Viajar, viajar y viajar

Viajar, viajar y viajar. Si compartes esta pasión, aquí hay una muestra de algunos de esos rincones que aparecen en las guías de viajes, pero también de otros que se muestran ocultos a nuestros ojos. Bienvenido...

lunes, 11 de diciembre de 2006

Iguazú de ilusión


La ansiedad por llegar a las cataratas de Iguazú, a esas ‘Aguas grandes’ como las bautizaron los guaraníes, era ya irresistible. Un autobús urbano nos depositaría desde la estación central de Puerto Iguazú a las puertas de ese gran parque temático, de ese mágico Parque Nacional de Iguazú. Y allí estábamos, preparadas para llenarnos de la energía que emana de esos manantiales de agua y para contemplar un paisaje único en el mundo. Desbordantes, húmedas e inexplicables. Un espectáculo imponente formado hace más de 200.000 años en el que la naturaleza muestra su fuerza de la forma más impactante. Una enorme sucesión de saltos de agua de hasta ochenta metros de altura que se extienden a lo largo de una curva del río de más de cuatro kilómetros de anchura. Su altura, sus dimensiones y el volumen de masa de agua acarreada durante la estación lluviosa, las sitúan entre las cataratas más importantes y espectaculares del mundo. Sólo su anchura supera cuatro veces a la de las cataratas del Niágara.

El centro de recepción de visitantes nos invitaba a realizar, a esa primera hora del día, una expedición de turismo de aventura que provoca fascinación. Con un sol radiante y muchas ganas de conectarnos con la lujuriosa selva misionera, nos introdujimos en las entrañas mismas del parque. En una especie de camión descubierto, transitamos ocho kilómetros por el Sendero Yacaratiá, en medio de la selva subtropical, admirando la flora y la fauna del lugar. Y digo bien, admirando, porque nuestro guía en lugar de mostrarnos las palmeras de palmitos, palo santo, ficus y cientos de bromelias y orquídeas que nos íbamos cruzando, se limitó a narrarnos anécdotas sin sentido. Y así, entre el entramado follaje, concluimos los kilómetros que nos separaban de Puerto Macuco.

Allí nos embarcamos en un gomón semirrígido y nos fuimos a toda velocidad a conocer de cerca el río Iguazú inferior. La navegación es de seis kilómetros en total pero lo mejor llega hacia el final, cuando la embarcación se bambolea sobre los rápidos del río durante los últimos dos kilómetros. A un lado, Argentina; al otro, Brasil; y al fondo: ese terremoto para los sentidos. La emoción prevalece en la cara de quienes viven esta experiencia, pero ¿qué adjetivo calificativo hace justicia a esas cataratas? Decir que son únicas, inexplicables, poderosas, imponentes, majestuosas, magníficas, frescas, sobrecogedoras o gigantescas son significantes válidos, pero aún así, estos conceptos no son suficientemente amplios como para transmitir lo que realmente se presenta ante nuestra vista. Son, ante todo, un imán.

Íbamos a vivir nuestro ‘bautismo’ de lujo. La adrenalina, la velocidad y el agua de los saltos sobre tu piel se conjugaban arrojando ráfagas de emoción. El arrullo melodioso de la caída de las aguas en medio de la espesura de la selva, es una conjunción mágica, armoniosa, sublime, que nos hace sentir en el mismísimo paraíso. Y no dejó de hacerlo hasta que abandonamos el parque diez horas después. A medida que nos acercábamos, el ronco trueno del agua que caía desde casi 40 metros iba cautivando a los viajeros por la inmensidad de su torrente y por la pequeñez aterradora que se siente ante la grandiosidad de esa maravilla de la naturaleza.

La sensación al encontrarse con semejante manifestación natural es la de asombro. Uno se siente más pequeño que nunca al observar, en medio de la magnitud de la selva, un inmenso caudal de agua cayendo vertiginosamente por los saltos y golpeando con fiereza la superficie del río que espera, entre pasivo y temeroso, el impacto final. Era tiempo de fotografías, de intentar congelar ese instante desde el agua, antes de dirigirnos a toda velocidad frente al Cañón de la Garganta del Diablo. Guardamos las cámaras fotográficas en las bolsas de nylon que nos proporcionó la empresa, y nos dispusimos frente a la magnificencia de la impresionante cascada, que desde esa perspectiva parecía aún más grande que lo habitual. No fue una, sino dos duchas de lujo las que tuvimos. La primera, bajo el Salto Dos Mosqueteros.

‘Bautizarse’ en las frescas y espumosas aguas del Iguazú es como un sueño. Sentir el rugido de las inexplicables cascadas cayendo a escasos metros de donde estábamos, empaparnos íntegramente y atravesar esos arco iris diseminados en las desembocaduras de las cascadas, es una sensación única que hay que vivirla para entenderla.

De los Dos Mosqueteros realizamos la cuenta atrás para acercarnos a otro todavía más imponente: el Salto San Martín. Y de nuevo, toda esa agua sobre nuestro cuerpo. Fueron segundos, pero la embarcación se convirtió en un torrente. Las emociones había que verbalizarlas y no fueron pocos los gritos que se escuchaban entre nuestros compañeros viajeros. El viaje, de unos 90 minutos de duración, había llegado a su fin. Tras cruzar el río en un pequeño bote hasta la isla San Martín, buscamos tierra firme para apaciguar nuestra adrenalina. Ese ‘bautizo’ inicial lo convertimos en un verdadero chapuzón en ese río Iguazú acotado por la peligrosidad de sus corrientes. Desde la playa era imposible apartar la vista de esos chorros de agua que se pierden en el río. Estar parado frente a ellas hace que, en un intento desesperado por definirlas, uno cree un lenguaje nuevo para poder descifrar su belleza. Hasta que te das cuenta de que las Cataratas del Iguazú sólo pueden describirse en el alma. A través de imágenes y sonidos retratamos parte de ese encanto que deseamos conservar siempre a la vista. Un regalo así, no se tiene todos los días.

Emprendimos el fatigoso y sudoroso ascenso por las empinadas escaleras que llevan a lo alto de la Isla San Martín. Cada balcón abierto a esos saltos de agua evoca una impresión nueva, como si fuera la primera vez que contemplásemos el Salto San Martín, o el Mbigua, o el Bernabé Méndez. Arriba o abajo, la perspectiva cambia. Si a esto le sumamos que las cataratas están rodeadas por arco iris perpetuos en un día soleado, por el verde intenso que domina el paisaje, por la cantidad de especies animales y por el tono rojizo de la tierra, no es difícil imaginarse por qué es una de las mecas del turismo mundial.

Nos llevó más de dos horas recorrer de forma parsimoniosa y minuciosa esta isla, ubicada en el corazón de las Cataratas, que ofrece espectaculares vistas de los 250 saltos que son parte del Parque Nacional. Se está en pleno contacto con la exuberante vegetación selvática colmada de helechos arborescentes, palmeras, orquídeas, claveles del aire y palo rosa. Una vez más teníamos que cruzar en ese mismo bote que cada cinco minutos transita de una orilla a otro para tomar el sendero del circuito inferior, de unos 1.600 metros y de carácter circular.

Se trata de un conjunto de pasarelas estratégicamente diseñadas que permiten en hora y media observar las cataratas con diversas perspectivas, las que ofrece sus ochos miradores. Esta es una pasarela que se interna, por debajo de los saltos, en el corazón mismo de las cataratas. Es el que ofrece una experiencia más íntima, un contacto más cercano con el paisaje y la naturaleza que lo rodea. En él, el visitante podrá sentir la humedad de la selva, sus sonidos, aromas, el valor penetrante que se adueña de todo el área… además de llegar a los pies de otros saltos de agua verdaderamente espectaculares: Bosetti, Dos Hermanas o Álvar Núñez… Parece mentira, pero la existencia de pasarelas artificiales y el ir y venir constante de turistas no impide que mantenga hasta cierto punto intacto la sensación de lugar salvaje. Obviamente no están igual que cuando las ‘descubrió’ en 1542 Álvar Núñez Cabeza de Vaca, pero es de agradecer que sigan así para el deleite de la humanidad. Es la síntesis perfecta entre el respeto y la admiración por la naturaleza.

El sol abrasador y un ambiente cargado de humedad, con una temperatura que bien podía estar rozando los 30 grados, iban haciendo estragos, así que una buena opción fue tomar una refrescante botella de agua en uno de los buffets diseminados, pero ocultos, en la selva. Ahí, en medio, un enorme faro da la bienvenida al circuito superior, el que va a media altura para pasar muy cerca de muchos de los saltos. Un excelente paseo para detenerse a apreciar las dimensiones que se esconden detrás de ese abanico de nombres como San Martín, Escondido o Adán y Eva. Cada parada, una sorpresa; el descubrimiento de una nueva vista de esa fractura del río, de esos islotes, de esas embarcaciones que aguardan pacientes para llevar a los viajeros a ese ‘bautismo’ mágico y de esas rocas que sufren de forma incesante la erosión de la corriente que cae a cuarenta metros.

Por un puente entablillado, de 1.200 metros, transitamos por los legendarios saltos Dos Hermanas, Bossetti, Bernabé Méndez… Dejarse llevar por la fuerza de esas cascadas hasta que golpean el río provoca vértigo. Hay momentos en que no quieres continuar. Cualquiera de sus seis amplios miradores son tan atractivos y tan espectaculares que te podrías quedar horas admirándolos, absorta. Pero había uno, el Mbigua, el último, que ya permanece siempre vivo en nuestras retinas. Es imposible no deleitarse hasta donde se pierde la vista entre esa eterna llovizna que forma un arco iris de exquisito contraste con el escenario. El entorno en el que se ven las cataratas contribuye, y mucho, a engrandecer el espectáculo. Fuente de energía y relax, la selva más exuberante y lujuriosa envuelve las orillas del río.

Retomamos nuestros pasos por el mismo puente entablillado como si fuera la primera vez. La panorámica es siempre diferente. Los detalles van y vienen, los escenarios son dispares. Y, por primera vez, una familia de coatís se cruza en nuestro camino. Son las mascotas de las cataratas. Son aparentemente sociables y cariñosos, pero ¡cuidado! No pueden resistirse a saltar sobre uno para arrebatarle la comida que pueda portar en sus manos, en sus mochilas… Sus uñas, afiladas, enormes y duras, son un peligro. Los lagartos y lagartijas también compartían paseo con los viajeros.

La última parada: la Garganta del Diablo. Desde la estación Cataratas se llega en un tren ecológico hasta la estación Garganta que permite acceder a la pasarela. 1.130 metros de puentes ‘flotan’ sobre el mismo cauce de ese ancho río y te permite conectar con la intimidad de esa naturaleza viva. El recorrido sortea varias islas de selva misionera y, a través de tres amplios miradores, se puede observar el espectáculo que brinda el Iguazú y la frondosa vegetación que lo rodea. El agua corre de forma mansa por debajo de esas pasarelas. Parece que se han salvado, aunque de forma momentánea, de desplomarse ochenta metros. Un kilómetro y medio después, esas gotas de agua caerán irremediablemente por uno de esos cientos de saltos.

Pero, lo más impresionante estaba por llegar. Ahí estaba, la monumental, impetuosa e irrepetible: Garganta del Diablo, el salto más espectacular. Al acercarse, da la impresión de que el mundo concluye ahí. Como un agujero enorme, todo el agua es absorbida. No hay nada, sólo vacío. Es la culminación del recorrido. Un salto de 150 metros de longitud y 80 de altura que, en forma de herradura, conforma una potente caída de agua que al romper en el cauce del río forma densas nubes de vapor que inundan todo el contexto y le dan el toque característico al paisaje. La violencia de la caída es tal que produce una niebla permanente. Son las famosas fumarolas de rocío y vapor de agua, a veces visibles a cinco kilómetros de distancia, que impiden discernir dónde termina exactamente la cascada y comienza el cauce. Y, para impregnarla de esa insuperable belleza, qué mejor que esos rayos solares que conforman múltiples arco iris. Si tienes la suerte de que el viento dirija hacia ti esa espesa bruma, sentirás un soplo de aire reconstituyente para aplacar un día de primavera excesivamente caluroso y húmedo.

A alguien le sorprende ya el por qué del nombre de ‘Garganta del Diablo’. El estruendoso ruido del descenso del agua, sumado a la profundidad en donde se pierde de vista el salto, fue su inspiración. Además, marca el límite entre Argentina y Brasil. Aunque pueda parecer irreal, cuando se ve por primera vez pronto superas el inicial asombro para dejar que la arrebatadora belleza de esta catarata te conquiste. Quizá lo único que haya de falso sea el cinematográfico camino por el que Robert de Niro, cargado con todas sus armas, ascendía la Garganta del Diablo en la película La Misión, al observarla con detalle te das cuenta de que esa hazaña es imposible. Imposible soportar los tres millones de litros cúbicos por minuto que caen sin orden aparente.

Si puedes resistir esa deslumbrante vista, lo único que queda es dejarse llevar por el ruido, el caudal, la increíble magnitud de las cataratas, y por que no, por ese espectáculo que brindan los vencejos, pájaros característicos de las Cataratas del Iguazú que se lanzan en picada, en paralelo a los saltos, como si quisieran confundirse con el agua. Estas aves pequeñas y de plumaje oscuro son una especie exclusiva de ese lugar y por ello fueron elegidos por la Administración Nacional de Parques Nacionales como el símbolo representativo del Parque. Si tienes la suerte de que el viento dirija esas fumarolas

Con esas impresiones aún vivas en nuestras retinas, recobramos el aliento y nos fuimos por los mismos senderos hasta la salida de ese ‘paraíso’. Los mismos guaraníes, vendedores de artesanía, que nos dieron la bienvenida a las 8 de la mañana seguían ahí a las 19.00 horas. Toda una jornada. Esos mismos indios que tienen que soportar cada día la ‘avalancha’ de turistas cuando conviven en la provincia argentina que concentra en su geografía el mayor número de campesinos empobrecidos o indigentes, estén ocupados o desocupados. Es también el sitio donde la extranjerización de la tierra ha asumido caracteres más agudos. Los ‘pobres’ del monte ven sobrevolar a esos monstruos de acero, a esos helicópteros que cada cinco minutos trasladan a gente portadora de dólares o euros. Les pasan por encima, y no desparraman nada.

Por Mar Peláez

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