Viajar, viajar y viajar

Viajar, viajar y viajar. Si compartes esta pasión, aquí hay una muestra de algunos de esos rincones que aparecen en las guías de viajes, pero también de otros que se muestran ocultos a nuestros ojos. Bienvenido...

martes, 14 de septiembre de 2004

Hacia la fiesta de la Independiencia

Nos levantamos en la cancha de baloncesto a las 8 de la mañana, bajo el rocío que se había impregnado en nuestros sacos de dormir y entre los saludos de los niños que se encaminaban a la escuela, sorprendidos por el espectáculo que suponía nuestro despertar en medio de la nada. Desayunamos con Edit y su familia y nos fuimos a la pileta para espabilarnos. Nos encaminamos, de nuevo, a El Lindero para entregar a Daniel las medicinas que habíamos recopilado. Estaba trabajando en la milpa, así que se las entregamos a los profesores de preescolar. Regresamos sobre nuestros pasos a Tepetzintla y compartimos charla con las mujeres en el molino al que acuden tres veces al día para moler el maíz –a las 7 de la mañana, las 13 horas y las 17 horas-.

Como comunidades organizadas que lo son, y mucho, cada cierto tiempo una mujer es la encargada del molino. Son turnos rotativos. Cada vez que van a moler depositan en una bolsa 50 céntimos de peso que sirve para abonar el recibo de la luz de toda la comunidad: unos 500 pesos cada dos meses. Tuvimos la oportunidad de ver cómo se hacen las tortillas en casa de la esposa de Fabián. Ahí constatamos que nos ofrecen los mejores lugares para dormir, ya que, aunque las casas están todo lo limpias que pueden estar, no es precisamente el concepto de vivienda que tenemos. Color grisáceo, olor a fogata, bultos apilados en cualquier mínimo rincón, perros por todos los lados, suciedad acumulada…

Ya no daba tiempo para más. A las 15 horas vendría el camión (autocar) que nos trasladaría a otra comunidad, Tohuaco, donde se realizaría la fiesta de la Independencia del 15 de septiembre. Teníamos que recoger nuestras cosas y hacer las mochilas. Ya sólo estábamos cuatro porque Noelia decidió volverse a DF. Al final, el autocar se retrasó y llegó a las 17 horas. La espera fue divertida porque el tiempo, como ya he dicho anteriormente, se mide de otra forma. Los tiempos muertos se aprovechan hablando con la gente, a fin de cuentas que más da estar en un lado u en otro cuando la gente que vas conociendo es igual de apasionante.

El autocar era blanco, sucio, destartalado, pero era el mejor medio de transporte que ellos disponen y el que les permite trasladarse de un lado para otro. Parecía imposible que todos cupiéramos porque cada mujer llevaba cacerolas de gran tamaño y muchos, muchos, bártulos. Al final, incomprensiblemente, todo entró. Nos reservaron cuatro asientos, pese a nuestra insistencia de que se sentaran ellos. Primero éramos mujeres, después éramos sus invitadas. No teníamos nada que decir. Los chicos más jóvenes serían los que fueran de pie durante las dos horas que duraba un viaje movidito por un camino, de nuevo, sin asfaltar y con innumerables charcos. Las curvas se sucedían, pero lejos de vivirlo como una incomodidad nos permitían contemplar cada cierto tiempo un paisaje a cual más bonito y a los hombres al pie del camino con sus caballos en dirección a casa tras una dura jornada en la milpa.
Llegamos a una gran explanada que posee la comunidad de Tohuaco donde se celebraría durante los tres días siguientes la fiesta de la independencia de México. Nosotras lo festejaríamos con la misma emoción que ellos. Alrededor de la explanada se disponían las palapas que servirían de cobijo para los indígenas. Cada comunidad tenía la suya, donde dormirían. Se juntaron unas 12 comunidades, unos 1.000 indígenas aproximadamente. Aunque la fiesta no comenzaría hasta el día siguiente, ya eran numerosas las personas que habían ido llegando en todo tipo de medios de transporte: tractores, autocares, camiones, caballo… A nosotras nos asignaron la palapa de invitados, cerca de un pequeño y recogido edificio que sería posteriormente la sede de los dirigentes. Después de dejar nuestras mochilas en los bancos debajo de la lona, nos dirigimos hacia las distintas comunidades para saludar a todos. Habían llegado de Xiliteco, 14 de mayo, Tepetzintla y el Lindero. Qué ilusión, tendríamos otra vez tiempo para compartir con esas gentes maravillosas, con esas mismas personas a las que habíamos tomado cariño y a las que pensábamos que nunca volveríamos a ver. A ellos se les notaba contentos con nuestra presencia, nosotras lo estábamos más.

El ‘pinchito’ del sombrero nos indicó que habían encontrado una mejor ubicación para nosotras: la iglesia. Nos dirigimos hacia allí, tras sortear los cantos rodados de un río desgraciadamente seco y, eso que denotaba haber tenido un caudal considerable. Ante nosotras se abrió una nueva comunidad: Tohuaco.

Parada obligada en la tienda para adquirir agua embotellada, refrescos, zumos, yogures, unos víveres que nos supieron a gloria. La celebración no comenzaría hasta el próximo día, sin embargo en la parte trasera las mujeres ya estaban preparando en el horno los bolillos (pan dulce) que venderían durante los próximos días en la fiesta. Otras daban los últimos toques a la cena de la noche. No estaban ni Francisco, ni Pedro, pero nos sentíamos como en casa, como en familia. Nos ofrecieron para cenar la grasa de la vaca que previamente habían matado para consumirla entre los más de mil indígenas.

No sería la iglesia, al final, el lugar en el que pasaríamos la noche. Iba a ser utilizada para una reunión y la galera ocupada por hombres. María Félix, la asistenta de salud de Tohuaco, nos ofreció gentilmente el porche de su casa. Estaba muy limpio y las flores de alrededor desprendían muy buen aroma. Antes de llegar pudimos conversar con las personas que esperaban sentadas en sillas a la espera de que comenzara la reunión en la iglesia.

La mosquitera sobraba, el saco también. Nos desprendimos de ambas ataduras y dormimos sobre el petate que nos facilitó la familia de María Félix. La noche fue muy reparadora. A eso ayudó el maravilloso olor a flores.

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