Viajar, viajar y viajar

Viajar, viajar y viajar. Si compartes esta pasión, aquí hay una muestra de algunos de esos rincones que aparecen en las guías de viajes, pero también de otros que se muestran ocultos a nuestros ojos. Bienvenido...

jueves, 22 de septiembre de 2005

India sobre raíles


Recogimos las mochilas del hotel y nos dirigimos a la estación de trenes. Eran las cinco de la tarde y el tren hacia Varanasi (Benarés) no salía hasta las 20.15, sin embargo la estación distaba 40 kilómetros. Ibamos a vivir nuestra primera experiencia con los trenes y, sobre todo, con sus estaciones. El conductor que nos había trasladado todos estos días nos despidió en el mismo andén y nos dejó ‘en manos’ de dos chicos que no hablaban inglés para que nos informaran de por qué vía llegaría el tren. La estación era vieja, sucia, destartalada. Parecía que nunca, desde que los ingleses abandonaron el país, hubiera sufrido algún tipo de remodelación. En las dos horas de espera muchos fueron los trenes de pasajeros y mercancías que pasaron por delante de nuestros ojos. Y siempre la misma historia. Puestos callejeros de comida preparada en el acto que corrían de un andén a otro en busca de un hambriento viajero. Cuencos de barro, antes llenos de té y ahora, estrellados contra el suelo; mujeres con sus hijos en el regazo pidiendo un puñado de rupias; niños con sus gestos aprendidos solicitando una limosna, una bolsa de patatas o una botella de coca-cola; cualquier cosa para recordarte que pasan hambre. Hombres, mujeres y niños sentados en el suelo sobre esterillas que al caer la noche se convertirían en sus ‘colchones’. Desperdicios, y muchos, abandonados en cualquier lugar. Trenes abarrotados de indios de distintas castas, separados de forma distintiva por clases.

Ya en la estación tuvimos el primer ‘contacto’ con la muerte. Por el andén de enfrente pasaban cuatro hombres con una camilla, transportando el cuerpo de un difunto envuelto en un sudario. No sería el último que viéramos y, mucho menos, en Varanasi.

Las horas pasaron sin darnos cuenta junto a los urinarios y bajo el ruido incesante de los pájaros y el zumbido de los mosquitos que se arremolinaban sobre nuestras cabezas. Los constantes apagones que sufrimos nos llevaron a extremar la atención sobre nuestras mochilas, aunque no era necesario. Se respiraba allí, como en cualquier otro rincón de la India, un impropio espíritu de seguridad en un país donde la pobreza se llama miseria. De eso se encarga la religión. Los hinduistas creen en la reencarnación y, por ello, intentan ser buenas personas para ascender de casta en su próxima vida.

La megafonía anunciaba la llegada de nuestro tren Poorva y los chicos que se habían quedado a nuestro cargo nos indicaron que el andén había cambiado y que venía con un sorprendente adelanto. Ya en el interior, y acomodadas nuestras mochilas bajo los asientos de las literas, convencimos al revisor para que nos cambiara de asiento y nos permitiera reunirnos en un mismo compartimento. Lo logramos. El tren iba medio vacío y era fácil acceder a nuestras peticiones. Ibamos en segunda clase y, pese a no corresponderse a la calidad de un tren europeo, no podíamos quejarnos. Bueno, si exceptuamos la ‘limpieza’ de las sábanas y mantas, el olor de los servicios y las pequeñas cucarachas que mantuvieron en vilo a Pedro, el tren estaba bastante aceptable.


Mi capacidad para dormir en cualquier sitio me permitió disfrutar de un sueño reparador. Por delante tenía ocho horas. Este descanso sólo se vio interrumpido por la inquietud que me había ocasionado el cambio de planes que yo misma propuse. Quería llegar cuanto antes a Calcuta y estaba dispuesta a renunciar a Katmandú. Deseaba poner nombre a todos esos rostros de gente que me estaban impresionando y con los que no podía hablar. La visita a monumentos se me estaba quedando demasiado corta y creía que era momento de ponerse manos a la obra y emprender el verdadero objetivo del viaje: ayudar en la medida de mis posibilidades. Mariví encajó bastante bien la modificación de nuestro itinerario.

Llegamos a Varanasi a las 4.30 de la madrugada y allí estaban esperándonos, con un cartelito con el nombre de Pedro, un chico de amplia sonrisa y Subash Chandra.

El espectáculo de la estación era indescriptible. Cuerpos tumbados en plenos andenes, en las escaleras, en el vestíbulo; en cualquier rincón. ¿Sería su casa? Desgraciadamente para muchos de ellos sí. No sé calcular, pero cientos de personas tienen la estación como único hogar. La salida no fue menos sorprendente. Un estercolero a ambos lados de la carretera servía de aprovisionamiento a varios grupos de personas que rebuscaban, con el cuerpo casi totalmente cubierto por basura, a la ‘caza’ de quién sabe qué. Jóvenes que corrían en todas direcciones haciendo deporte, personas durmiendo en las cunetas, cientos de viajeros que acababan de llegar en unos destartalados autocares con la sensación de haber peregrinado a un lugar sagrado; calles sin asfaltar, cláxones intimidatorios, vehículos que se abalanzaban en cualquier dirección. Y eso que el reloj no había marcado aún las cinco de la mañana. Sobrecogedor. Lástima que todo vaya tan deprisa y no dé tiempo a contemplar aquello que te sorprende. Saborear la India mágica, la de la gente, la de la vida.

En un taxi blanco en dirección al hotel India atravesamos el largo puente que sortea el Ganges (Ganga), de unos dos kilómetros. Al poco llegamos a la recepción del hotel, el más modesto hasta la fecha, y nos facilitaron la habitación, que aprovechamos a esa hora para dormir.

Por Mar Peláez

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