Viajar, viajar y viajar

Viajar, viajar y viajar. Si compartes esta pasión, aquí hay una muestra de algunos de esos rincones que aparecen en las guías de viajes, pero también de otros que se muestran ocultos a nuestros ojos. Bienvenido...

sábado, 2 de septiembre de 2006

Viajeros de ida y vuelta

No había duda, ese sería mi avión. El vuelo de los emigrantes, el de los viajeros de ida y vuelta. Cientos de ecuatorianos arrastraban a duras penas sus colosales maletas por el aeropuerto de Barajas. Antes, repletas de sueños, temores y esperanzas. La nueva ‘tierra prometida’ les esperaba. Ahora, van cargadas de regalos. Ayer fueron inmigrantes, hoy retornados. Isabel, mi compañera de butaca, es el vivo ejemplo de la desoladora inmigración.

Las 11 horas de vuelo que separan España de Quito hicieron que esta ecuatoriana, de sonrisa limpia y mirada profunda, me entreabriese su corazón. Emigró a España con 500 dólares y ya vuelve a su hogar, a la tierra en la que nació, tras cuatro años separada de los suyos. Lo hace con algunos ahorros apenas para adquirir una vivienda. El avión de la compañía Air Madrid acababa de aterrizar en el aeropuerto Mariscal Sucre de Quito, sorprendentemente sin ningún sobresalto. Entre gritos y aplausos, los 250 pasajeros —la inmensa mayoría inmigrantes— estaban preparados para iniciar un auténtico ‘asalto’ a su tierra patria. Miré a Isabel y le dije. "Bienvenida a casa". Me devolvió la mirada con lágrimas en los ojos hasta que rompió a llorar. En ese instante sentí que iba a ser testigo indirecto de la historia de una vida muy lejana a la mía, pero con un nexo de unión: un viaje de ida y vuelta.

Iba a reencontrarse con su marido y sus tres niñitos: José Miguel, de diez años; Francisco Javier, de ocho, y Ana Isabel, de seis. "Es tan doloroso cuidar de otros niños cuando echas tanto de menos a los tuyos...", lamentaba mientras sus recuerdos iban recobrando total nitidez. Isabel se alejó de Ecuador el 15 de enero de 2002, pero ahora iba a dejar tras de sí, y para siempre, de ser ‘ilegal’, de padecer eternas colas administrativas, de sufrir en sus carnes el racismo y de soñar cada día con el retorno. Sus palabras se deshacían en dolor hasta que recordó que en escasos minutos abrazaría a sus seres más queridos. Su vuelta a casa ya tiene una fecha grabada: sábado 2 de septiembre de 2006.

El avión se detuvo por completo. La impaciencia por ver a sus hijos, como el de otras muchas madres y padres que viajaban con los mismos anhelos, le ofuscaba. Isabel estaba nerviosa. Miró las cristaleras que comunican el control de pasaportes con el interior del aeropuerto y gritó sin pudor: ‘Allí están’. “Es él, es mi niño’ ‘¡Cómo ha cambiado!’ Detrás, entre el gentío, apareció la cabecita de una niña más pequeña. “Mi Ana Isabel”, chilló al tiempo que sus ojos se iban humedeciendo. Las mismas voces se sucedían a mi alrededor. Eran tantas las personas que se agolpaban tras los cristales para recibir a sus familiares que resultaba difícil descifrar a unos y a otros.

Aún tuvo tiempo Isabel de seguir narrando sus vivencias en España mientras los policías ecuatorianos revisaban con excesiva parsimonia la documentación y estampaban los correspondientes sellos; y más aún esperando la salida de las maletas. Cuando emigró de Ibarra, sólo la acompañaba el recuerdo más doloroso: la despedida de sus hijos, y una vieja bolsa de viaje con dos pantalones, una falda, tres camisas, un jersey y una chompa. Y eso sí, mucha ilusión para poder dibujar un futuro mejor para los suyos. Comprobé que las cosas han cambiado. Isabel regresa a su Ecuador querido con tres inmaculadas maletas cargadas de regalos. Esas mismas maletas que soltó en el minuto que observó a lo lejos cómo su niña menor corría bañada en lágrimas. No pudo más y ella también estalló en un llanto desgarrador. Su marido, en cambio, se esforzaba en reprimir el sollozo. Y, al final, todos se fundieron en un inmenso abrazo. El paréntesis se había cerrado para Isabel.

Es el reencuentro y desencuentro con los que quedaron, con esa familia tan extensa y con los pocos amigos que aún conservan. A mi alrededor todo era euforia. Los niños se olvidaron por unos instantes de aquellas angustias, penas y frustraciones que les creó la marcha de su familiar; los mayores hablaban sin parar como si fuera posible recuperar en minutos toda esa ausencia; y yo, por primera vez, pisaba suelo ecuatoriano. Y lo hacía sola, dispuesta a descubrir por qué en particular los ecuatorianos migran hacia España. Les doy la palabra.

Mar Peláez

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