Viajar, viajar y viajar

Viajar, viajar y viajar. Si compartes esta pasión, aquí hay una muestra de algunos de esos rincones que aparecen en las guías de viajes, pero también de otros que se muestran ocultos a nuestros ojos. Bienvenido...

jueves, 9 de septiembre de 2004

Amor por las Huastecas

Nos levantamos a las 5.30 de la mañana en DF. Era de noche y en la calle hacía frío. Con mucho sueño fuimos llevando, entre todos, las mochilas al coche que nos trasladaría posteriormente a Huejutla, una ciudad mediana del Estado de Hidalgo, a unos 400 kilómetros y más de siete horas de carretera. Nos metimos en el carro como sardinas en lata. Tan ‘sólo’ íbamos Adrián padre, Adrián hijo, Marlene, Beto, Malena, Pedro, Mariví, Olga, Susana, Noelia y yo. A lo que había que sumar nuestras voluminosas mochilas, sus correspondientes equipajes y por si fuera poco un motor que vendría a sustituir otro del coche de Adrián que hace días se estropeó por la zona de Pachuca.

Con gran ilusión emprendimos el viaje. Los días de turismo habían estado bien, pero la realidad del viaje era la que ahora se abría ante nosotras. La salida de DF fue laboriosa. Esta vez no por el tráfico –inexistente casi a esas horas de la madrugada- sino por las grandes distancias que hacen de esta macrourbe un monstruo inabarcable, pero a la vez sorprendente. Al poco de salir de DF, el sol nos ofreció un bello amanecer y dejó ante nuestros ojos un paisaje cada vez más frondoso. Daba mucha pena perdérselo, pese al sueño que nos iba ganando poco a poco.

Realizamos la primera parada en un merendero de carretera, donde un sabroso desayuno nos esperaba –un consomé con garbanzos muy picante que nos despertó el paladar tanto como el estómago-. Mariví, que ya por aquel entonces no soportaba el picante, se atiborró a dulces. Cada varios kilómetros hacíamos una paradita, en especial cuando el paisaje bien merecía una fotografía. Tuve la suerte de compartir asiento con Pedro, el presidente del Comité de la Defensa de los Derechos Humanos de la Huasteca y Sierra Oriental (Coddhso), y en ese mismo instante me di cuenta de la persona tan excepcional que tenía a mi lado. Días más tarde corroboré aquella maravillosa impresión inicial.

Curva a la derecha, curva a la izquierda, curva a la derecha, frenazo para sortear el tope, uno de tantos que se colocan en las carreteras para impedir que los vehículos adquieran altas velocidades. ¡Qué ilusos, como si las carreteras y la niebla cegadora permitieran que un kamikaze cogiera los mandos!
Nada más pisar suelo de la Huasteca hidalguense, un control militar nos puso en alerta. Fue el único que nos encontramos, pero estoy segura que no el único que existía. Los coches estacionados en la carretera, tras la señal de alto total, nos hizo percatarnos de la militarización que sufre la zona. Supuestamente están ahí para dar seguridad, pero ¿qué protección necesitan estos pueblos? Y lo que es más, ¿de quién se tienen que proteger? Nosotros no tuvimos que parar y proseguimos viaje, después de sortear los coches parados incluso en medio de la calzada.

Tras las miles de curvas, los miles de precipicios y la preciosidad del paisaje llegamos a Huejutla. El carro que una señora había prestado a Adrián y en el que habíamos viajado no aguantó más y los frenos, todos, dieron su último suspiro. Menos mal que ocurrió al pasar por el penúltimo tope de la carretera. La llegada a Huejutla fue triunfal. Adrián hacía sonar el claxon en cada cruce, alertando al resto de coches de nuestra imposibilidad para frenar. Su habilidad permitió parar justo en la puerta de la sede de la Coddhso (Comité de los derechos humanos de las Huastecas y Sierra Oriental), una modesta y limpia casa en la que permanecimos varias horas mientras Adrián y Pedro se acercaban a un taller para que arreglaran los frenos. Allí tuvimos tiempo de ‘platicar’ con Malena, la joven y encantadora mujer de Adrián, que nos contó algo de su vida y de su experiencia desde que comparte la misma ilusión que su inquieto marido. Paseo al cajero automático, enviar e-mail, llamar a casa, conversar… Era lo único que podía hacerse en una ciudad que, a primera vista, no resultaba excesivamente acogedora.

Un pollo sabrosísimo puso fin a nuestra larga espera. De nuevo en el vehículo, esta vez ya con frenos nuevos, emprendimos la marcha hacia la primera comunidad mientras los sones de Silvio Rodríguez o Maná nos evadían del ajetreo de la carretera. De un valle frondoso ascendimos, por un camino sin asfaltar y con un cortado sobre los barrancos, a una montaña que nos permitió contemplar un paisaje a contraluz. Esa vista nos transportó a nuestros sueños, al tiempo que nos dejaba observar, por última vez, la senda de un río caudaloso. No se me olvidará la estampa. Al poco atravesamos la primera comunidad. Me quedé impresionada, no sé por qué, quizá porque me di cuenta en ese mismo instante de a lo que me iba a enfrentar en los próximos días. Los niños descalzos jugaban al borde de la carretera, sus casas eran de palos de madera –luego me enteraría que se llamaban bajareques-, recubiertas algunas de adobe, y con techos de paja, al estilo de las pallozas leonesas. Mucha vegetación y flores amarillas, rojas, azules, que nunca antes había visto.

Ya estaba anocheciendo cuando llegamos a la comunidad en la que nos alojaríamos durante dos días. No íbamos a un pueblo, no nos hospedaríamos en una casa de ricos, ni en un hotel, ni en un albergue. Tendríamos la oportunidad de compartir la forma de vida de esa gente, dormir en el suelo, sobre nuestros petates o los que nos prestaran, y soportar el picazón insistente de los mosquitos. Ver tarántulas, alacranes y todo tipo de animales, incluso algunos a los que no podíamos siquiera poner nombre. A todo esto, sufrir en nuestras pieles cómo corría el sudor bajo el calor tropical de la zona.

La comunidad se llamaba Xiliteco. Un nombre que nos costaría retener en nuestras mentes, pero que ya ha pasado a formar parte de un recuerdo muy dulce. La sensación que experimenté fue contradictoria. Por un lado sentía una gran ilusión por estar ahí, por mi propio egoísmo y, por otra, miedo por no saber qué iba yo a aportar con mi presencia a esas gentes de baja estatura, con cuerpos delgados, caras enjutas pero bellas y con una vejez sorprendentemente prematura. Pronto lo descubriría.

Descendimos del coche y, para ser sincera, no tenía ni la menor idea de cómo dirigirme a las personas que en esos momentos se encontraban junto al pequeño y recogido altar. Las mujeres, que venían de reelegir a sus representantes, pasaron una por una saludándonos con un sincero apretón de manos. Intentamos mediante juegos acercarnos a los niños. Al principio se mostraban tímidos, tanto como nosotras. Se escondían unos detrás de otros y, con risas entrecortadas, hablaban en una lengua que resultaba totalmente ininteligible. Los chicos mayores nos observaban de lejos, los hombres quizá siguieran trabajando porque no vimos a ninguno. Pocos hablaban castellano, no porque no lo supieran, sino porque entre ellos siempre hablan náhualt. Me sorprendió la malnutrición, que no desnutrición. Los niños de ocho años aparentaban cinco, los de cinco, tres, y así sucesivamente. La presencia de Adrián, Malena y Pedro nos facilitó la comunicación inicial. Las sensaciones se superponían.

Propusimos que nos acompañaran a la iglesia, que sería el lugar donde nos alojásemos los once. Briseida y Julia, dos niñas preciosas de ocho y diez años que aparentaban mucha menor edad por su estatura y su escaso peso, fueron las primeras que me cogieron la mano; ya no me las despegaría en los dos días que permanecimos en esa comunidad y eso me agradó. Todos nos seguían. Trasladamos las cosas desde el coche a la iglesia, un recinto tan modesto casi como las viviendas de los campesinos. Sin puertas y sin ventanas, la norma generalizada, con suelo de tierra perfectamente alisado y recubrimiento de adobe. Al fondo una bandera mexicana –son muy patrióticos- hacía las veces de altar y acompañaba a la imagen del Cristo. La noche era muy cerrada y eso nos impedía hacernos una idea de cómo era la comunidad.
Casi sin percatarnos llegó el comité de bienvenida: un grupo de mujeres con la cena. Cada una portaba una ración de tortillas picantes, con mucho chile, intragables para un paladar poco acostumbrado a ese potente sabor. Era una pena, ellas nos lo traían con todo el afecto y nosotras no podíamos agradecérselo en la misma medida. Los intentos por nuestra parte fueron repetidos, pero no había forma, picaba y picaba. La cantidad de comida nos desbordaba. Éramos once personas para cenar y teníamos ante sí unas copiosas tarteras, que iban depositando sobre las sillas a modo de bancos de la iglesia. Trajeron también agua hervida y un café muy negro, pero muy aguado, que nos pareció un manjar; cualquier cosa para mitigar la sed que nos provocaba el intenso calor.

En el horizonte se escucharon unos cohetes de bienvenida y a mí me parecía mentira acaparar tanta atención. Las emociones había que contenerlas. Tuvimos la suerte de que las mujeres, las mismas que nos iban trayendo la comida, se sentaran en las sillas que se disponían en la iglesia. Pudimos conversar con ellas, aunque todavía de forma muy somera, e incluso hacerles fotografías, pese a sus reticencias iniciales. Sus risas comenzaron al vernos cómo intentábamos sujetar las mosquiteras que nos permitirían, aunque fuera de forma simbólica, contrarrestar la cantidad de insectos que paseaban a sus anchas por el suelo de tierra de la iglesia. No conocían la utilidad de ese artilugio, nosotras casi tampoco.

Mariví y yo salimos a inspeccionar el pueblo y compartimos velada con Maite, una profesora de una comunidad a dos horas de distancia. Lo hicimos a la misma puerta de su vivienda, sentadas en ambas sillas y contemplando la preciosa noche que nos daba la bienvenida e intentado, aunque fuera de reojo, echar un vistazo al interior de la ‘choza’. El madrugón comenzó a pasar factura y llegó la hora de dormir. Yo lo hice perfectamente porque pensé o ganan los insectos o gano yo. Yo gané y pocos fueron los instantes en que me desperté y pensé que cualquiera de esos bichos, en especial la tarántula que se escondía tras el paño verde de la bandera, podía estar en mi mosquitera. Era mejor no pensarlo y disfrutar de un reparador sueño en unas condiciones que ni siquiera eran tan malas como me imaginaba desde España.

No hay comentarios: