Viajar, viajar y viajar

Viajar, viajar y viajar. Si compartes esta pasión, aquí hay una muestra de algunos de esos rincones que aparecen en las guías de viajes, pero también de otros que se muestran ocultos a nuestros ojos. Bienvenido...

domingo, 9 de octubre de 2005

Orfanatos de vida


Con las pilas cargadas nos dirigimos Mariví y yo hacia el centro –Olga permanecía en el hotel porque más tarde buscaría un nuevo alojamiento para quedarse los siguientes dos meses-. Esta vez lo hicimos subidas en un rickshaw, el conducido por mi amigo Mohama. Resultaba así menos violento grabar en video todo ese camino que nos separaba del Sishu Bhavan y que tantas veces habíamos recorrido. Nuevamente la pena de que los indios con los que más me interesaba iniciar una conversación, conocer sus preocupaciones, su forma de vida y sus miedos, no dominaban en absoluto el inglés. De hecho, no supo contestarme ni siquiera a la pregunta de cuántos hijos tenía y dónde residía.

Llegamos puntuales al desayuno de las 7 de la mañana con el resto de voluntarios. Lástima que nunca tuve la fuerza de voluntad de acudir a las 6 de la mañana a la misa de las hermanas que, por supuesto, era opcional. Según me dijeron, era todo un espectáculo.

Disfruté más que nunca en la sección de los niños handicap. Di unos masajes a una de las niñas, o no tan niña, totalmente rígida que agradecía cada uno de nuestros gestos. Luego a otro de los niños. Mientras, una ‘chica’ de 38 años y deformaciones indescriptibles miraba desde su cama el trabajo del resto de voluntarias. Mou, la niña preciosa ciega y cuya cabeza era demasiado grande para que su cuello pudiera soportar el peso, hacía gestos desde su silla de ruedas a la espera de que alguna de nosotras reparáramos en su presencia. Todos necesitaban unas atenciones específicas, pero mimos comunes.

Nunca imaginé que dar masajes a cuerpos deformes y esqueléticos pudiera resultar tan gratificante. Tras mimar, acariciar, alimentar, jugar y dar cariño a estos niños, te obsequiaban con el mejor de los regalos: una sonrisa o un abrazo. Incluso haciendo las camas, lavando la ropa, secándola y tendiéndola, fui feliz pues me sentía un pequeño eslabón en esta solidaria cadena humana que es el voluntariado. Había tantas cosas que aportar…
Cristina y Elena, dos voluntarias de Figueres, parecían entusiasmadas con masajear, cuidar y dar mimos a ‘sus’ niñas. Yo, mientras, compartí mi tiempo entre los niños discapacitados físicos y los discapacitados psíquicos. Era domingo y, por tanto, día especial. Vestidos para la ocasión estos últimos bajaron al patio central para contemplar juegos de magia. Qué agradecidos eran, qué carcajadas cuando descubrían cómo salía un pañuelo de un tubo aparentemente vacío. Edell cogió en sus brazos a una niña con las dos piernas escayoladas. Yo intentaba que dos ‘terremotos’ estuvieran atentos a los juegos o, al menos, que estuvieran algo quietos para que las ‘masis’ (las mujeres indias contratadas para sus cuidados durante todo el día) no les reprendieran con esos malos humos que las caracterizan.

Cuando subimos a los niños estaba a punto de terminar nuestra corta jornada laboral. Esperé a que el resto de mis compañeras terminaran de dar de comer a los más discapacitados y me dirigí a buscar el nuevo hotel de Olga, que estaba enfrente del orfanato. Di vueltas de un lado para otro de la calle, pero no lo encontré. Estaba junto a la iglesia católica de St. James y me pasó inadvertido. Así que lo único que me quedaba por hacer era desandar el camino y dedicarme a hacer fotografías de todo aquello que me seguía sorprendiendo, al ritmo del canto del muillaidín. Pese a que ya se habían convertido en imágenes habituales, no podía apartar la vista de, por ejemplo, aquel hombre esquelético tendido inmóvil sobre un cartón en el suelo, que no denotaba vida, o de aquellos hombres y mujeres que rebuscaban en el vertedero callejero, apartando a cuervos y perros.

El olor de la carne putrefacta y amarillenta que colgaba de uno de los puestos de la calle provocaba arcadas. También lo hacía la basura amontonada en las calles o alguna que otra rata muerta en la calzada. A escasos pasos, los hombres volvían a enjabonarse el cuerpo en aquellos baños públicos, otros vendían frutas o palos que hacían las veces de cepillo de dientes.

El fin de mi paseo fue ese restaurante recomendado, según ellos, por Carlos Arguiñano. El aire acondicionado del lugar y una helada pepsi cola, que no coca-cola, ayudaron bastante a mitigar el calor sofocante de la calle, mientras esperaba la llegada de Mariví. Ella terminaba más tarde su jornada y, además, ese día había optado por el centro de chavales discapacitados Daya Dan, que abre las puertas los domingos a cualquier niño de la calle que acuda para recibir un profundo baño y una reparadora comida.

La lluvia del monzón volvió a hacer acto de presencia. Sí ese mismo agua que durante largos meses esperan los indios para olvidarse del aire estancado y denso que hace el ambiente insoportable, y también ese mismo agua que tanto nos desagrada a nosotros. Y, sobre todo, cuando acabas de lavar y tender toda la colada. Eso hizo que me entretuviera y no pudiera comer con mis amigas. Pero no había problema, en el Blue Sky siempre encuentras a nuevos amigos. Allí acordamos ir a ver los ‘monumentos’, tipo ninot valenciano, que confeccionan los indios para festejar su Durga Puja. Se celebra en octubre y es el equivalente bengalí de la Navidad. Culmina con el Mahadashami, que es el décimo día, cuando las imágenes son transportadas al río para sumergirlas. En el centro de esas composiciones está la diosa Durga, que en la gran batalla mata a Mahisha, el demonio búfalo.

Pero para llegar allí había antes que enfrentarse a la calle, con ese agua impura hasta las rodillas. Lo mismo que tenían que hacer las motos y los coches, con la esperanza de que el agua no se filtrara por el motor. Fui a buscar a Mariví porque sabía que estaba en el Museo de la India. No resultó fácil atravesar ese agua caliente y densa, ya que a cada paso se enredaba algo en tus pies. El agua llegaba hasta la misma puerta del museo. Pagué los tres euros de la entrada y recorrí las salas a zancadas en busca de Mariví. Con prisa o sin prisa, lo hubiera hecho al mismo ritmo porque nada de lo que allí se guardaba me interesaba. Ella pareció pensar lo mismo y nos encontramos muy rápido.

El agua no había desaparecido y no tuvimos ya reparos en contratar un rickshaw para que nos sacara de esa pocilga. Sólo allí se entiende. Ellos tienen un trabajo honrado con el que ganarse el sustento y se frotan las manos cada vez que el monzón cubre las calles. No me gustó la sensación, pero te tienes que acostumbrar a que las castas estén en la India excesivamente aceptadas. Quien pertenece a la casta más baja se resigna a no salir de ella. Sueñan con reencarnarse en una superior en la próxima vida si logran ser buenas personas en ésta; de ahí que la delincuencia sea mínima o inexistente, diría yo.

Cambiamos sobre la marcha de opinión y decidimos dedicarnos a caminar por el centro de la ciudad sin rumbo fijo. Descubrimos un pub en la novena planta de un edificio frente al New Market desde el que divisar toda la ciudad de noche. Mariví omitió decirme que esa terraza se caracterizaba por la presencia de ratas, una omisión que agradecí. Como durante todo el viaje, nos preguntan constantemente de dónde éramos, Which is your country? Al decirles que de España se ponían muy contentos y nos decían ¡Barcelona! Será por los juegos olímpicos, sino no me lo explico. Al llegar al hotel nos esperaba una grata sorpresa. A Montse y a Marisa les habían regalado unos paquetes de lomo y jamón ibérico, y sólo faltó que se nos saltaran las lágrimas ante tales manjares. Sería la primera noche que pasaríamos solas, Mariví y yo, en aquella habitación y extendimos nuestros enseres.

Por Mar Peláez

No hay comentarios: