Viajar, viajar y viajar

Viajar, viajar y viajar. Si compartes esta pasión, aquí hay una muestra de algunos de esos rincones que aparecen en las guías de viajes, pero también de otros que se muestran ocultos a nuestros ojos. Bienvenido...

lunes, 26 de septiembre de 2005

Calcuta ¿la ciudad de la alegría?



El primer recorrido por Calcuta me llevó a error. Para llegar al centro de la macrourbe, el tráfico se ve obligado a atravesar el puente Howrah sobre el río Hooghly (Ganga en hindi), la puerta al verdadero caos ciudadano. Pensé que era la ciudad más cosmopolita de la India hasta ahora recorrida, con edificios de tres plantas, avenidas amplias y aceras algo más definidas, y creí que la adaptación sería más fácil que en cualquier otro punto. Pero… ya digo, fue una impresión errónea.

En Calcuta todo se quintuplica: la miseria, la contaminación, el humo, el tráfico, el caos, el ruido, la superpoblación, las escenas impactantes. Las calles permanecen totalmente congestionadas de vehículos, en su mayor parte taxis de color amarillo, riadas de autobuses próximos al desguace, de tranvías obsoletos, de motocarros, de rickshaws tirados por esqueléticos hombres, de carretas, de animales y, sobre todo, de olas y olas de muchedumbre que se enfrentan a todo este desorden con resignación. Es una gran maquinaria de 17 millones de habitantes, al menos censados, en constante movimiento; un movimiento que se gobierna a base de costumbre. Nunca, ni de día ni de noche, se detiene. Calcuta es la expresión más cruda de las contradicciones de las grandes ciudades asiáticas. Es como un calidoscopio de contrastes, y había que estar preparada para afrontarlo.

Nos acomodamos en el Hotel Vip Internacional, nada recomendable por su precio y suciedad, y nos lanzamos en busca de Sudder Street, la calle donde se asientan los ‘hoteles’ para voluntarios. No me la imaginaba así. Un rebaño de ovejas, pintadas con manchas rosas y amarillas, salió a nuestro encuentro nada más pisar la calle. Era lúgubre, sucia, como el resto. A ambos lados o en calles aledañas estaban los hoteles: el María, el Paragón, el Astoria, el Salvation, el Modern Logde… Y a cada cual más espartano. Pero antes de enfrentarnos al encuentro de alojamiento para toda nuestra estancia, fuimos a comer al Blue Sky, uno de los restaurantes en los que se reúnen los voluntarios, especialmente los españoles. Pese a sus ínfimas dimensiones y la dudosa limpieza del local, resultaba acogedor, más aún porque Emilio, el camarero, se encargaba siempre de hacer la estancia muy cómoda. El precio era otro de los alicientes (una comida puede salir por menos de un euro).

La tarde fue pasando con más pena que gloria. No hacía falta nada más porque todo eran sorpresas, mirases allá donde mirases. Los ‘hombres caballo’ corrían de un lado para otro, sin perder la sonrisa. Y eso me impresionó, y no dejó de hacerlo hasta el último día.

En especial, Mohama, uno de esos 25.000 hombres que arrastran trotando por las calles de Calcuta esos carricoches de tracción humana, sorteando el resto de obstáculos móviles que dificultan su tránsito. La sonrisa de ese hombre mayor, de barba blanca, piernas muy delgadas pero ágiles, me cautivó. Su vida es, igual que la del resto de corredores de rickshaw, corta y muy dura. Lástima no poder entenderse con ellos, conocer cuáles son sus preocupaciones, cómo viven y cuáles son sus deseos. Uno se da cuenta de su gran mérito durante los monzones, cuando las calles se inundan hasta la altura de las caderas y sus conductores logran cobrar buenas sumas por sus esfuerzos. Sólo perviven en Calcuta; en el resto de ciudades indias han sido prohibidos, algo que también ocurrirá allí a finales de año. ¿De qué vivirán entonces?

A ambos lados de Suddet Street, hombres y niños se aprovisionaban de agua en las fuentes públicas, lavaban sus dientes o se enjabonaban todo el cuerpo. Al cobijo de los muros del polvoriento Indiam Museum, el más antiguo de la ciudad, otras familias simplemente adecentaban su ‘hogar’ en plena calle y recogían sus posesiones: unas mantas raídas, un montón de plásticos y alguna que otra perola sobre una fogata. Allí duermen, comen, se visten, se reproducen y mueren. Luchan, como los otros millones de habitantes de Calcuta, por sobrevivir hasta el día siguiente. No hay que olvidar que un tercio de todos ellos tiene como único hogar las insalubres calles de la ciudad. La escasez de viviendas es preocupante y eso obliga a los ‘intocables’ y a los inmigrantes a amontonarse en las calles o en los barrios bajos, en chabolas de barro que carecen de las mínimas condiciones higiénicas.

Las autoridades parecen haber abandonado todo esfuerzo por hacer frente a los problemas de la ciudad. No se reparan los baches, tampoco los socavones. En ocasiones resulta difícil lidiar con los charcos, producto del monzón. Los edificios están descascarillados y a punto de desmoronarse entre montones de escombros e inmundicias. Paseando por sus calles resulta imposible hacerse a la idea de que fue la segunda ciudad del Imperio Británico, después de Londres. Pero es insuperable la miseria en la que vive Calcuta y las arcas municipales tan escasas, que por dónde se empieza.

La afluencia incontrolada de inmigrantes de Bihar, Orissa y Bangladesh, expulsados de sus campos por las sequías, las inundaciones y las consiguientes hambrunas, ha dado como resultado una superpoblación casi inaguantable y la creación de incontables zonas en unas condiciones de espantosa pobreza. Y ese éxodo no para. Sigue acogiendo oleadas de campesinos sin tierra y sin pan; avalanchas que ponen a prueba las infraestructuras de una ciudad que no han sido remozadas desde que los ingleses abandonaron el país. La imagen, difundida en cientos de documentales, de la Calcuta de los desheredados, leprosos y ‘parias’, es real, está presente a cada instante. Es la otra cara de una ciudad rica, según dicen, porque yo no la he visto. Pronto, demasiado pronto, nos dimos cuenta de que Calcuta arde en contaminación. Hay algo en su ambiente que la hace insana, irrespirable. Es, tal y como coincidimos todos, un agujero negro, lo más próximo al infierno. Y lo es porque la pobreza no se esconde, se muestra a todo aquel que no cierra los ojos. Pero, ¿dónde está esa riqueza de la que presume el Gobierno indio?

Con todas esas impresiones y alguna más, nos dirigimos a la ardua tarea de buscar alojamiento. Primero en el Salvation y luego en el hotel María. Los dos del mismo estilo. Mis ánimos iban decayendo a medida que visitábamos uno y otro hotel. Jamás he estado inmersa en tanta mugre, y eso me asustaba. Y es que no se trataba de pasar una noche, ni dos, serían en principio tres semanas. Desistimos en el intento y nos fuimos a uno de los múltiples locutorios para hacer partícipe a nuestras familias y amigos de las primeras impresiones (unos diez minutos por sólo dos euros). De allí a cenar al restaurante Zurich, de las mismas características que el Blue Sky. Las cristaleras estaban abiertas y resultaba muy violento comer nuestro sándwich mientras observábamos a esas mujeres, con sus bebés en el regazo, deambular por Sudder Street, pidiendo comida, dinero o ropa a cualquiera que transitara por la calle. Sabíamos que eso iba a ocurrir, y también que la picaresca no tiene límites en la India. Allí aprendimos que si compras algo de comida a un niño hay que dársela abierta, de lo contrario revenden el producto al comerciante y comienza la rueda. Son unos auténticos profesionales de la limosna. A fin de cuentas viven de ello.

Llegó la hora de retirarse a dormir en ese hotel, de 45 euros pero igual de mugriento que los que habíamos visitado y mucho más caro. Sería nuestra última noche con aire acondicionado y eso es importante si se tiene en cuenta que el clima, extremadamente caluroso y húmedo, resulta para el turista extranjero insoportable, en ocasiones insuperable.

Por Mar Peláez

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