Viajar, viajar y viajar

Viajar, viajar y viajar. Si compartes esta pasión, aquí hay una muestra de algunos de esos rincones que aparecen en las guías de viajes, pero también de otros que se muestran ocultos a nuestros ojos. Bienvenido...

miércoles, 22 de septiembre de 2004

Agusto en San Agustinillo

Llegamos a Pochutla pasadas las 5 de la mañana a una estación fantasma. Deliberamos en su interior cuál sería nuestro destino playero. Un taxi nos aguardaba a la puerta para trasladarnos a San Agustinillo, el que resultó ser nuestro ‘paraíso’. De noche, entre un bosque muy oscuro, recorrimos el camino hacia Puerto Angel. Cambiamos de destino sobre la marcha, porque al llegar a Zipolite y ver lo bravío del Pacífico nos animó a proseguir el viaje hasta una playa más calmada y apta para el baño. Nos comentó los peligros de esas playas y nos informó de que hacía sólo unos días un español había fallecido por el golpe de una ola que le arrojó al mar desde las rocas. Luego nos enteraríamos que el lugar del fatal desenlace era Punta Cometa, un lugar al que intentamos ir pero que desistimos.

Ya era de día cuando ‘aterrizamos’ a San Agustinillo y nos encandiló un hotelillo a la orilla del mar. No tenía ningún lujo, pero después de los lugares donde habíamos dormido, nos pareció un palacio. Las dos habitaciones (para cinco personas) nos costaron 700 pesos cada día, una ganga. La idea original había sido dormir en una cabaña, pero el bajo precio de este hotel nos puso fácil la decisión. Había encontrado mi pequeño paraíso, nombre con el que desde entonces me dirijo a ese minúsculo pueblo en el que la paz y la escasez de entretenimientos hacen que el descanso físico y mental fuera definitivo.

Olga y yo preferimos aprovechar la mañana y nos fuimos a desayunar: un gran chocolate, un nutritivo zumo de naranja y unas tostadas. Nos causó tal impresión que inmortalizamos el momento. Hacía tantos días que no nos dábamos un ‘homenaje’… Comimos en otro chiringuito de la playa los típicos camarones. La comida nos salió por menos de 1.000 pesetas, un lujo. El pueblo era todo paz y calma, justo lo que necesitábamos para recuperar fuerzas. Una mínima carretera dividía al pueblo. Playa a un lado, casas al otro. Dos restaurantes en el pueblo que cerraban a las 9 de la noche y nada que hacer más que bañarnos, pensar, escribir, leer y soñar.

Nos dimos nuestro primer baño en el Pacífico mexicano. El agua estaba muy templada. Allí metes los pies y el mar hace el resto. Es tal la fuerza que tiene el agua que es capaz de arrastrarte, darte volteretas justo al lado de la orilla. No era cuestión de arriesgar, sino de ser prudentes. La playa largísima y de arena muy fina estaba totalmente vacía, toda para que disfrutáramos las cinco. La hamaca que había adquirido Mariví fue todo un acierto y ahí nos pasamos horas viendo la gran tormenta de rayos y truenos que se vislumbraba por detrás de Punta Cometa.

Lamentablemente pronto se hizo de noche. Una cena rápida y a disfrutar de las hamacas de la terraza del hotel, acompañado de unas mini botellas de crema de mezcal. La sensación de bienestar era total, pero el cansancio hizo de las suyas y, tras dudar entre bajar a dormir o quedarme en las hamacas a pasar la noche, decidí que era mejor dormir en una cama, la primera que veía desde el 2 de septiembre en Madrid. Eso sí, no nos pudimos olvidar de refugiarnos bajo la mosquitera de la cama porque las lagartijas y los insectos eran en la playa más ‘pegajosos’ que en las Huastecas, y nuestro grado de prudencia con el relec había desaparecido por aquel entonces.

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