Viajar, viajar y viajar

Viajar, viajar y viajar. Si compartes esta pasión, aquí hay una muestra de algunos de esos rincones que aparecen en las guías de viajes, pero también de otros que se muestran ocultos a nuestros ojos. Bienvenido...

jueves, 7 de diciembre de 2006

Grandioso Fitz Roy

Teníamos que darnos prisa para tomar el autocar que nos llevaría al Chaltén, a cuatro horas de distancia (220 kilómetros) por la más pura y virgen estepa patagónica. Por la ruta 40. Dos horas de viaje hasta que en medio de la auténtica nada surge el color rojizo. Era el característica hotel La Leona, mezcla de pulpería y albergue, donde cuenta la leyenda que Perito Moreno fue atacado por una puma hembra en 1877. Hoy parece detenida en el tiempo. El parador conserva el estilo de su época, con el techo colorado visible desde kilómetros de distancia, puede alojar gente y tiene un bar de paso donde hoy se escuchan todos los idiomas imaginables. Deslumbra en la infinita soledad de la inmensidad del paisaje patagónico, sacudida por el viento. Millas y millas de aislamiento. Y allí trabaja su dueña, día a día, aguardando pacientemente que algún viajero se detenga sediento. Siempre una sonrisa, unas buenas palabras, para mitigar su callada rutina.

De vuelta al ripio, el recorrido se hace lento, duro y desolado. Sólo la posibilidad de ver de forma permanente, pero a lo lejos, la cadena montañosa de los Andes rompe la quietud de un paisaje monótono. El aumento paulatino de la vegetación y de los colores es, probablemente, la impresión dominante cuando uno recorre los últimos kilómetros hasta llegar al Chaltén. Y de repente, un enorme lago verde turquesa, cuyas aguas se pierden hacia el Este en la meseta patagónica. Al fondo, el gran glaciar Viedma, el segundo en tamaño por detrás del Upsala. La llanura del terreno permite sortear con la vista los kilómetros de distancia hacia esta gran lengua de hielo, hasta que se pierde a lo lejos. Ahora, sólo a esperar a que el sagrado Fitz Roy nos sorprendiera. No hubo suerte. La tempestad lo impidió.

Llegados al Chaltén, parecía un pueblo fantasma. El viento, el temido viento, en este caso huracanado, no aconsejaba pasear por esas calles anchas de ripio, inventadas. Imposible caminar erguido, dificultoso se hacía incluso abrir la puerta del Hostel Rancho Grande, una mezcla de hostal de paso, de estación de autobuses…, donde se escuchan todos los idiomas y todas las historias de montañeros.

El viento no había amainado al amanecer, al contrario. Nuestras expectativas se desvanecían por segundos, pero había que intentar comprobar por qué El Chaltén es la meca del trekking. Tomamos un taxi que nos llevaría hasta la flamante hostería el Pilar, exactamente al pie del Fitz Roy y a 15 kilómetros de El Chaltén. Nos esperarían así siete horas de caminata en descenso. Otros, en cambio, optan por subir andando desde el hostel. Infinitos senderos rodean los picos, las grandes paredes o los pasos que llevan a los hielos continentales. Opciones hay para todos los gustos y preparaciones físicas. Por el camino, nuevos albergues, numerosos campings, y caminantes que deambulan desde temprano por las sendas que conducen a las bases de los cerros Fitz Roy y Torre. Pero, la niebla se hacía cada vez más persistente, hasta el punto de que los árboles de alrededor sólo se intuían. Nuestra taxista nos dio la mala noticia nada más divisar la hostería el Pilar, con su característico techo de chapa acanalada, pintado de rojo fuerte, y estructura íntegramente construida en madera de lenga. “La niebla no desaparecerá en toda la mañana”. ¿Sería, por tanto, un esfuerzo baldío? La respuesta: sí. Al abrir la puerta del taxi, nuestras dudas se disiparon. El viento allí es otro mundo.

Resignadas, regresamos a El Chaltén, a ese pueblo privilegiado, con la decepción de haber viajado cuatro horas para no poder disfrutar de ese macizo del Fitz Roy, de ese telón de fondo que se recorta contra el cielo con una fuerza y belleza sin rivales. Es una antigua denominación indígena, que significa erróneamente el volcán, porque los tehuelches creían que las nubes que siempre lo rodean eran humo de un volcán. Sus cumbres, muy agudas, son paredes casi inaccesibles.

El entorno de ese rincón emblemático de la cordillera se consolida velozmente como un imán irresistible para montañistas y caminantes de todo el mundo, pero el crecimiento desordenado de ese enclave humano amenaza con arruinar la idea original de una villa alpina. Construcciones aisladas y demasiado desordenadas, sin ningún estilo, predominan en este pueblo que, por otra parte, respira una vida especial.

Los residuos se separan orgánicamente, los cables de luz deben colocarse enterrados, aunque no siempre se logra, no se pueden plantar especies arbóreas que no sean nativas, y el cuidado ambiental es una preocupación permanente. Un verdadero oasis en los confines del territorio nacional, que se complementa con cerveza artesanal, chocolates, tortas, ahumados, y todo un universo en el cual términos como “casero”, “regional” o “elaborado por sus propios dueños” son apelaciones concretas al esfuerzo que implica desarrollar cualquier actividad tan lejos del “mundo civilizado”. Obviamente, más allá del pintoresco pueblo, su perfil turístico se recorta sobre las innumerables opciones que ofrece tomándolo como base de operaciones para acercarse a la Naturaleza.

Por esas calles de ripio, eligiendo entre las pocas opciones que ofrece un pueblo enfocado al senderismo, pasaron las horas. El autocar no saldría hasta las 18 horas. Y cuando habíamos dado por perdido el orgullo de deleitarnos con esa vista impresionante del Fitz Roy, el panorama se tiñó soberbio. Las exclamaciones de los viajeros con los que compartíamos asiento nos alertaron de que ver, aunque fuera a lo lejos, esa montaña sagrada de los tewelches, no es cualquier cosa. Sobre la izquierda se yerguen los grandes picos andinos, entre los cuales sobresale el rey de la región: el imponente Ritz Roy, de 3.375 metros. Un auténtico rincón andino. A medida que se agrandan las siluetas puntiagudas, también se hacen más nítidos sus colores cambiantes. Hay que verlo.

Y, de nuevo, rumbo al sur, rumbo a la estepa patagónica que nos depositaría en Calafate cinco horas más tarde.

Por Mar Peláez

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