinónimo de que te indiquen el camino correcto, pero aún así logré encontrarlo. Está en una calle que sale de Park Street en la esquina donde se encuentra la estatua de la Madre Teresa. Allí adquirí varias camisas y un panhavi, a precios algo más caros que en el resto de la ciudad pero mucho más vistosos. Con mis adquisiciones, regresé al hotel. De allí, Olga, Mariví y yo nos dirigimos en taxi, junto a Elena y Cristina, a buscar la casa de Tagore. El recorrido en taxi se hizo muy largo, ya que los atascos son interminables, aún así su precio es irrisorio (0,5 euros, a lo sumo 1 euros, por un recorrido de más de media hora). No logramos encontrar la casa, pero nos sumergimos en la fiesta del barrio.

Todo era color. Sus caras estaban pintadas de color naranja, rosa o roja. Pasamos, como si fuera una procesión, a contemplar a uno de sus dioses al que estaban venerando. Después de estar sentadas mucho tiempo en el bordillo de una tienda mientras contemplábamos la vida de la gente, nos dirigimos en metro hacia Sudder Street. La primera vez que lo probábamos.

El metro, de diseño ruso inaugurado en 1984, es bueno y limpio, un contraste inmaculado frente a las calles polvorientas e irrespirables, y la mejor alternativa a esos pesados, incómodos, mugrientos y destartalados tranvías que apenas han sido modificados desde que echaron a andar en 1873. Además, es muy barato: 16 kilómetros por siete rupias como máximo.

Por Mar Peláez

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