Viajar, viajar y viajar

Viajar, viajar y viajar. Si compartes esta pasión, aquí hay una muestra de algunos de esos rincones que aparecen en las guías de viajes, pero también de otros que se muestran ocultos a nuestros ojos. Bienvenido...

domingo, 25 de septiembre de 2005

Trenes de vida en la India


El tren debía salir a las 16.30 horas y llegamos con una hora de adelanto. La fiesta de la que nos habían hablado trajo como consecuencia la aglomeración de mujeres, cientos de ellas, sentadas en cualquier rincón de la estación. Tanto, que había que andar listo para no pisar a ninguna de ellas, aunque a veces eso se tornó imposible. Buscamos un ángulo para depositar nuestras mochilas y para esperar a que el tren llegara. Pero eso no ocurrió hasta seis horas después. El tren llevaba cinco horas de retraso y había que pasar el rato en aquel lúgubre espacio. Adquirimos la cena: patatas fritas, plátanos, galletas y agua, mucho agua, para mitigar el calor sofocante que dificultaba incluso mantener el bolígrafo entre las manos.

Pasaban las horas y a la estación comenzaba a llegar más gente. Gente a la espera de que la noche cayera para acomodarse sobre sus petates, esteras o alfombras, o sobre el duro suelo, para dormir. Yo diría que es otra estación-dormitorio. Pero incluso hay salas llenas de colchones con gente que se despereza o que se prepara para embarcar. Son las habitaciones para viajeros que, por un precio módico, te permiten descansar mientras esperas. Viendo su estado mugriento y renegrido, optamos por aguardar en el propio andén.

La vida en una estación es igual de intensa que en cualquier calle y tan sólo basta con observar para sorprenderse con secuencias a las que no estamos acostumbrados. Como ver una moto a toda velocidad por el andén, una vaca comiendo de un contenedor de basura o comprobar que los indios se sorprenden e incluso indignan cuando uno de nosotros pisa una de las múltiples cucarachas que corren a su antojo por el andén.

Y entre tanta mugre, paredes desconchadas, servicios malolientes y fogones encendidos, destaca el colorido de los saris, el bullicio de todos aquellos que se agolpan para coger sitio en un vagón, en un tren y en los siguientes, las peticiones de ‘donativos’ de niños y mujeres y el paso de camillas en dirección al crematorio. La noche era oscura y cada cual iba tomando posiciones en su rincón; el de todos los días. Tumbados o sentados.

Llevábamos seis horas allí, pero la espera no se me hizo excesivamente cansina. Sólo era cuestión de abrir los ojos y contemplar. Pasó un tren, otro y otro. No conté el número de ellos que se adelantaron al nuestro, pero fueron muchos. Nadie nos sabía aclarar nuestras dudas. Y es que un indio jamás te dirá que no sabe la respuesta, preferirá inventársela. Así que nadie nos daba ningún dato fiable, excepto tres turistas ingleses para quien el idioma obviamente no era obstáculo.

Al final anunciaron nuestro tren. Eran ya las 21.30 horas. Cuando estábamos buscando cuál era nuestro vagón de segunda clase y aire acondicionado, Mariví y Olga se vieron arrastradas, sin poder salir, por una auténtica ‘marabunta’ de mujeres que se afanaban en correr hacia un lado en busca de una plaza en un vagón de tercera o de cuarta. Ver para creer la sensación de asfixia que les produjo. Todos en el tren, el revisor de nuevo nos proporcionó un mismo vagón para los cinco. Y a disfrutar de nuestras 15 horas de viaje hacia Kolkata.

La máquina echó a andar y comenzó la ceremonia ya conocida. Hombres que suben en marcha en las inmediaciones de cada estación ofreciendo té, pastas, comida india, cadenas para amarrar las mochilas… y bajan al final de la estación sin caerse y sin derramar ni una sola gota. O niños que en las mismas condiciones acceden al tren queriendo limpiarte tus zapatos o barriendo el suelo del vagón y quitando todos esos desperdicios que los indios tiran al suelo sin ningún remilgo.

Hay momentos en los que te sientes insensible. Como en ese instante en que un niño con los dedos mutilados y los brazos totalmente deformados nos pedía insistentemente unas monedas con su cestito colgado al cuello. Las miradas se te clavan. Resulta muy complicado y doloroso sostener sin pestañear esos ojos tristes y profundamente negros.
Es necesario confeccionarse una coraza para no sufrir más de lo estrictamente necesario. Además, no hay que olvidar que en ocasiones madres ‘alquilan’ a bebés para utilizarlos en sus tareas de mendicidad. Es también el mundo de la picaresca, la de aquel que nada tiene que perder porque nada tiene.

Allí estaba, en el tren, pensando, estudiando los distintos rostros de los pasajeros, escribiendo en mi libreta, con la puerta abierta del vagón y respirando por fin aire puro. Bueno y algún que otro cigarrillo. No en vano, la multa por fumar en su interior ascendía a 100 rupias (dos euros), así que me arriesgué. Ver sentadas juntas a todas las castas y religiones, unidas por la misma actividad que la mía: viajar, me suscitaba más de una pregunta. Preguntas, de nuevo sin respuesta.

Mi facilidad para descansar en un tren era la envidia de muchos. No me importaba la suciedad de las sábanas, tampoco la de las mantas, ni las pequeñas cucarachas, ni el mal olor que desprendían los servicios, tantos los ‘indios’ como los ‘europeos’. Aunque jamás he estado entre tanta porquería, había que aceptarlo para vivir el momento.

Superadas las cinco de la mañana, los rayos del sol que penetraban de forma tenue por una de esas ventanas tintadas me espabilaron y me permitieron contemplar, nuevamente desde la puerta abierta del tren, el paisaje llano y verde que ofrece esa zona de la India. Hace siglos cuando los arios vinieron al Oeste decidieron asentarse en ese lugar, en el valle del Ganga. El suelo era tan fértil que cambiaron sus costumbres nómadas, comenzaron a cultivar la tierra y organizaron una estructura social. Sus habitantes viven hoy en una continuación de ese pasado. ‘Chozas’ o construcciones de mejor planta arremolinadas en torno a lagunas inundadas de forma natural por los constantes monzones. Y una parada en una estación, y en otra, y en la siguiente.

El traqueteo del tren iba haciendo mella en nuestro sentido del equilibrio, también la creciente humedad, pero la curiosidad e incertidumbre por llegar a Calcuta hizo que estuviéramos muy despiertos, abiertos a percibir la sensación de pisar esa macro ciudad. Ya eran las 12.30 cuando llegamos a Calcuta (Kolkata) –debíamos haberlo hecho a las 6 de la mañana-. Ante nuestra perplejidad, comprobamos que los documentales en los que se mostraban hileras de hombres, mujeres y niños viviendo entre los raíles eran desgraciadamente ciertos. Caminaban sin rumbo aparente entre las vías, se lavaban o simplemente permanecían inmóviles. Me impactó la imagen de un bebé recostado en el regazo de su madre a unos peligrosos centímetros del carril del tren en el que circulábamos.

La llegada a la estación Howrah donde mueren los trenes procedentes del Sur y del Oeste, sin embargo, no me impactó tanto como la de Varanasi. Quizá por la hora (a mediodía), quizá porque ya era la segunda o quizá porque ya estaba algo más prevenida. Maleteros por todas partes aguardaban para portar las maletas de los viajeros sobre sus cabezas mientras sorteaban a los grupillos de indios que estaban apostados en el suelo. Uno, dos, tres… un sin fin de ellos. La imagen ya nos era familiar. Pese a haber contratado el traslado al hotel, ningún guía aguardaba. Decididos, nos dirigimos hacia un taxi prepago en dirección al hotel Vip Internacional, con el tambaleo propio de haber permanecido durante 15 horas inmersos en el traqueteo del tren y con el peso de nuestras mochilas

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