Viajar, viajar y viajar

Viajar, viajar y viajar. Si compartes esta pasión, aquí hay una muestra de algunos de esos rincones que aparecen en las guías de viajes, pero también de otros que se muestran ocultos a nuestros ojos. Bienvenido...

martes, 11 de octubre de 2005

Aprender a ser feliz


Con la ilusión de los días anteriores aún viva, inicié una jornada más en el orfanato. Ahí estarían ‘mis’ niños. Mi compañera Bea no había ido esa mañana al centro porque no se encontraba en condiciones. La adaptación a Calcuta es realmente dura y pocos son los que se salvan de que su cuerpo rechace de cualquier forma todas esas imágenes que tanto impactan a cada paso que das en la calle. La miseria con mayúsculas, unido a la contaminación irrespirable, el calor sofocante y el agua caliente rozando tus rodillas, te lo pone difícil. Buena parte de la jornada la dediqué a tender la ropa que otras voluntarias iban lavando. Horas y horas de tender esos ‘pingajos’ en las cuerdas o extenderlos sobre el suelo de la terraza.

Tuve ocasión de comprobar que las japonesas tienen un ritmo de trabajo y de sacrificio mucho más elevado que cualquiera de los españoles. Se las veía encantadas con esa tarea, pese al sol abrasador sobre nuestros cuerpos. Su inglés no era muy bueno. El mío tampoco. Pero logramos mantener animadas conversaciones sobre Japón y España. Concluida nuestra misión, bajamos hacia el orfanato para jugar con los más pequeños. Las masis, con bastante malas formas, nos indicaban qué podíamos hacer y qué no. De nuevo, ‘mis’ niños (dos niñas y un niño) acapararon mi atención, pero había que repartir los brazos y las piernas con todos ellos. Resultaba complicado incluso respirar cuando ves a seis niños colgando de tu cuerpo, pero se disfrutaba mucho con sus abrazos y monerías. Desgraciadamente, la jornada ‘laboral’ había vuelto a concluir. Era tan poco tiempo… Me bajé hacia el recinto de los niños handicap para buscar a las otras voluntarias españolas y esperar a que ellas concluyeran la tarea de darles de comer. Elena no quería comer, por lo que Cristina y yo nos fuimos al Jo Jo´s, con el resto de voluntarios.

Las tres nos dirigimos en un polvoriento taxi hacia Kalighat, junto al templo de Kali, después de vadear los miles de coches que circulaban sumidos en el desorden más absoluto. Me encontré un ambiente muy diferente al del día en que conocí la zona. Estaban de fiesta y el bullicio, la música y el colorido cubrían de forma ficticia tanta podredumbre y mitigaban en parte aquellas visiones de recién nacidos en la calle desnudos o semidesnudos sobre el duro y sucio asfalto; hombres sin extremidades inferiores arrastrándose por el suelo; mujeres afectadas seriamente por la polio o por dolorosas deformaciones, o personas esqueléticas arrodillados en el suelo esperando una limosna o algo que llevarse a la boca. Sólo el espectáculo de una niña contorsionista y las voces de una mujer, vestida de un naranja intenso, a través de un megáfono lograron que recuperáramos por unos instantes el aliento.

Todavía estaba por ver algo que me llegó muy dentro. Nos aproximamos a Kalighat (Casa del Corazón Puro), ubicado en un edificio de color amarillo y de aspecto hindú, aunque con algunas cruces. De este centro sabía que se le conoce como el Hogar de los Moribundos y Abandonados. Es, por tanto, un centro de enfermos terminales e indigentes, en general gente mayor en bastante mal estado donde la gravedad de la situación queda superada por el ambiente de relativa paz y humanidad que se intenta crear. Nada más acceder a su interior, la imagen de una treintena de hombres escuálidos, vestidos de azul sobre camas también azules, esperando resignados a que llegue su hora, me impactó. Quizá la imagen que más lo haya hecho en mi vida. Era como mirar la misma muerte. No sé cómo explicarlo. Sí, había paz, demasiada paz, demasiado silencio, demasiada paciencia. Sin pronunciar una palabra, las tres tuvimos el mismo reflejo: salir corriendo de allí. Y así lo hicimos, con el nudo aún en la garganta. Las palabras no servían para expresar la emoción experimentada.

En aquel momento me di cuenta de la valentía de todos aquellos voluntarios, entre ellos Olga y Mariví, que consiguen ser felices en aquel lugar y que se sobreponen a sus emociones e intentan simplemente “estar” con aquella gente, procurar transmitirles un poco de cariño a la vez que impregnarse recíprocamente de su humanidad y gozar con el puente de ternura que a buen seguro se establece entre el voluntario y el paciente. Desgraciadamente no fui ni siquiera capaz de atravesar la puerta de acceso. Conversaciones posteriores con otros colaboradores me tranquilizaron. No en vano, para otros muchos los centros de los niños resultan más impactantes que los de los adultos. Yo, en cambio, opino lo contrario. Veo en los niños esperanza, vida…

Sin que aún hubiéramos podido digerir la dureza de la imagen, unos niños de la calle con ganas de jugar se nos abalanzaron y cogieron de las piernas. Los había de todas las edades: casi recién nacidos, pequeños de apenas un añito y niñas de unos cinco. Sólo querían juguetear. Con esa sensación agridulce volvimos a tomar un taxi en dirección a Sudder Street. Una visita a otro ciber para plasmar nuestras vivencias y a tomar algo con una buena representación de voluntarios españoles en la terraza del mismo hotel donde se alojó Patrick Suelwes en la película La Ciudad de la Alegría.

Parecía un oasis natural dentro del insano centro de la ciudad, por lo que prolongamos la estancia. Teníamos previsto ir a cenar a uno de los muchos restaurantes que hay abiertos en Park Street, junto a Cristina y Elena. La calle reunía lo más ‘guapo’ de la ciudad. Restaurantes de lujo, discotecas aparatosas, neones luminosos y mucha gente de apariencia rica. Pero sólo era un espejismo, un adorno de una realidad que seguía visible en las aceras. Sólo hacía falta ver como los más pequeños se las ingeniaban para sobrevivir entre tanta ostentación y mendigar, sin excesivo éxito, entre esas muchachas altivas con impolutos saris de gran valor y esos muchachos indiferentes a la miseria de sus compatriotas, repeinados, orgullosos de lucir un costoso traje y preocupados tan sólo de entrar los primeros en la discoteca.

Nos amoldamos a los gustos de las chicas de Figueres y accedimos a cenar en uno de esos restaurantes en los que nos estaría vedada la entrada si no fuera porque éramos occidentales. Nuestras ‘pintas’ desentonaban demasiado en ese entorno de abundancia, pero se suponía que teníamos dinero y nos trataron como reinas. El menú era de fiesta: ocho platos diferentes a base de pollo, langostinos… en salsas diversas y acompañados con arroz. Y todo por 10 euros. El pollo al tandoori está muy bueno, pero ya me estaba cansando. La comida estuvo empañada, sin embargo, por unas conversaciones en las que cada una expresaba los sentimientos que la calle nos generaba.

Salimos del restaurante y ahí seguía la realidad. Los faros de los automóviles iban descubriendo sobre las aceras los huecos de los portales, una cadena sin fin de cuerpos tendidos en cada rincón, hirviendo como enjambres sobre los pavimentos. Sólo dormían, pero la impresión era de trágico abandono. Diez, once, doce millones de habitantes. No hay un censo fiable. Se dice que 300.000 duermen cada noche sobre las aceras. Quien tiene un negocio, pasa la noche en el negocio; quien tiene un taxi, duerme en el taxi; quien tiene tu-tu, descansa en el tu-tu; quien tiene rickshaw dormita en el rickshaw, y quien no tiene nada de lo anterior, se tiene que conformar con la dura acera. Increíble aceptarlo. Increíble comprobar cómo esas imágenes tan impactantes para nosotros es simplemente el pan de cada día para ellos. ¿Qué pensarán los indios ricos? ¿Con que cara miran a la verdad? Sorprende que pasear entre esa pobreza extrema, sorteando sin parar a personas tumbadas en la acera, no provoque miedo ni rechazo. Incluso algunos se incorporan y saludan con una sonrisa esperando sólo tu respuesta cómplice. Lo mismo hacen los rickshaws, esos hombres de sonrisa perenne que no dudan en hacer señas de camaradería cuando te reconocen.

Por Mar Peláez

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