Viajar, viajar y viajar

Viajar, viajar y viajar. Si compartes esta pasión, aquí hay una muestra de algunos de esos rincones que aparecen en las guías de viajes, pero también de otros que se muestran ocultos a nuestros ojos. Bienvenido...

miércoles, 9 de agosto de 2000

Ancha panamericana

Habíamos reservado en una agencia de viajes una 'combi' con chófer, lo más barato, práctico y seguro para viajar por Perú. Coco, nuestro conductor-guía, nos estaba esperando muy temprano a la puerta del hotel. Un chico muy joven, 22 años, con mujer y dos hijos de corta edad. La salida de Lima fue todo un espectáculo de ‘pueblos jóvenes’, barriadas y barriadas de chabolas sostenidas en las laderas de las montañas, surgidos en la década de los años 50. Se multiplicaron en oleadas en las décadas siguientes, debido a la llegada masiva de gente procedente de zonas rurales. Construyen sus viviendas provisionales con la estera de caña. La mayoría de las viviendas están sin concluir para pagar de esta forma menos impuestos.

La niebla ya nos dio muestras de que sería nuestra compañera de viaje durante toda la costa del Pacífico. Tomamos la Panamericana desde Lima hacia el sur (los primeros 150 kilómetros son autovía). A 30 kilómetros de Lima se encuentran las ruinas de Pachacamac, donde se sitúa un Templo del Sol bastante bien conservado, que servía al inca para tener a sus mujeres, que educaba desde los seis años para que le sirvieran. Desde allí, los esclavos corrían, a relevos, hasta el centro del país llevando mensajes y pescado. Visitamos el museo de Julio Tello, donde pudimos hacernos la primera idea del paso de las culturas (Paracas, Nazca, Inca). Enterraban en fardos funerarios a sus muertos, con las piernas dobladas y envueltos en millones de telas, siempre de cara al sol. Vimos las primeras llamas negras y al perro limeño, un animal de aspecto muy feo. Comimos en un bar de carretera y descubrimos la Inca Kola (una gaseosa como ellos llaman a los refrescos de color amarillo y saber más que dulce) y recuperamos la Mirinda. Mi primer acercamiento a la gastronomía del país fue el rocoto.

Seguimos dirección Pisco, una ciudad de pequeño tamaño con innumerables puestos de venta ambulante por todos los rincones. Reservamos una habitación triple en el Hotel el Regidor (unas 5.000 pesetas de hace cinco años y con yacuzzi). Como todavía era de día (en invierno amanece a las 6 más o menos de la mañana y anochece sobre las 17 horas), nos acercamos hasta la reserva de Paracas, a muy pocos minutos en coche de Pisco, para pasear por esa impresionante extensión desértica junto al Pacífico. De allí saldríamos al día siguiente para ver las Islas Ballestas. Pasamos, previo pago, a la reserva, una enorme extensión de desierto de arena. La carretera de acceso a la playa está construida con la sal del mar. Bajamos hasta la ‘catedral’ y pudimos ver nutrias. Pisco se localiza en una amplia bahía, al abrigo de los vientos 'paracas'.
Ya de regreso a Pisco y tras pasar por el hotel, y sortear alguna que otra cucaracha americana, comimos por primera vez ceviche en el restaurante Catamarán –las comidas son muy abundantes y a precios muy asequibles- y unas copas en un bar de madera en la calle Comercio 107, muy curioso. Contravinimos las dos primeras sugerencias: no comer pisco y no beber nada con hielo, pero aquí sigo.

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