Viajar, viajar y viajar

Viajar, viajar y viajar. Si compartes esta pasión, aquí hay una muestra de algunos de esos rincones que aparecen en las guías de viajes, pero también de otros que se muestran ocultos a nuestros ojos. Bienvenido...

viernes, 7 de octubre de 2005

Sin billete en la India


Nos quedaban ya sólo horas en Darjeeling y había que llenar nuestros pulmones de aire puro y despedirnos de ese paisaje natural. Así que agotamos nuestros minutos dando un último paseo por la ciudad. Al día siguiente estaríamos de nuevo en el infierno. Fuimos con un chófer diferente al que habíamos contratado el día anterior porque directamente no se presentó. Recogimos en su hotel a Olga y a Alicia y nos encaminamos hacia Siliguri, ciudad de la que salían los trenes con destino a cualquier parte de la India. Por delante teníamos tres horas de baches continuos, terraplenes peligrosos, conducciones temerarias… O sea más de lo mismo en este país.

Pero antes de llegar tuvimos un pequeño contratiempo. Sin saber cómo se había producido, el todoterreno que nos seguía los pasos por aquel estrecho camino chocó con nosotros para el cabreo de nuestro conductor. Y también sin saber cómo, salieron un sinfín de indios, de no se sabe dónde, a contemplar el incidente. Todos junto al vehículo hacían conjeturas de cómo podía haberse producido el choque, pero no alcanzamos a comprender cómo solucionaron los papeles. Yo, mientras, me dediqué a contemplar a unos niños subidos en unas vallas y a charlar con un comerciante que se dirigía a Siliguri para tomar un autocar en dirección a Calcuta. ‘Sólo’ tardaría en llegar 25 horas. Me dijo que se alojaba en Park Street e intentó quedar para el día siguiente. No tuvo éxito.

Atasco a la llegada de Siliguri. Habíamos regresado a la realidad india. A la hora prevista llegamos a la estación y guardamos religiosamente la larga cola para comprobar que el tren iba repleto y que era imposible adquirir billetes para Calcuta. Aún así estaba decidido: viajaríamos en ese tren. Hicimos un último intento con el jefe de estación, pero obtuvimos la misma respuesta. Eso sí, nos dio una esperanza. No habría problema en subir al tren, pagar el precio requerido y aposentarnos en el suelo del vagón. Lo mismo que nos dijo uno de los viajeros que esperaba pacientemente la llegada del tren.

Al fin hizo su aparición en la estación sobre las 19.30 horas. Ascendimos al vagón que tenían asignado Olga y Alicia, depositamos las mochilas sobre sus literas y nos fuimos a inspeccionar en segunda y primera clase para ver si había camas libres. Pero no; era cierto que el tren iba abarrotado. Contamos al revisor nuestro problema y nos tranquilizó diciendo que el billete nos costaría 500 rupias (250 más que a nuestras compañeras) pero que no tendríamos asiento. La única solución que nos aportaba era acomodarnos en el sucio suelo.

Comenzaba así una experiencia inolvidable. Por delante tendríamos toda una noche en aquel tren infectado de cucarachas, de malos olores provenientes del servicio, de agujeros por los que se colaban insectos de todo tipo; repleto de familias tradicionales, de viajeros ocasionales, de estudiantes; de la vida misma de la India concentrada en aquellos vagones. Ibamos en tercera clase y las condiciones higiénicas habían caído por debajo de nuestras mínimas exigencias, pero nuestros compañeros de viaje parecían encantados. Pertenecían a una clase media y eran conscientes de que aún existen peores condiciones de viajar en los trenes de la India. Me di una vuelta por el tren, mejor dicho por los tres vagones que conformaban esa clase. Entre uno y otro se apiñaban grupos de indios, sentados o tumbados, que pasarían así todo el viaje. Así lo hubiéramos tenido que hacer nosotras dos si Alicia y Olga no nos hubieran cedido una de sus literas.

Era difícil conciliar el sueño en aquel lugar, así que aproveché para escrutar las miradas de esa familia numerosa que cenaba arremolinada en nuestro mini compartimento. No usan utensilios para comer, se valen de la mano derecha (nunca de la izquierda, por ser la impura) para coger los alimentos. La mujer, sin mancharse su impoluto sari verde, abría fiambreras y se las pasaba a su marido, mientras la abuela hacía lo propio con uno de los más pequeños. Su alimentación de esa noche consistía en arroz, roti (pan de trigo), y pollo. Por el olor que desprendía se notaba que, de nuevo, su comida estaba muy condimentada. También contemplé a esa pareja gay que compartía litera y carantoñas, algo bastante mal visto en la India. Tuvimos que soportar que uno de ellos se ‘chivara’ al revisor por nuestra osadía de fumar en el servicio. El revisor, lejos de recriminarnos nuestra actitud, nos lanzó un pequeño gesto de complicidad.

En una de las incontables estaciones en las que el tren se detuvo ascendieron un grupo de eunucos, muy divertidos, que reclamaban la atención de todos los viajeros y sin sutilezas exigían unas monedas. Creo que nosotras y la pareja de ‘giris’ que compartían vagón fuimos los únicos que no depositamos en sus manos ninguna moneda, algo que pareció enojarlas. No conocíamos sus costumbres y no nos pareció oportuno.

En cada estación se repetía la misma secuencia: Hombres y mujeres durmiendo bajo las estrellas, vendedores ofreciéndote té o comida muy picante… Y así a cada rato. Pese a las incomodidades y estrecheces, el viaje me resultó divertido e instructivo. Los oxidados ventiladores expulsaban más suciedad que aire y nos iban dando muestras de que Calcuta se acercaba.

Por Mar Peláez

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