Viajar, viajar y viajar

Viajar, viajar y viajar. Si compartes esta pasión, aquí hay una muestra de algunos de esos rincones que aparecen en las guías de viajes, pero también de otros que se muestran ocultos a nuestros ojos. Bienvenido...

martes, 12 de diciembre de 2006

Perpetuo arco iris


A las 8.00 de la mañana ya estábamos en la estación de autobuses de Puerto Iguazú para repetir la experiencia. Los mismos guaraníes del día anterior esperaban pacientes a que cualquier turista reparara en sus artesanías. E impacientes estábamos nosotras para comenzar a deslizarnos por esa parte del Parque Nacional de Iguazú que cobija un santuario natural denominado selva. Muchos elementos se conjugan para crear este ecosistema protegido. Al recorrer los senderos se puede descubrir un mundo desconocido para el ciudadano común. Aviso, no es la selva amazónica, pero guarda su cierto parecido y encierra un ambiente bien conservado.

A pocos metros del centro de investigaciones se encuentra el Sendero Macuco, un camino peatonal a través de la selva espesa y misteriosa, de tres kilómetros y medio de largo con diversos grados de dificultad. La caminata se puede hacer en forma particular y demandará unas tres horas. Ármese de una cámara fotográfica, una botella de agua mineral, repelente para insectos y ¡adelante!

Un mapa con los grados de dificultad del circuito señalan la marcha. A partir de ahí, el canto de las aves, el zumbido de los insectos y el rumor de la brisa atravesando las ramas crea una conspiración, que suele romper esta calma silenciosa. Como la selva suele atemperar el clima, reduciendo los extremos de calor, actuando como abrigo contra el frío y manteniendo la elevada humedad ambiental, se crea el ambiente propicio para el desarrollo de una gran variedad de especies vegetales -unas 2.000-, que crecen en múltiples formas. A ambos lados, palmitos, tacuaras, enredaderas, cañas, orquídeas, helechos y lianas Y si hay alimentos y refugios, la fauna es, por supuesto, abundante.

El paso es lento. Tan rico entorno merece un poco de atención para no perderse esos detalles y esas explicaciones que ofrecen los seis hitos que señalan que algo interesante está a punto de observarse o de escucharse. En el primero de ellos, un fuerte sonido similar al chasquido de los dedos alerta de la presencia del Bailarín Blanco. Unos pasos más allá, un arroyito sirve de cobijo a unas cuantas ranitas. El resto muestran plantas características de este lugar. Con un poco de suerte, durante la caminata se pueden encontrar a los monos caí. Es su territorio, sin embargo, son tan inquietos y curiosos que escapan fácilmente a la vista de un observador poco aventajado. En ella, también campan a sus anchas tucanes, jaguares, loros... Se han registrado hasta 448 especies de aves, 80 de mamíferos y un número mayor de peces y reptiles, a lo que sumar gran cantidad de mariposas, hormigas gigantes, polillas...

Al final del sendero se encuentra el Salto Arrechea, una caída de agua que forma un pozón cuyas aguas desembocan finalmente en el río Iguazú inferior. Se da la circunstancia de que ese ‘hilo’ de agua fue en su día el origen de la fractura que dieron lugar a las Cataratas de Iguazú. Pero éstas fueron retrocediendo hasta su ubicación actual. Hoy la Garganta del Diablo está ya a 23 kilómetros. ¿Será la erosión de ese torrente de agua? Se calcula que hace 10.000 años, las mismas se encontraban en ‘Las Tres Fronteras’ (punto donde se juntan los límites de Argentina, Brasil y Paraguay), donde el Río Iguazú desagua en el Paraná, pero a causa de la fricción del agua sobre los paredones éstas han retrocedido unos 23 kilómetros.

Desde el mirador, se observa cómo el arroyo Arrechea nos sorprende con esa bellísima cascada de casi 20 metros de altura antes de desaparecer en el río Iguazú. Igual de sorprendente resulta estar por encima de las copas de los árboles. Obnubiladas por su lindeza, tomamos el camino de relativo fácil acceso que conduce hasta el pozón. La playa, aunque se supone que no está permitido el baño, es un inmejorable lugar para tomar un soñado remojón en esas aguas frías y cristalinas, producto de la cobertura que le concedido la selva en todo su territorio. Y si esa ‘ducha’, notando la fuerza de la caída sobre nuestros cuerpos, se realiza durante una hora y en solitario, la experiencia no puede ser más que una fantasía. Pero se trata de un recorrido muy apreciado por los aventureros que buscan experiencias diferentes, por lo que el goteo de personas fue, al final, incesante.

El camino de regreso, no por repetido, deja de ser menos interesante. Los rayos de sol filtrándose entre la maleza hacía que la selva cobrara un aspecto diferente al paseo de ida. Y así concluyó esta aventura, aunque comenzaba la próxima: redescubrir ese ‘Patrimonio Natural de la Humanidad’ desde 1984. Esta vez optamos por deslizarnos por el Circuito Superior. De pasarela en pasarela, asombrándonos una vez más por esas caídas de vértigo, por esos sonidos atronadores, por esas mariposas de vivos colores y por esos coatís que se empeñan en hacer de tu estancia una aventura inquietante. No creo que resulte nada estimulante notar sus garras en tu cuerpo. El aviso de una mujer encantadora, que pintaba al instante con sus propios dedos un hermoso paisaje sobre un pequeño azulejo, nos alertó del peligro. Un coatí estaba a punto de arrebatarnos nuestro bocadillo. Sí, ese mismo al que habíamos estado observando largo rato con gran curiosidad. El bocadillo era lo de menos. Este pequeño incidente nos permitió, sin embargo, compartir una amena charla con ella, su marido y sus dos gemelos que, ajenos a los turistas, habían convertido las pasarelas en su lugar de juegos. Para el recuerdo, uno de esos azulejos regalados y la vista del salto Mbigua, el que encierra más encanto.

De allí, otra vez, a la magia de las cataratas: la Garganta del Diablo. Trenecito, pasarelas sobre el río Iguazú y ahí estaba. El rugido de las hélices de esos helicópteros, que parten de Brasil y sobrevuelan sin parar ese gran salto, compite con el estruendo que provoca el agua al precipitarse a 80 metros de altura. El sonido queda grabado en los tímpanos. Las fumarolas se sienten en la piel. La imagen, retratada en las cámaras fotográficas. La parte brasileña está a sólo un paso. Es el mejor lugar para comprobar que ambos países comparten esa misma maravilla. Y, en medio, ese arco iris perpetuo que forman las cataratas, sólo roto por el aleteo de unos vencejos juguetones que desaparecen bajo el agua en grupos infinitos.

La hora de cierre del Parque estaba a punto de llegar. Sólo Esa circunstancia, y no otra, nos obligó a apartar la vista, quizá para siempre, de ese rincón del mundo que parece irreal.

Por Mar Peláez

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