Viajar, viajar y viajar

Viajar, viajar y viajar. Si compartes esta pasión, aquí hay una muestra de algunos de esos rincones que aparecen en las guías de viajes, pero también de otros que se muestran ocultos a nuestros ojos. Bienvenido...

viernes, 10 de septiembre de 2004

Mis amigos los indígenas

Un aullido de un perro era contestado por otro. Parecía que tuvieran un snooze y se hablaran en la distancia. Mantenían una conversación sincronizada y así durante toda la noche. Al amanecer los gallos se sumaron al jolgorio y cada varios segundos emitían su característico sonido. Eran apenas las 6.30 de la mañana cuando me desperté, mientras el resto permanecía dormida bajo sus mosquiteras, excepto Adrián y Pedro, que se habían marchado temprano para arreglar el carro. Yo aproveché para disfrutar de un momento de soledad, escribir en mi diario y contemplar el amanecer y, por tanto, lo que la noche nos impidió ver: la comunidad que nos había alojado, la iglesia, de unas dimensiones razonables, que nos había permitido descansar, y el verdor de las montañas que rodeaban la zona.

Las primeras luces de las viviendas se prendieron. Fuera, olía a maíz, el mismo olor penetrante que nos acompañaría durante días. Las rendijas de las casas de palos dejaban escapar los primeros aromas. Allí, sentada en el porche de la iglesia, era fácil imaginar cómo las mujeres estaban afanadas en sus cocinas preparando el desayuno. Frente a la iglesia había un árbol robusto del que colgaba la campana con la que avisarían de cualquier evento que sucediera en el pueblo; a la derecha la vivienda del ‘rico’ del pueblo, con su gres, su televisión, fotografías colgadas de las paredes, pero también sin puertas, ni ventanas. De la izquierda provenía el olor a letrina, la de los hombres, porque la de las mujeres estaba limpia. Ante mí, los gallos desfilaban, mientras en el interior las primeras se fueron despertando.

El desayuno fue llegando de forma paulatina. De nuevo, cada mujer nos agasajaba con sus mejores platos. Éramos sus invitados y bien que lo demostraron. Café muy rico, tortillas con huevo, tortillas para untar frijoles, tortillas con chile... Ese sería nuestro sostén durante los días que permanecimos en La Huasteca hidalguense. El problema es que esos alimentos tan poco variados y nutritivos eran para nosotras sólo un paréntesis en nuestra dieta habitual; para ellos en cambio era su alimentación básica y exclusiva. Maíz, frijoles y chile; chile, frijoles y maíz. Una y otra vez. Para desayunar, para comer y para cenar. Y eso que el Gobierno mexicano se empeña en decir que en México no hay hambre. ¿Cómo se llama a esto, entonces? No es de extrañar que a su lado nosotras pareciéramos altas y eso que ninguna nos caracterizamos por nuestra estatura.

A los hombres no los vimos en todo el día, quizá estarían en la milpa trabajando. Después de desayunar nos fuimos al arroyo, un riachuelo de aguas claras y fresquitas que nos pareció todo un lujo. Aprovechamos para compartir nuestras primeras impresiones de una estancia que se prometía, como así fue, maravillosa. No hay palabras para describir las sensaciones que nos transmitieron esos indígenas que en nada de tiempo se hacen querer.

Las mujeres estaban ensayando el baile típico, el Trapiche, con el que participarían el día 15 de septiembre (Día de la independencia de México de los conquistadores, o sea de nosotros los españoles) junto a otras comunidades de la Huasteca de Hidalgo. A las 10.00 nos reuniríamos con las mujeres en nuestra primera asamblea. Tuvimos que esperar a que algunas terminaran de bailar para que compartieran con nosotras su vida, sus experiencias, sus problemas y sus dudas. Aprovechamos para aprender, es un decir, las primeras palabras de un idioma imposible de retener y pronunciar. Tonaste (buenos días), tiotaquín (buenas tardes), lascamate (gracias), aquispin (chico). Así al menos sonaban, aunque dudo que su trascripción sea la correcta. Gracias a Malena, que nos introdujo en la conversación, la charla fue más desenfadada y pronto el miedo inicial fue dando lugar a las confidencias.

Las mujeres se dispusieron frente a nosotras. Algunas sentadas en el suelo, otras en bancos mientras jugaban con sus hijos, les daban el pecho o simplemente les observaban. Sus voces quedaron reflejadas en mi grabadora, con el llanto de fondo de los niños o las risas de esas mujeres que nos miraban con caras expectantes. No borraré la cinta, es parte de mi archivo personal que me permitirá recordar aquel momento vivo y emocionante que viví ese mes de septiembre de 2004. La charla fluía, ellas nos contaban su forma de vida y nosotras les hacíamos partícipes de alguna manera de la nuestra. Éramos cinco, cinco mujeres solteras y sin hijos, independientes económicamente, y aquello les sorprendía tanto como a nosotras su vida. Quizá a nuestras abuelas de pueblo, sus historias les resultaran más cotidianas, para nosotras, sin embargo, era todo un mundo por descubrir. El tema que más nos interesaba era la salud y sobre él incidimos.

ASAMBLEA CON MUJERES EN XILITECO. Las mujeres de Xiliteco, la comunidad más grande de las que visitamos, comenzaron por hacer un poco de historia desde que en los 80 tomaron las tierras y se las repartieron entre los vecinos –unas ocho hectáreas por familia-. El resquemor a que se volvieran a crear nuevos ricos a expensas de la debilidad de otros, les llevó a pensar en el trabajo comunitario como la forma de organización más equitativa. Y así continúan 25 años después, con un ‘carro’ por comunidad, un molino donde moler el maíz, una minúscula tienda, un tractor, una ‘pileta’ donde lavar la ropa. Las decisiones que afectan al rancho también se toman en colectivo, al igual que eligen a sus propias autoridades.

Tienen una casa de salud en la comunidad. Se la construyó el Gobierno, pero el médico tan sólo acude a ella una vez al mes, a lo mejor cada dos meses. Sus necesidades más elementales están cubiertas por el trabajo voluntario de María de la Cruz, la asistente de salud que se formó hace unos cinco años gracias al proyecto belga, CAPAS. Cuando ella, que sí vive en la comunidad, no puede dar solución al problema del paciente los remite a Huautla, que se encuentra a 40 minutos en carro o a dos horas caminando. Suelen acudir en el carro comunitario que han adquirido con las aportaciones de todos los vecinos, pero el problema es que sólo tres personas saben ‘manejar’.

Antes tenían los hijos “hasta que se acabara”. Es el momento en el que comenzamos a enterarnos de la contraconcepción forzosa a las que les somete el Gobierno. ¿Cómo planifican? La doctora les ayuda a que se planifiquen, les dan píldoras anticonceptivas, les proporcionan el DIU y luego las revisan cada tres meses y después al año. “Si va mal nos lo cambian, pero no nos lo quitan”. Nos hablan de los planes del Gobierno y de su miedo a perder las migajas que les otorga. Por ejemplo, el programa oportunidades les cubre las consultas, pero no las medicinas, que les resultan ‘bien’ caras. Se quejan en voz alta de que en las clínicas del Estado “sólo hay condones, pero no medicamentos”. Para adquirir las medicinas, el programa CAPAS (Centro de apoyo a las iniciativas de los pueblos en áreas de salud) ideó que cada familia aportara a una bolsa común 50 pesos al año para nutrir la farmacia de la comunidad.

También les pagan 2,50 pesos a la semana para el desayuno de los niños: Lechita, papas, zanahoria, calabacines. Las mujeres amamantan hasta los cuatro o cinco años a sus hijos para darles más aporte de proteínas. Hay 109 niños en la comunidad, de preescolar hasta los 12 años. Ellas, entre risas picaruelas, nos comentan que la gente se casa muy joven, incluso a los 15 años. Se relacionan entre ellos y con los de otras comunidades. No llegamos a aclararnos si los matrimonios son libres o no. Las mujeres trabajan en otras comunidades siempre que les dé permiso el marido. Al parecer la fidelidad se respeta. Y es que si a un hombre le ‘cachan’ con otra mujer, se le llama la atención públicamente.

Las mujeres se levantan a las 5 de la mañana, quizás a las cuatro, lavan los trastes, preparan el desayuno, acondicionan sus casas, que están todo lo limpias que pueden estar, o acuden a la milpa a ayudar a sus maridos. En ocasiones la tierra está a una hora caminando de la comunidad. Otra vez maíz, frijoles y chiles. Chiles, frijoles y maíz. Es lo único que cultivas y casi lo único que consumen

Un bien ejemplo de que todas las decisiones se toman en colectivo, en asamblea, es que decidieron que entrara el programa Procede. Lo hicieron hace apenas un año y parece ser que la experiencia no les ha satisfecho, ya que la mujer más parlanchina dijo tajante. “Nos ganó el Gobierno”. Este programa, en apariencia es voluntario, pero como casi todo en las Huastecas parece una entelequia. El Programa de Certificación de Derechos Ejidales y Tribulación del Solares Urbanos (Procede) se puso en marcha en 1993 como un instrumento que permitiera dar certidumbre jurídica a la tenencia de la tierra, regularizar los derechos agrarios y otorgar certificaciones de propiedad individual a los ejidatarios. Pero las dudas surgieron pronto. “¿Si ya tenemos nuestros planos para qué medir de nuevo? Si todos somos comuneros ¿para qué depurar el padrón? ¿Qué vamos a ganar con el Procede? Si es menos superficie, ¿repondrán el resto?”.

Antes contaba toda la comunidad con un terreno colectivo y podían elegir el lugar donde sembrar, ahora se han dividido los espacios y ya no hay tierras para repartir entre los hijos varones. A la muerte del padre y si son varios hijos, algunos “se tienen que emigrar”. Si son chicas y se casan se van a casa del marido. No dejan que entren los partidos políticos porque ya están ellos perfectamente organizados, siguiendo los usos y costumbres reconocidos, supuestamente, por el Gobierno.

Les interesaba saber sobre cómo eran nuestras celebraciones porque, como es lógico, desconocían que compartimos religión, no así su devoción. Nos contaron que allí existen bodas civiles y religiosas. Cuando se va a celebrar un enlace, los novios avisan a la presidencia del día en el que se va a celebrar. La ‘muchacha’ no puede ve al ‘muchacho’ en ocho días. Invitan a toda la comunidad a la misa y a los bailes, también a comer res, “si la hay”. El convite corre a cargo de la familia del muchacho. Como la chica abandona su hogar para irse al de su marido, “a veces llegan a compartir dos nueras una misma casa”. En caso de que surjan problemas, los resuelve el delegado, el comisionado y la vigilancia, autoridades que se eligen cada año y de forma asamblearia.

Para ellos la navidad comienza el 16 de diciembre y se prolonga hasta el 24. Durante esos días escenifican el calvario que debieron pasar María y José para encontrar un lugar donde tener a Jesús. Cada casa pone su virgencita (la lupita) y el santito. Los niños tienen su piñata. El 24 se cena y llevan a la virgencita a la iglesia. Tienen un muñeco al que bautizan el 2 de febrero. Su madrina es la encargada de vestirlo. Prueba de su religiosidad es que se pasaron toda la semana rezando para que lloviese y como lo hizo, y de forma muy copiosa, llevaron a su santito a la capilla para agradecer que les escuchara sus súplicas. Si no, hubieran rezado hasta que lloviera. Así cualquiera.

La conversación, de casi dos horas de duración, fue muy rica, a pesar de que sólo dos mujeres fueron las que llevaron la voz cantante. El resto se reía y charlaba con su vecina de al lado. Qué pena, no recuerdo sus nombres, pero sí sus caras, esas miradas que transmitían esperanza y que, pese a su incultura de conocimientos, demostraban una gran cultura de la vida, con unos valores que nos resulta imposible ni siquiera conjugar. Solidaridad con el resto de sus vecinos, y con los que vivían incluso en otras comunidades, el amor a sus hijos y a sus maridos…

La pena, como bien nos contó posteriormente Pedro, es que no fueron sinceras del todo con nosotras. El miedo las atenaza y no son capaces de contar la verdad total de su vida. El pánico que sienten ante las amenazas constantes del Gobierno de Fox, como antes del PRI, que les oprime con mentiras y engaños. Las migajas de ayudas que reciben son la forma más burda de tenerlas atenazadas y acalladas. Y ante todo eso, su resistencia es incuestionable.

Cuando concluyó la plática nos fuimos de nuevo al riachuelo para refrescarnos y poner en común nuestras sensaciones. Noelia, como siempre, desaparecida. Comimos todos juntos en el mismo lugar que antes nos había servido de salón de reuniones. Esta vez nos agasajaron con un arroz exquisito con frijoles, el mismo que ellas no comerían, y por supuesto tortillas de maíz.

La reunión con los niños se produciría a las 15 horas, pero allí el tiempo se mide de otra manera. Su ‘ahorita mismo’ puede prolongarse sine die, aunque no pasa nada, es tan sólo preciso cambiar el chip. Siempre hay cosas que hacer, ir al río, lavar la ropa, escribir o, mejor aún, hablar con personas con las que seguir creciendo y escuchando sus historias fascinantes. Pedro, mientras, se dedicó a preparar en la escuela la ‘clase’ de derechos humanos que impartiría a los más pequeños. Es bueno que vayan escuchando conceptos para que los interioricen y sean capaces, cuando crezcan, de luchar porque se cumplan; lo mismo que están haciendo sus mayores.

El encuentro comenzó a las 17 horas. Primero fue Pedro, en una mezcla de náhualt y castellano, quien se dirigió a unos niños expectantes. Sentados o de pie, escuchaban atentamente. No era para menos, Pedro se destapó como un orador intachable, con fuerza y con decisión. Sus mensajes iban calando, al menos en mí, espero que también en ellos.

Adrián tomó el relevo de Pedro y siguió su plática sobre derechos humanos. Poco después comenzaría nuestro turno. Como el material que, con todo cariño y dedicación habíamos preparado en España y clasificado en DF nos lo habíamos dejado en Huejutla olvidado junto a las medicinas, tuvimos que improvisar. ¡Oh, improvisación!, la palabra que más me asusta. Pintamos un mapamundi en el encerado y salí a escena como un pulpo en una cacharrería. No era capaz de ordenar una frase y mis compañeras poco me ayudaron. El único que salió en mi ayuda fue Adrián, que tomó las riendas de la conversación. Hablamos de dónde veníamos, cómo era la educación en España, de cómo vivíamos a groso modo y de cuáles eran nuestros derechos educativos. Ninguno de los niños ha visto el mar y por eso nos resultaba muy complicado hacerles entender de dónde veníamos, que habíamos cruzado el océano Atlántico durante 12 horas. También son pocos los que han viajado a DF, ni siquiera a Pachuca, la capital del Estado de Hidalgo. Comparamos nuestras becas con las suyas y nos dimos cuenta de que todos gozan de beca de Progresa. Resultaban poco comunicativos y eso nos dificultó aún más la conversación. Bien es cierto que nosotras no fuimos capaces de hacerles hablar. Demostraron que, pese a su corta edad, se resisten a seguir los pasos de sus padres. Así, una buena parte de ellos declaraba que de mayor quería ser maestro.
La reunión concluyó cantando ellos su himno y nosotras tarareando el nuestro. Lo pasé fatal y tengo que reconocer que me molestó no haber estado a la altura. Casi tiro la toalla, menos mal que en conversaciones futuras remedié el mal trago y la sensación de impotencia que sentí se fue pasando.

Nos integramos con los chavales, jugamos con ellos a voley, a basket, nos hicimos fotos. Yo me convertí en la más popular entre los niños porque les hacía mucha gracia verse en la cámara digital. Sus recelos iniciales se convirtieron después en un incesante pedir nuevas fotografías. Briseida y Julia, a las que cogí mucho cariño, no se me despegaban. Me gustaba esa sensación. Jugué con ellas a pillar y a hacernos cosquillas. Cada vez se iban uniendo más niños a nuestro juego y me recorrí toda la escuela corriendo como si fuera una más de ellos. Increíble.

Cometimos el error de repartir las piruletas y los bolígrafos y lapiceros que llevábamos entre los niños. Quisimos hacer una gracia y fue un error porque todos se agolpaban ante nosotras, casi se pelean y algunos, picaruelos, nos intentaban engañar diciendo que no les habíamos dado.

La noche nos cayó encima sin darnos cuenta. Recogimos nuestras mochilas y las mosquiteras de la iglesia y nos trasladamos a la escuela. Al menos, ese lugar tenía el suelo de cemento y estaba liso, había menos bichos y parecía más acogedor. Cenamos mientras caía una lluvia intensa y refrescante. Briseida y Julia, con sus preciosas caras y su dulce acento, nos acompañaron durante la cena, jugando ajenas a nuestra presencia. Utilizaron el pretexto de la lluvia para no irse a casa. Briseida no sabía si dormir en casa de su mamá o de su mamá. ¿Dos mamás? Una su madre y otra su abuela, con la que vivía a pesar de que las viviendas no equidistaban demasiado. El problema es que en casa de su madre no había sitio porque ésta se había vuelto a casar años después de que su marido la abandonara y el nuevo esposo aporta cuatro hijos al humilde hogar.

Dejó de llover y jugué con ellas a correr por la cancha de baloncesto. Sus pies descalzos sobre los charcos no parecían importarles. Están tan ilógicamente acostumbradas al contacto con el suelo que les resulta algo normal; a mí me daba reparo.
Las mujeres y las niñas van descalzas, a veces llevan zapatos de plástico porque son baratos, pero no sirven para el clima de la región ni para la topografía del terreno. Los hombres y los niños, por el contrario, sí llevan botas. Siempre ha habido clases Al final, me despedí de las dos niñas y nos fuimos a dormir. De nuevo, la misma película: ¿cómo colgar las mosquiteras? Era un show. En esta ocasión éramos uno más. Francisco, aquel hombre que nos había comprado los pollos riquísimos en Huejutla en la sede de la Codhhso, se había sumado a la comitiva.

Nueva plática entre cuatro de nosotras mientras el resto dormía o paseaba por la comunidad. Preferí sacrificar horas de sueño para escribir. Eran tantas las emociones y las vivencias que no podía permitirme el lujo de que se me olvidaran. Había que sacar tiempo de donde no lo había y no quería perderme nada. La noche fue de nuevo placentera.

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