Viajar, viajar y viajar

Viajar, viajar y viajar. Si compartes esta pasión, aquí hay una muestra de algunos de esos rincones que aparecen en las guías de viajes, pero también de otros que se muestran ocultos a nuestros ojos. Bienvenido...

sábado, 24 de septiembre de 2005

Varanasi, encrucijada de fe


Las cinco de la mañana era la hora pactada para comenzar el día. Subash con su taxi blanco aguardaba en recepción. El amanecer nos esperaba. Y vaya amanecer. Repetimos los mismos pasos que el día anterior y descendimos, esta vez con más detenimiento, hacia el ghat principal (Desaswamedh). No llovía y eso hizo que las escalinatas estuvieran repletas, muy repletas, de personas de todo tipo. Con la ya conocida bandejita de flores en la mano, nos acomodamos en la misma barca que el día anterior y comprobamos que el río estaba aún más sucio, más marrón, más turbio... de lo que nos pareció por la noche. Y además llevaba más corriente, lo que dificultaba el circular de las barcas henchidas de turistas. Los barqueros se ayudaban de las barcas inmóviles para avanzar más rápido.

Hicimos exactamente el mismo recorrido que el día anterior, pero la diferente luz hacía que la vista fuera completamente distinta. Los rayos dorados del sol aún no habían hecho acto de presencia, sin embargo cientos de fieles ocupaban ya las orillas del Ganga preparados para sumergirse en este agua sagrada y purificar su cuerpo y su alma. Es como si cada amanecer fuera un milagro. Y ese ‘milagro’ se produjo. El disco de fuego, el sol, apareció iluminando el río sagrado y dando unas tonalidades que dejaban vislumbrar otro Varanasi. Fue el momento en que depositamos nuestra cestita de flores y pedimos de nuevo un deseo. ¡Quién sabe! Una hilera de lamparitas y de velitas flotaba sobre el agua. Parecía como si miles de luciérnagas se hubieran puesto de acuerdo en la hora.

A los pies del Ganga permanecían cientos de peregrinos inmóviles, absortos en sus meditaciones, cubiertos de agua hasta la cintura. Algunos elevaban hacia el cielo una lamparita de aceite a modo de ofrenda, como símbolo de una luz que acabe con las tinieblas. Otros lavaban sus ropas sobre las piedras de las escalinatas, las tendían, se echaban agua por encima con la creencia de que así se purificaban, se frotaban el cuerpo con jabón, se enjuagaban la boca y escupían. Y por fin se introducían completamente en el río durante largo rato. Las mujeres envueltas en sus vistosos saris totalmente empapados ofrecían guirnaldas de flores. Las piras seguían ardiendo y, aunque no resultaba tan vistoso como por la noche, fue sorprendente verificar como llevan a cabo los más íntimos rituales de la vida y la muerte en público

En el otro lado de la imagen, grupos de turistas, como nosotros, se afanaban en captar con sus cámaras fotográficas los mejores instantes de una de las ciudades más distante a nuestro entendimiento. Deambulaban azorados de un lado para otro, subiendo y bajando los escalones de los ghats, mientras los fieles ajenos a ese trajín continuaban con sus ceremonias matutinas sin inmutarse. Están acostumbrados a que turistas se confundan con ellos y lo llevan, como siempre, con exquisita resignación. Los templos, los palacios se sucedían ante nosotros. Esos mismos edificios que desde hace años, casi siglos diría yo, no han tenido la suerte de notar gotas de pintura nuevas sobre sus fachadas. Están rotos, descascarillados, abandonados a su suerte…

Un letrero en pleno ghat nos causó sorpresa. ‘Ganga is the life’, pero ¿cómo un río putrefacto puede ser la vida? Sambhu nos dio la respuesta: “Para los hindúes, el Ganga es el elixir de vida, el que ofrece pureza a los vivos y salvación a los muertos”. El lo tiene claro: “Si te introduces en el Ganga con la mente abierta, nada puede suceder”. Lo que ocurre, como él mismo añadió, es que los occidentales no tenemos esa mente tan abierta como para ver que el agua de ese río es saludable; y creo que nunca llegaré a tenerla.

Descendimos en el ghat Meer, el siguiente al principal, y de allí nos dirigimos de nuevo por esas entroncadas, angostas y sucias calles a un recogido templo tibetano, donde jóvenes monjes cantaban mantras sin parar. Se abrió allí la primera vista general sobre el gran río Ganges, con sus dos hermosas islas, hasta donde llegan hinduistas deseosos de buscar más paz y, sobre todo, algo más de limpieza.

El madrugón iba haciendo mella en nuestros estómagos. Nos vimos obligados a sortear una vez más lentas, pesadas y famélicas vacas, cabras atadas y montones de perros callejeros, rebuscando en los montones de basura que se sucedían por esas calles serpenteantes y tortuosas. Ascendimos hasta el sexto piso de un edificio, el Pooja, para degustar unos ricos lasis (batidos) y disfrutar de Varanasi, de una vista más amplia. Desde lo alto sólo pudimos confirmar que los edificios sufren un peligroso abandono. Escombros en las terrazas, grietas que se dibujaban en cada una de las fachadas de colores deslucidos por el paso del tiempo, plásticos a modo de tejados, andamios sujetos con cuerdas, humedades visibles, personas durmiendo allí arriba sobre camastros, monos que saltan sin miedo a la gravedad de vivienda en vivienda... La elevada humedad unido al sol abrasador hacia presagiar, de nuevo, que el calor sería nuestro peor aliado. El reloj ni siquiera marcaba las 9 de la mañana.
Una música invadía toda la ciudad, aunque sólo era perceptible desde arriba, en la paz del silencio. No hay que olvidar que el ruido de la India, y el de Varanasi no es una excepción, es infernal. Se intensifica por el día, pero no cesa por la noche. Es la ciudad viviente, la que nunca duerme. No obstante, es tan poderosa que las pequeñas incomodidades personales se olvidan en seguida. En el mismo instante que contemplas la devoción de los hindúes hacia su Templo Dorado (Bisheshwar), el santuario de piedra y oro más venerado de Benarés.

El miedo a ataques de saqueadores o atentados de terroristas impide, o eso al menos nos dijeron, fotografiar ese monumento que representa una ostentación innecesaria. Nos tuvimos que conformar con contemplarlo desde una azotea, ya que nos está vetada la entrada por no ser hinduistas.

Abajo resurgía la vida. Un mosaico de pueblos y religiones en perfecta armonía. Volver a las calles es un lujo, es como retornar a plena edad media, con mercaderes en cada uno de los miles de puestos callejeros y en los locales de escasas dimensiones ansiosos por vender refrescos, cigarrillos, bolsas de patatas o cualquier artículo que bien podría conformar una antigua tienda de ultramarinos. Ibamos en busca de un astrólogo. Al margen de creencias personales, la experiencia fue muy divertida. No en vano, ver cómo te leen las líneas de la mano en inglés resulta, al menos, sorprendente y, por qué no, de difícil comprensión. La dulzura de los niños, sus sonrisas limpias y sus enormes ojos negros, nos cautivó a todos, pero Mariví vivió un momento que nos conmovió.

Ya en la calle principal recordamos el sonido del tráfico. Aunque resulte inverosímil, no pierden ni aún así los nervios. Sorteando el juego de naipes que formaban los coches, los tu-tus, las bicicletas y la multitud, Mariví, Olga y yo llegamos al templo Durga, donde cientos de fieles realizaban sus ofrendas florales una vez que hacían sonar la campana de acceso a lo que para nosotros sería el altar. A la entrada del templo, la mirada de un hombre, a punto de dar su último suspiro y ajeno al bullicio del resto de fieles, nos sobrecogió. Un estanque de agua pecinosa servía antes de baños públicos para mujeres. Ante nuestra sorpresa, dos de ellas cogieron agua con sus dos manos y se la bebieron. ¡Qué osadía!, pensamos.

De allí, Subash nos condujo a un cementerio y a una mezquita musulmana. Su esperanza era que adquiriéramos seda en una de las fábricas caseras que rodeaban la mezquita. Se equivocó, porque nosotras no teníamos ninguna intención de convertir nuestro viaje en una experiencia de consumismo a lo occidental. Con la mejor de nuestras educaciones se lo conseguimos explicar, aún así vimos todos los pasos que conlleva la confección de la seda, desde cómo se hila hasta cómo se impregna el color. Pese a sus negativas, corroboramos que el trabajo infantil está a la orden del día en la India. Todos ellos, hombres, mujeres y niños, trabajaban en condiciones verdaderamente penosas, sin un mínimo de higiene, sin la luz necesaria, incluso con minúsculas linternas como única iluminación, sin ventanas, con persianas descolgadas.

El último templo fue uno de Hare Krishna. Aunque es una secta en toda regla, en la India los aceptan y los reconocen como hindúes auténticos. Estaba a punto de cerrar y cientos de adeptos agotaban los últimos instantes en su interior. Cansadas, nos dirigimos al hotel, previo paso por nuestro primer cajero automático. Una rápida comida y de nuevo al seductor alboroto de las calles.

A ese contraste de personajes. Unos vestidos de naranja con el pelo extremadamente largo y trenzado, con un tridente en la mano como única posesión después de haber renunciado a la vida mundana. Jainistas extremistas que deambulan por las calles totalmente desnudos, con una mascarilla para no dañar a ningún insecto y una escoba india para no matar a ningún animal a cada uno de sus pasos. Hombres con saya o dhoti, mujeres con saris de un colorido que dan la luz a la India, varones sijs con el largo pelo recogido por encima de la cabeza bajo un turbante… Es un mosaico de religiones, de costumbres, de tradiciones que hacen de la India un país que intriga.

Varanasi es la ciudad de la seda. Y, aunque ir de compras puede convertirse en la India en una auténtica pesadilla, decidimos sumergirnos en el mundo del auténtico mercadillo. La insistencia, a veces agobiante, de los comerciantes impedía acercarse a una tienda con naturalidad. De cada negocio sale un vendedor que te intenta atraer hacia dentro. Saltábamos de uno a otro precisamente por ese motivo. Después de decir que no en muchas ocasiones a negociantes a la caza de dólares o euros de cualquier turista, conocimos a un hombre que nos convenció para ir a conocer a su cuñada: una catalana que lleva integrada en la ciudad y en las costumbres hinduistas desde hace cuatro años.

Comprar a alguien que habla castellano nos daba sosiego, al menos eso era lo que pensamos. Pero la verdad es que las mañas de verdaderos negociantes de un matrimonio formado por una catalana, llamada Eva, y un hindú dieron al traste con nuestra buena impresión inicial. Seda que no era seda, panhavis que se destiñeron al primer lavado, ropa confeccionada con unas medidas no excesivamente precisas, precios más caros de lo normal… Una relativa estafa que se prolongó más allá de tres horas. Alrededor de una taza de te, los dos iban mostrando prendas y más prendas, pañuelos, saris, colchas… O sea el mismo ritual. Agotados de ver tanta tela, y con los bolsillos algo más vacíos, tomamos un tu-tu en dirección al hotel. En el mismo vehículo surgió el primer roce. Eran las once de la noche y el restaurante del hotel estaba cerrado, así que sólo pudimos optar al servicio de habitaciones, sorprendentemente a un precio más reducido.

Por Mar Peláez

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