Viajar, viajar y viajar

Viajar, viajar y viajar. Si compartes esta pasión, aquí hay una muestra de algunos de esos rincones que aparecen en las guías de viajes, pero también de otros que se muestran ocultos a nuestros ojos. Bienvenido...

martes, 15 de agosto de 2000

Odisea Arequipa-Puno

La estancia en Arequipa estaba a punto de tocar a su fin. Toda, pero toda, la familia nos acompañó a la estación de autobuses. Serían las 18.00 horas y nos esperaban doce horas de viaje de Arequipa a Puno. En la calle hacía una temperatura inmejorable. Después de ‘facturar’ las mochilas pasamos al anden.

Se puede elegir entre avión, tren o autocar. Nosotros elegimos el autocar, porque el tren no salía el día que nosotros necesitamos. Y dentro de la opción autocar las hay para turistas y para indígenas. Nosotros sin saberlo elegimos la de indígenas. Así que si queréis juntaros con los indígenas, éste será el mejor. Una experiencia inolvidable. Tuvimos que esperar a que en la parte de arriba del autocar subieran el equipaje, un somier de una cama, una carretilla, un armario… Ya no quise mirar más porque pensé que nuestras mochilas iban allí arriba e iban a terminar aplastadas.

Los indígenas, ante nuestro asombro, subían cargados con mantas, jerseys gordos, gorros. Pero, ¡si yo iba en manga corta! A mitad de viaje comprendimos el por qué. Los cristales del autocar estaban totalmente rajados por lo que el frío era indescriptible. El viaje se hace todo el tiempo de noche, en invierno y a alturas cercanas a los 4.000 metros. Una indígena ocupaba el asiento contiguo al de mi hermana, pero entre sus piernas se colocó su hija, de unos 16 años, que pretendía ir todo el viaje en esa postura. Repito 12 horas. No tenía dinero para pagar el pasaje y esa era su única opción. Mi hermana le dijo que por qué no iba a sentarse a la parte de atrás, y en un descuido del conductor se fue a los asientos traseros.

Nuestros asientos eran los primeros, así que tuvimos la oportunidad de ver todas y cada una de las irregularidades que cometía el conductor del autocar, ataviado con gorro, guantes, un plumas y mantas que le cubrían todo el cuerpo. La niebla se hizo totalmente densa y él prefería circular por el carril de la izquierda, ajeno a la posibilidad de encontrarnos con vehículos enfrente. Le daba igual. Los precipicios que se vislumbraban a izquierda y derecha de la carretera no parecían darle miedo, pero a mí sí. Cada cierto tiempo, el conductor, que hablaba preferentemente en quechua, le gritaba a su ayudante que mirara las llantas del autocar. El ayudante, con medio cuerpo fuera del vehículo, le devolvía los gritos asegurando que las ruedas estaban en su sitio, de momento. No era rara la pregunta, ya que las cunetas eran verdaderos cementerios de llantas.

Para llegar a Puno hay dos opciones: por un camino sin asfaltar que se tarda 12 horas o por una carretera ‘asfaltada’ que también se tarda 12 horas. Preferimos la ‘asfaltada’ y no puedo imaginarme cómo era el camino. El paso obligado por una báscula indicaba que el autocar iba sobrecargado, así que paró, se apeó y bajó algo del maletero del techo y allí lo dejó. Rezamos para que no fueran nuestras mochilas, ja ja.

El frío era tan intenso y el miedo a caer por un barranco tan real, que nos impidió dormir. El autocar se iba llenando a medida que pasábamos por pueblos, poblachos o aldeas, en definitiva por conjuntos de casas sin nombre. El ayudante, de nuevo con medio cuerpo fuera del autocar, gritaba a los peruanos que se disponían en las cunetas que nuestro destino era Puno. “Puno, Puno, Puno”, gritaba sin cesar. El autocar tan sólo disminuía la marcha, pero no llegaba a detenerse mientras los pasajeros subían. Como la luz dentro del vehículo era inexistente, a un indígena le debieron parecer cómodas las piernas de Alberto y allí se quedó sentado hasta que Alberto le dijo que se fuera para atrás.

Comenzó a amanecer justo cuando estábamos en las inmediaciones del lago Titicaca. La vista fue impresionante, ese azul del lago competía con el azul del cielo. El viaje estaba a punto de concluir, lo que me dio un poco de vida.

Aún así, no sé si por el mal viaje o por la altura, mi cabeza me estallaba. Los síntomas habituales del soroche son cefaleas, aumento del ritmo de la respiración, trastornos del sueño, y algunas veces náuseas. Pero no hay que asustarse, estos síntomas aparecen sólo en un 20% de las personas que ascienden en menos de un día a una altitud superior a 2.400 m del nivel del mar. Pero, me tocó a mí. A mi hermana y a Alberto no les afectó en absoluto. Un viaje muy divertido de contar y de recordar, pero una pesadilla de vivir.

Llegamos a Puno y, como ocurriera en Lima, las personas que aguardaban la llegada del autocar nos ‘asaltaron’ con sus folletos, sus indicaciones y sus ‘sugerencias’ sobre el mejor hotel, el mejor restaurante, la mejor barcaza para llegar a Taquile.

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